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Lunes, 13 de febrero de 2006

CINE › “A PRAIRIE HOME COMPANION”, LO NUEVO DE ROBERT ALTMAN EN BERLIN

La nostalgia de un viejo rebelde

Lejos de su conocido espíritu corrosivo, Altman presentó en competencia, en la Berlinale, una película que retrata con calidez el ambiente y los personajes de la música country.

Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín


Un viejo teatro de provincia se prepara para la última función. En la sala, algunos pocos fieles siguen en las sombras los incipientes movimientos en el escenario. Pero la audiencia no está mayoritariamente allí, sino “en el éter”, a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos: es la despedida de A Prairie Home Companion, que supo ser uno de los programas de radio más populares del país, con su invocación a la música country y al espíritu de los pioneros. Esa atmósfera íntima y melancólica es la elegida por Robert Altman para su nueva película, con la que a los 80 años se presentó ayer en la competencia de la Berlinale.

La edad parece haber limado bastante las garras del viejo león. Si en Nashville (1975), uno de sus films más celebrados, se había permitido una mirada vitriólica sobre el mundo de la música country, sus estrellas y sus mitos, aquí en A Prairie Home Companion –el film lleva el título del programa de radio, que sigue existiendo en la realidad– se permite en cambio una aproximación más cálida y comprensiva hacia ese ambiente y sus personajes. A diferencia de su cine anterior, que se caracterizaba por un espíritu corrosivo, hay mucho de nostalgia en la nueva película de Altman y eso quizás se deba a que se trata de un proyecto realizado junto a Garrison Keillor, creador y protagonista del show, que aquí no resigna ese lugar en el centro de la escena.

Para acompañarlo, Altman lo rodeó de un buen número de famosos, empezando por Meryl Streep, que también llegó a Berlín en representación del film. Junto a Lily Tomlin (sobreviviente del elenco de Nashville), Streep compone un dúo de intérpretes de viejas canciones rancheras, que compite amablemente con una pareja masculina, integrada por Woody Harrelson y John C. Reilly, suerte de cowboys con guitarras. El empresario insensible dispuesto a cancelar el contrato del programa es Tommy Lee Jones, y Kevin Kline compone un anacrónico detective privado estilo Philip Marlowe, que ronda por el teatro en busca de una femme fatale (Virginia Madsen), más bien un ángel guardián de impermeable blanco, escapado quizás de Las alas del deseo, de Wim Wenders. En verdad, todo es bastante anacrónico en el nuevo film de Altman. Ni siquiera la estructura coral, tan consustancial a su cine, tiene aquí un brillo o un relieve particular, opacada por una sucesión de canciones y chistes que seguramente harán las delicias de los oyentes del Medio Oeste norteamericano, pero que no lograron seducir a la platea del Berlinale Palast.

Muy distinto fue el caso de otro maverick del cine estadounidense, Terrence Malick, el gran director de Badlands, Días de gloria y La delgada línea roja, que trajo fuera de concurso The New World. Madurado durante años –Malick es quizás el único director norteamericano que, a la manera de Kubrick, se sigue reivindicando como “artista”, lo que le ha valido filmar apenas cuatro largometrajes en tres décadas–, este nuevo mundo es su personalísima versión de uno de los mitos de origen de los Estados Unidos: el encuentro del explorador británico John Smith con la joven aborigen Pocahontas, hacia 1607. Suerte de Tristán e Isolda americana, la historia de ese mutuo descubrimiento, de características trágicas, es visto por Malick como un inexorable choque de culturas, que dejará huellas (y heridas) profundas en ambas.

A la manera de un panteísta (siempre lo fue), Malick se preocupa por percibir la realidad en todos sus sentidos y las entidades cambiantes de la naturaleza, para después darle a su historia una dimensión casi mística. A diferencia de la concepción de Werner Herzog en Aguirre o Fitzcarraldo, que veía a la naturaleza como un enemigo a someter, y de Francis Coppola en Apocalypse Now!, donde la selva vietnamita era el corazón de las tinieblas, Malick ve a esa tierra virgen –Virginia se llamaría luego esa región a la que llegó John Smith– como la veía el poeta Walt Whitman: como un canto a la libertad y a una espiritualidad libre de dogmas y preceptos. La comunión con todos los seres, la vida agreste y el trabajo duro prometen un lugar donde todo es posible. Pero el germen de la tragedia se encuentra en ese mutuo descubrimiento, que se convertirá en conquista.

Que Malick logre transmitir todas estas ideas casi sin palabras, apelando a los recursos más genuinos del cine –la puesta en escena, el montaje, el sonido–, es algo infrecuente, de un lirismo casi radical en una producción de más de 30 millones de dólares. El irlandés Colin Farrell puede resultar quizás una elección poco afortunada para el personaje de John Smith, y hay que sobreponerse a su estigma de estrella. Pero la joven debutante Q’Orianka Kilcher, como Pocahontas, se convierte en una revelación que toma a la película por asalto, un poco como lo hizo la película toda con la Berlinale.

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Meryl Streep, estrella de un film ganado por la melancolía.
 
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