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Jueves, 31 de octubre de 2013

CINE › ALEJO MOGUILLANSKY HABLA DE EL LORO Y EL CISNE, SU NUEVA PELICULA

“El relato es un ida y vuelta constante”

El director señala que su film navega entre dos registros, desde su origen documental hasta las búsquedas ficcionales.

 Por Ezequiel Boetti

No conforme con la contribución para hacer de la delimitación entre lo documental y lo ficticio una discusión perimida, el cine argentino independiente va por más, apropiándose de sus costuras y ampliándolas a la pantalla grande. Concibe así un dispositivo asentado en los mecanismos de un relato imaginado aunque nutrido de lo real. Allí está, entonces, El Loro, no sólo protagonista absoluto de El loro y el cisne, opus tres –segundo en soledad– de Alejo Moguillansky, que se verá desde hoy en la sala Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530) y desde el 8 de noviembre los viernes, sino también su sonidista. Y como tal, va de acá para allá, invisibilizado por la caña del micrófono y los equipos técnicos que carga sobre su abdomen, siempre atento a las órdenes del director del documental sobre el mundillo de la danza clásica y contemporánea vernácula para el que trabaja. El quiebre –narrativo antes que formal– ocurrirá cuando el amor lo sorprenda corporizado en la bailarina del grupo Krapp, Luciana Acuña. Bailarina que, para acentuar aún más la retroalimentación entre dramaturgia y verdad, es la mujer de Moguillansky.

Fue justamente ella la encargada de despertarle curiosidad al realizador contándole, casi como al pasar, los pormenores de los preparativos de una nueva obra, Adonde van los muertos. En ese momento, él supo que quería filmar al grupo, pero no cómo. “No quería registrar pedagógicamente un proceso de ensayo. Recién después pensé en mostrarlos a ellos como artistas, trabajando. Un retrato muy íntimo y casi antropológico”, recuerda. Moguillansky llegó a la pequeña sala de ensayos en Chacarita, empuño su cámara y apuntó la lente a los Krapp en plena acción, pero se percató de que la soledad no se conciliaba con su idea: necesitaba un sonidista. Ahí pensó, Eureka, en El Loro. “Cuando vino se generó una especie de contaminación mutua que estuvo buena. Por un lado, se me cruzó por la cabeza que no tenía sentido esconder la instancia documental; no me convencía esa transparencia. Entonces empecé a permitirle al Loro –o más bien a forzarlo– que pusiera los equipos dentro del cuadro. Progresivamente fui distanciándome de la faceta más cercana del primer momento y empecé a incluirlo más a él, siempre tratando de conservar la intimidad que ya había generado con el grupo. Pero empezó a gustarme como personaje; era mucho más interesante El Loro que todo lo que transcurría a su alrededor”, explica el director de Castro.

–En ese sentido, la película se apropia de ese proceso, ya que va de un registro observacional a otro ficticio, con El Loro como protagonista.

–Sí, todo ese proceso está en la película. Incluso decidimos mostrar otros grupos después de filmar a los Krapp, porque sino el mundo era demasiado estrecho y excéntrico. Le faltaba un anclaje a lo real más fuerte, un contexto un poco más genérico, y ahí nació lo otro. El Loro no podía ser el adorno de un ballet, entonces le construimos un personaje de verdad.

–¿La historia romántica con Luciana surge en ese momento?

–Sí, complemente. Fue un poco por comodidad y otro por vagancia, porque Luciana era la persona más a mano que tenía y también la más atinada para filmar de la manera e-namorada que requería la película. Me gustaba que El Loro fuera un personaje enamoradizo. En ese momento, él estaba en una crisis sentimental y tomamos un poco de eso. En ese sentido, creo que la película es muy orgánica y amable con lo real. Me parece que buena parte de los desvíos se dan porque se trata de un relato muy atento a eso.

–Usted habla de una atención a lo real, pero a medida que avanza la película se acentúa lo ficcional.

–Sí, es cierto que en un momento la película casi que se desocupa de su origen documental para ir a lo ficcional, pero para mí es un ida y vuelta constante. El relato se organiza en base a entrevistas a sus personajes, y esas entrevistas tienen lugar en la parte documental y también en la ficcional. Nunca se abandona eso. Yo diría que va de una cosa más general a algo particular relacionado, si se quiere, con el género o el amor en sí mismo. Pero los mecanismos del “documental antropológico” de ballet son los mismos que de esa parte final, más allá de que se concentren en dos personajes.

–¿Qué vio en El Loro para darle el protagónico?

–Muchas cosas. Para mí lo más atractivo es que tiene un mundo interior gigante; es un tipo muy leído, cultísimo, riguroso y con una sensibilidad muy a flor de piel. Me gustaba que ese personaje estuviera ahí, caña en mano, ocupándose del sonido de la película. Es casi un Quijote opuesto que en lugar de salir a representarse, hace todo lo contrario. Me atraía el contraste entre un personaje que supuestamente está desapareciendo y por dentro le pasan setenta cosas por minuto.

–En el film trabajan también su mujer y su hija, Cleo. ¿Buscó que ésta sea su película más personal?

–Luciana quedó embarazada no bien empezamos a filmar y en ese momento nos preguntamos si suspendíamos el rodaje o le dábamos para adelante. La primera opción era muy inorgánica, más si se trataba de una película que se alimentaba constantemente de lo real. Era muy raro decirle no a eso. También era interesante en sí mismo ver qué le pasaba a una bailarina cuando se embarazaba. Para mí, lo más interesante de la película es la voluntad de retratar artistas en un estado particular, y a esa altura el embarazo no podía no formar parte de eso.

–La película tiene una mirada irónica sobre el cine, encarnada sobre todo en ese productor norteamericano que no tiene plata ni siquiera para un café. ¿Eso fue algo buscado?

–Sí. Cuando decidimos que El Loro fuera el protagonista había que crearle un equipo, entonces pensamos en un productor y un director como mínimo. Y para eso jugó mucho la experiencia personal. Varias veces me vi en trabajos así y me ha tocado cruzarme con personajes americanos de esas características. Me divertía eso y también la idea muy real de que el tipo venga y se lleve un documental por dos pesos. Desde ya que es un personaje irónico que parece sacado de una comedia, pero tiene basamentos reales. En un momento hablan de un par de documentales en puerta, uno sobre la recuperación de un tipo que hace snowboard después de un accidente y otro sobre dos hermanas gemelas, una con cáncer y otra no. Esas ideas las escuché en un laboratorio y sinceramente no podía creer el nivel de abyección extremo. No hay mucha dramaturgia en ese aspecto. El norteamericano encarnaba muy bien el rol de un productor de documentales que se venden en Miami y no les interesan a nadie y en los cuales he trabajado y seguiré haciéndolo.

–Varias críticas publicadas durante el Bafici definen a El loro y el cisne como una película sobre la danza, sobre el cine y también una comedia romántica. ¿Está de acuerdo con el planteamiento de esas tres líneas?

–Sí. Entiendo eso en términos de superficie, pero para mí la película sobre la danza y el cine es la misma porque las miradas artísticas y políticas de esas disciplinas son iguales. Como si por un momento la película pudiera descubrirse a sí misma con un punto de vista similar en dos disciplinas completamente distintas, lo que finalmente se traduce en una única política sobre el arte. Comedia romántica es un término medio raro, así que prefiero pensarla como un retrato del amor en el presente, aunque concedo que hay ciertos dispositivos que tienen ver con eso, pero son vehículos narrativos.

–Tanto aquí como en Castro se percibe una particular atención por el movimiento de los cuerpos. ¿Qué le interesa?

–Acá es mucho más evidente ese interés. Varias veces me hicieron la comparación y me obligaron a pensar la relación, y creo que Castro es una película coreografiada y planificada, casi como una partitura. Acá es todo lo contrario. A El loro y el cisne le es ajena la idea de destino, porque pega unos volantazos enormes. En ese sentido, el cuerpo tiene una función e interés distintos. En Castro, cuerpo y cámara miraban para el mismo lado. Acá no, la cámara filma cuerpos bailando y se interesa por ellos desde una perspectiva más antropológica, casi de la misma manera en la que podría ver a un artesano trabajando o a un obrero en una fábrica. Es un interés más distanciado e incluso más humanista.

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El film de Moguillansky se verá desde hoy en la sala Lugones y a partir del 8 de noviembre en el Malba.
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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