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Miércoles, 23 de abril de 2008

LITERATURA › JULIO SIERRA Y FUSILADOS: LA CONDENA A MUERTE EN ARGENTINA

Historia de la pena capital

El autor investigó casos desde el siglo XIX, que abarcan desde el uso como castigo para opositores políticos hasta la aplicación en el terreno policial. “No existe ningún ser humano capacitado para despojar de humanidad”, afirma.

 Por Facundo García

Con cada uno de los que van al paredón se pierde para siempre un relato. Parece la frase de un poeta de dos pesos, pero aquí –donde no faltaron estadistas con veleidades literarias– ha tenido estatuto de máxima política. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, resumieron a su vez los barrios. Cultivada desde arriba o desde abajo, la idea de implantar la pena capital apareció en todas las etapas del país como herramienta de anulación y silencio, sin esfumarse nunca del todo. Así lo comprobó Julio Sierra al escribir Fusilados. Historias de condenados a muerte en la Argentina (Sudamericana), una investigación sobre la historia de los que encontraron el final porque alguien se arrogó el derecho de legislar sobre la vida.

“Será ejecutado dentro de una hora”, le dijeron a Dorrego los hombres de Lavalle, el 13 de diciembre de 1828. El prisionero se agarró la cabeza y sólo atinó a suspirar un “¡por Dios!”, antes de escribirle a su mujer acerca de cómo quería el funeral. Ciento cuarenta y dos años después, en un marco diferente, Pedro Eugenio Aramburu estaba a punto de enfrentar las balas de Montoneros y pidió que le ataran el cordón de los zapatos. Iba a “tirar la pata”, pero quería conservar la elegancia. Sierra recopila esos y otros datos que, entre lo sorprendente y lo cotidiano, aportan carnadura concreta al dramatismo de los desenlaces. “Me llamó la atención cómo los aspectos más básicos tienden a cobrar importancia cuando se llega a ese punto límite”, confiesa.

–Esa valoración de lo inmediato, ¿sería la actitud común de los condenados a morir?

–Se acepta lo que se presenta como inevitable. Muchos toman una posición de “hijo que no quiere que mamá se altere” o de “padre de familia que quiere seguir controlando la casa”. Es como si, de cara a lo peor, ellos se dijeran “bueno, a ver cómo resuelvo esto de la manera menos dolorosa”. Entonces encontré que en sus últimos momentos tendían a concentrarse sobre lo sencillo. Cosa llamativa, si se tiene en cuenta que siempre se habla del heroísmo en la muerte y esas cosas.

–A pesar de que suele argumentarse que el Estado nacional tiene una tradición abolicionista respecto de la pena capital, lo cierto es que siempre hubo caminos alternativos para eliminar “indeseables”. ¿Acaso no podemos vivir la pluralidad sin que aparezca el deseo de destruir al diferente?

–Aún hoy, lo primero que se le dice a un rival es “no existís”. Camuflando eso tenemos una retórica bondadosa, que habla de crisol y todo eso. Ahora cuando se avizora el caos, agarrate. Aparece el racismo, la cerrazón. Por eso hemos inventado otros paredones, como la desaparición o el gatillo fácil, que se cobraron y se cobran nuevos sentenciados.

No todas las víctimas de las que habla Sierra tienen un carácter netamente político. No faltan casos como el de Luigi Castruccio, “el primer envenenador de la Argentina”, un ex albañil cuya verborragia distraída lo pondría al borde del fusilamiento. “Hay tramos casi surrealistas. Eso ayuda a la hora de contar. Por otra parte, juego con la ventaja de que no tengo que sorprender demasiado al lector, porque él ya sabe que al final lo más probable es que el protagonista muera. Continúa leyendo porque –y ésta es otra de las posibles conclusiones de este trabajo– hasta el último momento en la vida de un hombre siguen pasando cosas.”

–La ejecución de Saddam Hussein en diciembre de 2006 demostró la vigencia de ciertas prácticas ejemplificadoras ancestrales. ¿Como se ha dado aquí ese uso “espectacular” de la pena capital?

–La voluntad de exhibición aparece en diferentes niveles. La última dictadura, por ejemplo, puso en vigencia una ley de pena de muerte, la 21.338. Nunca la aplicó, pero estaba ahí, disponible. Hubo incluso un juez penal de San Isidro, Antonio Merguin, que impuso el castigo a tres asesinos en abril de 1981, y la Cámara de Apelaciones de La Plata revocó la sentencia. Es decir, que la dictadura mantenía en pie una ley que no se usaba. Tenía un sentido simbólico, intimidatorio. Por supuesto que existía otra condena, la de las desapariciones, que se ocultaban. El general Genaro Díaz Bessone se refirió a esta hipocresía diciendo: “¿y cree usted que íbamos a poder fusilar a siete mil prisioneros en una plaza pública?” De la misma manera, cada uno de los que llegó al poder hizo sus propios montajes, con operetas como la de Juárez Celman, que en 1890 perdonó al famoso Castruccio para demostrar que no deseaba abandonar su gobierno con un hecho de sangre.

–La muerte como pena aplicable al enemigo se consideró desde distintas tendencias políticas. Al final del camino, ¿cuál es el balance?

–La condena a muerte a un ser humano tiene como consecuencia la interrupción de su proyección vital. Me refiero a que todos los días uno está pensándose en continuidad, y eso es una de nuestras características distintivas. Cuando se condena a muerte hay una negación de esa continuidad, y por tanto de una de las características más profundamente humanas. Aun cuando moral y filosóficamente se demostrara que una persona merece morir, no existe ningún ser humano capacitado para despojar de su humanidad a otro. Se requeriría un superhombre o un dios. De ahí que siempre que un argentino condenó a otro a morir, apeló a una idea “superior”, como la Patria, el Pueblo o los Valores Occidentales.

–El pasado 16 de abril, la Corte Suprema de Estados Unidos desestimó las protestas de dos condenados de Kentucky y declaró que las ejecuciones con “inyección letal” son “constitucionales”. ¿Condenaremos aquí a muerte en el futuro?

–Desde el punto de vista legal, proponer aquí ese castigo es inconstitucional. Hemos suscripto pactos internacionales que lo prohíben firmemente. Es más, un purista hasta podría calificar su promoción como apología del delito. Todo eso no debe tranquilizarnos demasiado. Tras recorrer Fusilados, queda claro que hay sectores del Estado y partes de la opinión pública que periódicamente buscan actualizar este horror abierta o veladamente.

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Julio Sierra encontró que a lo largo de la historia se intentó “destruir” al adversario.
Imagen: Alfredo Srur
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