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Martes, 17 de noviembre de 2009

CINE › EL DIRECTOR ALEMáN ES OBJETO DE UNA RETROSPECTIVA EN TESALóNICA

La verdad extática de Werner Herzog

Desde el primer corto hasta el último largo del creador de Fitzcarraldo pueden verse en el Thessaloniki International Film Festival.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Tesalónica

Una parte importante de las actividades del Thessaloniki International Film Festival, que durante esta edición cumple medio siglo de vida, se lleva a cabo en el antiguo y elegante Teatro Olympion, sobre la plaza Aristotelous, donde la figura en mármol del filósofo –a pesar de tener delante de sus ojos un local de Starbucks y otro de TGI Friday– no puede sino invitar a pensar. Pero el verdadero centro neurálgico del festival está no muy lejos de allí, en los viejos muelles del puerto, que han sido reacondicionados para albergar los Museos del Cine y la Fotografía, el mercado para profesionales y cuatro salas de última generación, que miran al eterno Mar Egeo. Y si la plaza de Aristóteles sugiere idealmente la reflexión, la visión de los barcos de carga, los ferries y las gaviotas incitan a la aventura, a la imaginación. Y qué mejor para ello que la inmensa retrospectiva Werner Herzog que alberga este año Tesalónica, que va desde su primer cortometraje, Herakles (1962), hasta sus más flamantes largos, Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans, protagonizado por Nicolas Cage, y My Son, My Son, What Have Ye Done, producido por David Lynch, ambos estrenos de éste un par de meses atrás, en los festivales de Venecia y Toronto (y de los cuales Página/12 ya dio cuenta en su momento).

Se diría que, pasando por los desiertos africanos, las selvas de la Amazonia, las alturas sagradas del Tíbet y hasta en la ladera de un volcán en erupción, en la isla Guadalupe, el espacio urbano le es completamente ajeno a Herzog, que sale siempre en busca de paisajes que dan la impresión de existir solamente en su afiebrada imaginación. El mérito de esta exhaustiva retrospectiva está en volver a poner en valor no tanto aquellos films que no lo necesitan –porque ya forman parte de la historia del cine, como Aguirre, la ira de Dios o Fitzcarraldo– sino en exhumar una enorme cantidad de materiales que Herzog ha registrado por todo el mundo, muchas veces en las condiciones más extremas y al margen de la eventual explotación comercial que pudieran tener esos films.

Unas cuantas de esas producciones anómalas llegaron alguna vez a la Argentina a través del Instituto Goethe –como La soufrière o El éxtasis del tallador en madera Steiner, que durante generaciones alimentaron las funciones de los cineclubes porteños–, pero lo notable de esta retrospectiva es que permite comprobar cuánto queda todavía por descubrir debajo de la punta del iceberg. Aquí también se confirma que cuando ficción y documental todavía parecían compartimientos estancos, el cine de Herzog ya era capaz de incorporar la dimensión onírica a la realidad, como sucedía en la hipnótica Fata Morgana (1970).

Por ejemplo, en Ecos de un imperio sombrío (1990), Herzog mismo inicia la película leyendo una carta del periodista sudafricano Michael Goldsmith, en la que refiere una pesadilla recurrente, una playa literalmente infestada por unos enormes cangrejos rojos, y Herzog la encuentra y la filma, con estos cangrejos llegando incluso a interponerse en la vía de un ferrocarril. No extrañará después que la historia que cuenta Goldsmith sobre el delirante dictador africano Jean-Bedel Bokassa, que se creía heredero de los faraones egipcios y sucesor de Napoleón, parezca otro sueño, otra pesadilla. Los datos, por supuesto, son reales: el hombre existió, fue un mercenario formado por Francia que llegó a nombrarse a sí mismo emperador del Africa central y que se comía, literalmente, a sus adversarios políticos. Pero la manera que tiene Herzog de abordar ese material no tiene nada que ver con el reportaje o la mera información. Las ceremonias rituales de ese emperador investido de cetro, corona y capa, que parecen las imágenes de un horrible espejo deformante de la ridícula realeza europea, sugieren un mundo que está más allá del de la prosaica realidad de las noticias: hablan de una locura muy profunda y a la vez muy humana.

En el mediometraje Futuro discapacitado (1971), Herzog les pregunta con qué sueñan por las noches a niños que han nacido sin brazos ni pies, de la misma manera que en País de silencio y oscuridad, de ese mismo año, intenta comunicarse con aquellos ciegos y sordos de nacimiento. ¿Cuál es el mundo interior? ¿De qué materia están hechos los sueños? ¿Por qué en Pastores del sol (1989), por ejemplo, los Wodaabe, una tribu nómade del desierto del Sahara, discriminada por los pueblos vecinos, se consideran los hombres y mujeres más bellos del mundo? Sus máscaras teatrales y sus ojos desorbitados parecen expresar una conciencia distinta a todo lo conocido, sugieren una enajenación acaso feliz. Por el contrario, los niños de Balada del pequeño soldado (1984), pertenecientes a la tribu Misquito, en Nicaragua, que en aquel momento, armados por Somoza, peleaban a los 9 o 10 años contra el ejército sandinista, dan la impresión de haber perdido para siempre la capacidad de soñar. En todo caso, materializan una pesadilla que un asistente de Herzog, a cámara, recuerda también haber vivido cuando en la última resistencia de Berlín, hacia 1945, a los 14 años los nazis le pusieron un pesado fusil en sus manos. El cine “documental” de Herzog está más allá de los hechos, los lugares y las fechas: es un cine muy físico, porque el director ha luchado lo indecible por llegar hasta ahí y eso queda plasmado en la película, pero habla de un paisaje profundo, que está mucho más allá de la superficie de las cosas. Lo que el propio Herzog llama “la verdad extática”.

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En Balada del pequeño soldado, Herzog filmó a los niños indígenas a los que Somoza obligó a luchar.
 
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