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Lunes, 28 de enero de 2008

LITERATURA › EROTISMO Y LUJURIA EN LA NARRATIVA ARGENTINA

El deseo es un libro abierto

En su ensayo Sexo y letras..., el periodista Marcelo Miceli analiza textos de Andrés Rivera, Abelardo Castillo y Alicia Steimberg, entre otros.

 Por Silvina Friera

¿Cómo usan el sexo los escritores argentinos en el entramado de sus ficciones? ¿Qué palabras prefieren a la hora de abordar escenas íntimas? ¿Son explícitos y directos, o se aproximan al tema con múltiples eufemismos y rodeos? Estas preguntas dispararon la curiosidad del periodista, guionista y crítico de cine Marcelo Miceli, autor del recientemente publicado Sexo y letras, erotismo y lujuria en la literatura argentina (Ediciones Pausa). “Una de las posibilidades que surge al analizar la sexualidad y sus derivaciones es la que tiene que ver con aquella que la asocia al poder, en especial cuando se piensa el sexo como el sexo del macho, por su vigorosidad, en su metáfora de dominio y penetración, en su inherencia fecundadora, en su rol activo para habilitar la perpetuidad de la especie humana, en su exposición genital y lo que eso representa en una cultura donde el más fuerte es el que manda”, plantea Miceli, que analiza fragmentos de textos de Salvador Benesdra, Carlos Chernov, Pablo Pérez, Enrique Medina, Gustavo Ferreyra, Osvaldo Lamborghini, Andrés Rivera, Abelardo Castillo, Juan José Saer, José Pablo Feinmann, Enrique Molina, Eugenio Cambaceres y Alicia Steimberg, entre otros. “Un autor es pornográfico cuando te da todo procesado y no te deja que vos como lector puedas incluirte en el armado del relato –dice Miceli en la entrevista con Página/12–. Lo que me importa es que la escena esté bien narrada. Si al autor le sirvió decir verga en vez de miembro, es lo de menos, no me importa. No nombrar las partes sexuales no significa que el relato sea bueno o que tenga misterio. Puede no nombrar nada y ser evidente.”

Si Rosas fue bestial en el ejercicio del poder, como estanciero y como varón, en El farmer, Andrés Rivera, al decirlo con claridad, también lo será, según plantea Miceli. “En tierra argentina el patrón Rosas salía a distraerse, porque la verga, naturalmente, sin obligarla, se le paraba y –le hace decir Rivera en el libro– eso era algo que no podía impedir. Ni aún hoy, yo, un hombre fuerte, puedo impedirlo. Y parada era de temer. Por lo pronto su longitud duplicaba a la verga de Lavalle. No sabemos la extensión de la verga de Lavalle, pero no quedan dudas al enterarnos de que la suya, la de Rosas, era la de un semental. Su miembro era extenso y poderoso”, observa Miceli. “Esto de quién la tiene más larga sigue vigente, aunque no se lo haga de un modo explícito porque ahora el hombre no puede someter a la mujer tan fácilmente como lo hacía antes –subraya el periodista–. La mujer pasó de una sumisión casi absoluta hasta dominar o empatar el diálogo sexual. Enrique Medina establece una relación de equilibrio entre el hombre y la mujer, pero la establece después de pagar. El busca pagar por los servicios de una mujer, pero una vez hecho el pago, entabla una relación amorosa como cualquiera.” La pornografía, según Miceli, no sólo está vinculada con la violencia de no incluir a otro sino también de someter al otro, más allá de lo explícito o implícito: “Medina, que establece una relación de igualdad entre el hombre y la mujer, todo el tiempo se la pasa diciendo pija y concha, pero sin embargo la relación es de equilibrio”.

Antes de la novela de Medina, Miceli rastrea en el personaje femenino del cuento “Patrón”, incluido en Cuentos Crueles, de Abelardo Castillo, el anticipo de un cambio: el papel relevante que va adoptando la mujer, aunque la mirada siga siendo la del hombre. “La presencia de la mujer, su aparición, es manifestada desde el poder que le otorga el deseo: el arma de la mujer es su cuerpo, y tomar conciencia de esto le sirve para que invierta el orden en su habitual sometimiento.” Pero hilando aún más fino, y relacionando textos del siglo XIX con los del XX, Miceli encuentra el comienzo de este movimiento en Sin rumbo, de Cambaceres, donde Andrés, el protagonista, “luego de violarla (o no) a Donatela la termina valorando (a su modo: el modo en que un hombre de clase podía valorar a una mujer sin clase), porque lo ha hecho padre. El autor de Sexo y letras... plantea que quizá el siglo XIX fue para América lo que el peruano Mario Vargas Llosa afirmó sobre el pasado europeo: un período donde la omnipresencia de un catolicismo represivo generaba respuestas muy imaginativas en materia de amor, siendo que “las sociedades donde hay prejuicios y prohibiciones son las que echan más combustible a la vida amorosa”.

De los montajes sexuales que realizan los escritores, Saer y Chernov coinciden en apelar a la imagen del caballo (ver aparte). “Como el sexo del caballo es considerado potente, hay mucha fantasía en torno de cómo puede ser tratada una mujer que copula con un caballo. Estamos en la tradición argentina, donde las imágenes del caballo, el gaucho y la china son muy fuertes, están muy arraigadas”, opina Miceli. El autor de Sexo y letras... precisa que la pregunta que se plantea no pasa tanto por lo implícito o lo explícito en los textos analizados. “A la hora de contar, ¿qué ocultan los escritores cuando cuentan? –desliza el autor–. Aunque decida mostrar todos los elementos, puede también preservar un misterio. Chernov describe con minuciosidad la escena del caballo, y sin embargo a pesar de esa descripción tan explícita, aún sigue habiendo cosas por develar.” Miceli define a El ejército de ceniza, de Feinmann, como “un western, pero sin indios ni vaqueros”. Esta novela es la historia de un coronel trastornado que persigue a un ejército inexistente por la llanura de Buenos Aires en 1829, y al no encontrarlo, empieza a matar a sus propios soldados. “Se trata de una novela de hombres que se ven obligados a demostrar su hombría –agrega Miceli–. Tumba, ese personaje femenino primitivo y bestial, es una presencia fuerte, y la incluí porque la quise relacionar con La ocasión porque me parece que hay un punto de contacto entre Saer y Feinmann en cuanto al deseo del hombre por una mujer.”

El periodista, citando a Tununa Mercado, en La letra de lo mínimo. Pensar una erótica, advierte que hacer literatura erótica sería aceptar un sistema cerrado y normalizado: “Un orden que promete o en el que se busca un determinado efecto mediante la combinatoria particular de ciertas figuras y con la voluntad de mantener una tensión que eventualmente habrá de dirimirse en un final triunfante”. En Amatista, de Steimberg –al modo arábigo del libro erótico por excelencia, Las mil y una noches, con relatos dentro del relato, y mediante las figuras de Amatista y Pierre–, se anuda una serie de historias con las que una anónima señora hipnotiza a un anónimo doctor. Si el erotismo se funda, ante todo, en el lenguaje, desde la primera página de esta novela queda establecida la coordenada de lectura que propone Steimberg: “Escuche, doctor, que hasta un hombre de mundo como usted necesita a veces que le cuenten historias. Siéntese en ese sillón, en el rincón soleado junto a la ventana y, sin perder nada de su circunspección, desabotónese la bragueta y acaríciese suavemente mientras me escucha”. Para Miceli, “la novela es el aprendizaje que el doctor recibe para soportar sus deseos eyaculatorios la mayor cantidad de tiempo posible”, y recuerda que después de una de las historias entre Amatista y Pierre, la narradora felicita al doctor por soportar no masturbarse: “Así me gusta, que se sienta dueño de su pene. Usted manda”. Una de las mejores escenas eróticas de la literatura argentina, en opinión de Miceli, es la de El traductor, de Benesdra, cuando Ricardo espía el encuentro sexual entre su novia Romina y un cliente. “Entonces sentí un dolor agudo en las tripas y vi cómo él se acercaba con los brazos hasta pegarla a su cuerpo y empezaba a refregarse contra ella. Buscaba besarla en la boca pero ella desviaba el rostro hacia los costados. ¡Bien, Romina! Pero fue apenas una oscilación de unos segundos, porque de inmediato ella empezó a refregarse contra él con una fruición que le debe haber hecho olvidar al tipo su deseo de besarla como a mí me hizo olvidar que conocía esos movimientos perfectamente y sabía cuánto podían prolongarse sin conmover en nada la frigidez de Romina. Me puse loco. ¡Se refregaba contra él como una gata en celo! ¡Como una hembra cabalgando hacia la felicidad! ¡Era para matarlos a los dos! En lugar de la excitación que me invadía cuando me entregaba al fantaseo pornográfico con imágenes como las que estaba contemplando ahí tenía ahora uno odio gigantesco, desaforado, un odio que sólo podía apoyarse en el axioma frío y despojado de que ella debería estar gozando pero que no me permitía sin embargo de ninguna manera representarme su goce como me lo representaba en mi pornografía”. Miceli destaca en este párrafo la existencia de un “tercero”, que desequilibra la escena: “eso es lo que te pone nervioso como lector”. También menciona unas líneas de El pasado, de Alan Pauls, no incluido en el corpus de Sexo y lujuria..., “cuando Rímini está en la cocina con la alumna de tenis, y una botella creo que de champán”, y el tema Semen-Up, de los Redonditos de Ricota, “que es erotismo de principio a fin”. La filósofa Esther Díaz (ver aparte), autora de los relatos eróticos El himen como obstáculo epistemológico, recuerda que en su autobiografía Gandhi cuenta que cuando estaba angustiado porque su papá se moría “se calentaba más que nunca”. “He comprobado que en momentos de mucha angustia, la sexualidad es una manera de reafirmar la vida, a pesar del dolor. Como dice Nietzsche: ‘Esto es la vida, quiero más’.”

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