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Miércoles, 25 de abril de 2007

LITERATURA › LA REEDICION DE “RAPADO”, DE MARTIN REJTMAN

“Mis personajes consiguen un poco menos de lo que tenían”

Quince años después de la primera edición, vuelve a las librerías Rapado, el primer libro de Martín Rejtman, excusa para conocer la intimidad del escritor, que suele quedar subordinado a la resonancia de su cine.

 Por Julián Gorodischer

La misma noche, junto a otra moto, Lucio se da cuenta de que el candado está mal pasado y cierra sobre una sola argolla de la cadena; la moto está libre. Se sube y arranca. Es un ciclomotor, una Zanella. Da vueltas por la ciudad vacía. No tiene cómo cerrar la cadena, y no sabe qué hacer con ella. Cuando empieza a amanecer, la lleva a su casa, la mete en el ascensor y la sube hasta el sexto piso. La estaciona en su cuarto, que es muy angosto...

Unas pocas líneas traen al presente una imagen emblemática de los primeros noventa: se trata de una escena de Rapado, película y cuento que da título al libro que Martín Rejtman, autor en la prosa y la pantalla, acaba de reeditar quince años después en Interzona. El de Rejtman en estos cuentos (Núber, Todo puede pasar, Música disco, entre otros) es un tono en sintonía con la austeridad de sus películas: narraciones unidas temáticamente en su condición de frescos de una adolescencia que resignifica el cliché: en vez de ostentar la moto por el barrio, aquí se la incorpora al mundo íntimo del cuarto de la casa de los padres (sólo por citar un caso).

La prosa de Rejtman activa en sus lectores de más de 30 una veta melancólica, tal vez por su carácter fuertemente identificacional para una generación que ubica ese universo adolescente demasiado lejos. El director que acaba de estrenar su documental Copacabana, sobre la fiesta popular de la comunidad boliviana en Buenos Aires, en el marco del Bafici (y que reclama no haber podido exhibirlo en el canal Ciudad Abierta “por encargarlo una gestión anterior”), diseñó en 2007 un cronograma de reediciones a la medida de su programa literario: logró la vuelta de todos sus libros (Rapado, Velcro y yo y Literatura y otros cuentos) en una misma colección de Interzona, para conformar un sistema. Con eso pretende facilitar el acceso, reforzar su yo-escritor que, a veces, quedó subordinado a su propio éxito como cineasta. Empieza a hacerse presente, en la conversación, su mundo literario: la disposición de su biblioteca, su rechazo a las rutinas, la configuración de un método o su falta, la elección del mejor final. Antes –sin embargo– hubo una declaración de principios: “Hoy hay un síndrome del bonus track –dice Rejtman–, ninguna película viene sin los comentarios del director. Me dijeron que Los soñadores, de Bernardo Bertolucci, con los comentarios es buenísima. Me parece inapropiado tener un discurso sobre la propia obra. La obra es el discurso; puede ser un recurso para venderla mejor, pero no tiene nada que ver con la obra que hiciste. Si una obra puede componerse de discurso más la obra, eso ya es otro tema”.

–¿Su mejor comienzo? –rondando, entonces, la escena creativa sin tocarla.

–Cuando escribo no sé hacia dónde voy –asegura Rejtman–. Antes las cosas me salían mucho más rápido; me sentaba y en dos días terminaba un cuento. ¿Por qué elegí la adolescencia? Tal vez porque ahí estaban mis preocupaciones literarias. A lo mejor me interesa un cierto desfasaje en cuanto a mí mismo: uno, a lo mejor, observa algo que fue.

En los textos de Rapado, se instala “una idea de la indefinición, asociable a una etapa vital que suele ser considerada como un punto neutro. A partir de ahí, todo es posible para atrás o para adelante”. Las criaturas de estas postales tan arraigadas a la errancia, el desamparo, el puro presente logran una resignificación del retrato clásico asociado al espíritu inquieto e irascible, al candor juvenil y a la edad de oro. “Los clichés existen y se arman porque existen los casos”, dice Rejtman. “Uno puede descartarlos o adherir a eso, o hiperobservarlos. Y entonces, el cliché se desarma y se convierte en otra cosa. Creo que hice un trabajo inconsciente sobre los clichés juveniles, poniéndolos en un lugar diferente al que siempre los recibe. El tema no es tanto la adolescencia, sino la indefinición, aun cuando los personajes hayan crecido y mantengan esa vidas no definidas, no cerradas, en una situación en la que hay posibilidades.” Ese estar en el mundo, tanto en el cine como en su literatura, suele ubicarse en el contexto de una familia todavía no cerrada con roles determinados, “sin esa idea ligada a las sociedades europeas de vidas predeterminadas, sin incertidumbre”. No importa la edad cronológica: atañe a los veintañeros de Silvia Prieto, a los de 30 en Los guantes mágicos y a los púberes de Rapado.

–En Rapado, los típicos valores de ostentación pasan a ser valores de interioridad...

–Cada uno de mis personajes consigue un poco menos de lo que tenían; es un patrón que se repite. Terminan en el mismo punto en el que empezaron. Si manejaba un remise, se queda sin coche y termina sobre un micro. En Silvia Prieto lo que queda disminuido es su personalidad: renuncia al nombre y desaparece como personaje. Si hay involución es mínima; lo que involuciona es su posesión, o sus cualidades. Hay algo que queda igual de principio a fin: el personaje mismo.

–¿Para escribir aplica un método, rutinas...?

–Así como yo escribo sin plan, tampoco los personajes tienen plan. Lo que hago es siempre autónomo. Si estoy trabado, a lo mejor leer o ver algo me abre alguna puerta. Siempre intenté tener rutina de escritura, pero no funciono así. Aunque sigo pensando que es la única manera de funcionar bien. Y el germen de un relato está en cualquier lado: me podés contar algo y se puede convertir en cuento. Me tiene que causar cierta gracia. Uso esos momentos y los incluyo en una trama que no tiene nada que ver con su origen; pasa a ser mi relación personal con todo eso. En Rapado los textos eran bastante definitivos; no había prácticamente corrección. Ahora ya no escribo tan de corrido.

–¿Cómo es la técnica del “abandono de relato”?

–Yo abandono en un momento determinado. Y eso es un final: saber cuándo abandonás el texto. Es un momento que me dice algo más sobre ese personaje, y sobre todo lo que pasó en el texto. A veces me paso, sigo escribiendo unos párrafos más y no sé adónde ir. Entonces, retrocedo y me doy cuenta de que ya había terminado. Después de eso no hay nada; no es que la historia podría haber seguido. No hago una novela porque siempre me detengo antes. Alguna vez dije: sigo hasta la novela. Pero siempre paro.

–¿Tiende a consultar autores de referencia mientras escribe?

–Al libro que más vuelvo es a En busca del tiempo perdido (Marcel Proust), pero nunca pasé de la página 90. Y lo leí seis veces en cinco ediciones diferentes. No puedo pasar de ahí. No me gusta saltearme páginas cuando leo. No sé si soy un obsesivo, pero un libro merece toda tu entrega. Me puedo ir antes de una película, pero no puedo llegar tarde. Le tengo que dar una chance para luego decir, como Borges, no es para mí.

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“Cuando escribo no sé hacia dónde voy”, confiesa el escritor.
 
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