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Domingo, 7 de agosto de 2005

LITERATURA › UNA CHARLA CON LA PREMIADA ESCRITORA COLOMBIANA LAURA RESTREPO

“Colombia es un laboratorio”

Vino a presentar La isla de la pasión, su primera novela, que acaba de ser editada en la Argentina, un país en el que ella vivió en la clandestinidad, en los años de plomo. Recuerdos de aquella época y de su vida en Córdoba, donde fue madre.

 Por Silvina Friera

Su nombre apócrifo era Mariana, pero los compañeros trotskistas del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) la apodaban “la mulatona”, por el personaje de la tira de Caloi. La escritora Laura Restrepo lanza una risotada contagiosa mientras cuenta, con ese tono de voz tan cálido como su Colombia natal, este detalle risueño de su experiencia en la Argentina. Necesita hablar y entender cómo era ese cordón umbilical de su vida en la clandestinidad cuando fue madre de Pedro, su hijo argentino que nació en Córdoba. Dice que quiere recorrer “los pasos perdidos” de aquellos años –llegó después del Mundial de fútbol del ’78 y se fue antes de que comenzara la guerra de Malvinas– y volverse a juntar con esos “amigos del alma”, militantes que se refugiaban en el escudo protector del nombre falso para luchar, sólo armados de palabras, contra la dictadura. Y aprovechó la salida de La isla de la pasión (Alfaguara), su primera novela que se publica por primera vez en el país, para reconstruir su pasado argentino y escribirlo. “No dejé registro de esa época por una razón elemental: ni en una libreta podías tener anotados los teléfonos”, señala en la entrevista con Página/12.
“Una de las cosas que no podíamos hacer era contarnos nuestras historias personales, tú tenías amigos del alma con quienes militabas y no sabías nada de ellos, ni siquiera el nombre. Parte de lo que estoy haciendo ha empezado por saber cómo se llamaban muchos de los que eran mis compañeros y compañeras de entonces”, explica Restrepo, ganadora del premio Alfaguara 2004 con su novela Delirio.
–¿Cuál era el papel que cumplía dentro del PST?
–Hacíamos un trabajo de base sindical. A mí me da risa porque teníamos que reunir a los peronistas, pero no los podíamos ganar para el trotskismo; todo el mundo era peronista y creo que sigue siendo así (risas). Eran horas, días, planeando reuniones, para poder hablar quince minutos y mínimamente transmitir información sobre los desaparecidos o los presos políticos o algún informe de lo que estaba pasando en Nicaragua durante la revolución sandinista. Duraban quince minutos, pero para hacerlo estabas días coordinando para no invitar a la persona equivocada.
–¿Y sabía el verdadero nombre de su pareja y padre de su hijo?
–Nos separamos hace mucho, pero nos volvimos a juntar para charlar sobre esa época. Y nos reímos mucho porque yo le recordaba que me enteré de su verdadero nombre a los tres meses de vivir con él, por un recibo de luz que llegó a casa. El Mujik era el apodo que tenía en el partido, pero se llama Rubén Saboulard.
–¿Cómo vivió esa realidad paralela de la clandestinidad?
–Fue una especie de delirio que hacía que la vida normal nos pareciera delirante: o una era real o la otra, pero había una incompatibilidad seria entre ambas. Ustedes los argentinos han hecho el ejercicio de entender a posteriori cómo fue ese período de la dictadura, algo que yo nunca hice. La negación de la palabra era tan fuerte que me quedó la necesidad de recomponer esas piezas sueltas. Nuestro trabajo consistía en reunir gente y poder hablar, el solo hecho de hablar, así no hubiera grandes datos para transmitir, era un acto de rebeldía, de afianzamiento de lo humano, de recuperación de la palabra, y quienes estábamos ahí teníamos un propósito y un lenguaje común, que como experiencia de izquierda fue muy rica porque no era sectaria.
–¿Dónde vivía mientras estuvo en Buenos Aires?
–Cerca del mercado de Primera Junta (Caballito), en el callejón adonde llegan todos los camiones a descargar los alimentos. Es el pasaje Coronda 121, lo único que cambió es que hicieron las ventanas más altas. Toqué el timbre, pero nadie abrió. Estuvimos con Rubén y nos acordábamos de que no había calefacción y entonces prendíamos el horno de la cocina, dejábamos la puerta abierta, nos sentábamos cerca y tomábamos mate. Pero nunca pude con el mate amargo porteño, prefiero el cordobés, que tiene leche, peperina y azúcar.
–¿Colaboró con las Madres de Plaza de Mayo?
–Sí. Al principio nos reuníamos con estibadores. Era muy visible que yo era extranjera, pero me llevaban porque había estado organizando por varios países una Brigada Internacional que apoyó la insurrección nicaragüense. Yo invitaba a la gente a que fuera a Nicaragua, y se fueron varios de acá, sobre todo médicos y enfermeras. Pero también les contaba lo que pasaba, era un momento muy emocionante, porque la gente te oía con gran avidez; la respuesta era “si los nicas pueden, por qué no podemos nosotros”. Para las Madres lo que hacía era obtener información, porque como podía viajar y pasar desapercibida me llevaba datos para hacer la denuncia en la prensa y en los organismos internacionales.
–¿De qué manera conjuraba el miedo?
–Esto es algo que vengo hablando con los compañeros con los que me estuve reuniendo. Nos llamaba la atención la ausencia del miedo. A mí nunca me pasó nada, salvo una detención de 48 horas en una comisaría en Córdoba, pero salí, quizá porque estaba embarazada. Todos los compañeros habían logrado un código de comportamiento en la clandestinidad que era muy estricto y que lo tenían muy probado. Y la verdad es que la mayoría de las veces caían las personas que los rompían. Eran mecanismos muy agotadores, porque para hacer cualquier cosa tardabas semanas, pero en la medida en que tú los respetabas te sentías protegido. Cuando llegué, después del Mundial del fútbol del ’78, habían tenido la oportunidad de aprender suficiente de la represión como para saber cómo defenderse.
–Al haber tenido contacto con obreros y trabajadores de clase media, ¿recuerda cómo percibían ellos la dictadura en esos años en los que estuvo en la Argentina?
–Lo más doloroso es que entre las clases medias la sensación era que se estaba bien, había un cierto deseo de no querer saber más. Es similar a lo que ocurre ahora con la recuperación económica; todavía ves tremenda pobreza en ciertos sectores y sin embargo hay gente que dice “estamos mejor”. No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Lo más duro era pelear contra esa pasividad e indiferencia cuando tenías los datos de las torturas que seguían y de nuevas desapariciones, pero cubiertos con una capa de neblina. Lo difícil era romper la voluntad de ignorar que el horror continuaba.
–Hace unos años dijo que “los colombianos nos sentiríamos muy felices con sólo saber que nuestros hijos morirán después de nosotros”.
–La situación colombiana sigue siendo crítica, tal vez peor. En Colombia se está fraguando un proyecto paramilitar y fascista muy serio. En nuestro país se está ensayando un modelo para reprimir intentos de consolidar democracias en otras partes de América latina. No es casual que en Venezuela hayan denunciado la presencia de paramilitares colombianos. La mortandad en Colombia es espantosa, esa frase que dije es así, es verdad que el sobresalto es tal que hay toda una joven generación para quien la muerte violenta es como una eventualidad posible, ya sea por persecución política, por crímenes paramilitares, por secuestro de la guerrilla, por delincuencia común, por la violencia brutal que implica el narcotráfico. El pueblo colombiano lleva décadas de un sufrimiento intenso. Todo el mundo está amenazado.
–Recuerdo que estuvo con sicarios y uno de ellos le dijo que no le importaba morir si lograba dejarle a su madre una heladera. ¿Cómo se contrarresta esta cultura de la muerte?
–Cuando la vida no te da salidas, la muerte es una alternativa de recambio atroz, pero es una opción para la gente que la vida no le da ni salud ni educación ni trabajo. Morir joven, de una manera espectacular, o la pátina de heroísmo que te dan las armas se vuelve una solución paramiles de jóvenes. En Colombia el movimiento cultural, la escritura, la pintura, el teatro, es fundamental porque hay gente que está desesperada por volver a convencer al país que es mejor la vida que la muerte.
–Muchas veces se habló de un proceso de colombianización de la sociedad argentina. ¿Colombia funciona como un espejo para muchos países de América latina?
–Sí, la colombianización es un llamado de atención: si no se solucionan problemas sociales urgentes, si no se da un viraje a este capitalismo salvaje que arrasa, que militariza, que invade, que destruye, que impone los intereses económicos por encima de todo, la colombianización va a ser mundial. Lo que ocurre en Colombia es un laboratorio que todo el mundo tendría que observar.

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“Hay que estar atentos a lo que pasa en Colombia.”
 
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