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Viernes, 6 de julio de 2012

CINE › EL GRAN RIO, DE RUBEN PLATANEO, CON DAVID DODAS BANGOURA, ALIAS BLACK DOH

¿Refugiado político o rapero africano-rosarino?

 Por Horacio Bernades

Es digna de un film de aventuras la historia de David Dodas Bangoura. Nacido en Guinea, desde pequeño el muchacho intentó fugar reiteradamente de su país como polizonte, fracasando en varios intentos sucesivos, que lo llevaron y trajeron a/desde los destinos más exóticos. Una vez logró llegar hasta Uruguay, pero lo agarraron y lo mandaron de vuelta a su país. Lejos de amilanarse, David volvió a intentarlo. Llegó hasta París en un barco chino y más tarde pasó por Ucrania, de allí viajó a Siberia y finalmente recaló en Egipto. En ambas ocasiones volvió a ser deportado, hasta que un último intento tuvo éxito, desembarcando de un barco vietnamita en el puerto rosarino de San Lorenzo. Pidió asilo como refugiado político (aunque hasta un legajo de Tribunales desmiente que el muchacho tenga el menor interés en la política) y lo obtuvo. Desde ese momento, mediados de la década pasada, David vive en Rosario, donde cuando puede pinta casas y mientras tanto graba el que deberá ser su primer disco. Ah, sí, porque lo que a David siempre le gustó fue cantar. Cantar rap. Rap africano, bajo su nombre artístico, Black Doh.

Escrito y dirigido por el realizador rosarino Rubén Plataneo, en una primera instancia El gran río (título que no alude precisamente al Paraná, claro, sino a las aguas que separan la tierra natal de David de la de adopción) registra, sin pretensiones totalizadoras, los trabajos y los días del protagonista (baggys, remera, bonitos dreadlocks rubios) en Rosario. David busca trabajo y una pensión donde parar, se junta con amigos locales, come un asadito, se encuentra con un compatriota que desde que perdió la cabeza duerme en la calle, charla con una chica canadiense con la que empieza a salir, entra a grabar en un estudio y rapea. Lindos raps los de David o Black Doh, que cuenta en ellos lo que le pasa o le pasó, mezclando indiscriminadamente el castellano, el francés (lengua colonial) y el soussou, idioma de su país. “No sos mi padre, rescatá un poco...”, frena a un amigo que se estaba poniendo pesado con los consejos, así como más tarde le pedirá a otro que deje de chamuyar, echándolo finalmente con un “tomatelás...”. Casi diez años de estadía dejan su huella, y a esta altura David es tan guineano como rosarino.

En una acertada decisión narrativa, Plataneo narra toda esa primera parte como si se tratara de la ilustración en imágenes de la carta que (se supone) David envía a su madre y que de a ratos se deja oír en off. En un corte violento, tanto en sentido geográfico como narrativo, la segunda parte transcurre en la ciudad natal de David. Allí el equipo de rodaje dialoga con la mamá y hermanos del protagonista, aprovechando para registrar las oposiciones que van de la aldea con cabras y casas de adobe a la gran ciudad a la que fue a parar el muchacho, del otro lado del gran río. Más allá de algún detalle simpático (“sacate esas dreadlocks, que no son de hombre”, regaña mamá en otra “carta” en off), ese viaje al origen tiene menos interés (ni qué hablar de dramatismo) que los relatos de David como polizonte internacional –que incluyen la muerte de un compañero y casi un mes encerrado en la bodega de un barco, sin comida ni bebida– o la propia cotidianeidad rosarina, cuando la amabilidad y simpatía del protagonista hacen del espectador un amigo más.

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