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Miércoles, 26 de noviembre de 2014

CINE › FILMS DE PEDRO COSTA, JOSé CAMPUSANO Y RAúL PERRONE EN EL FESTIVAL DE MAR DEL PLATA

Tres nombres de peso en las competencias

Cavalo Dinheiro, quinto opus del portugués, es un largo poema romántico, oscuro y doliente. El director quilmeño, en tanto, no logra que en El Perro Molina sus méritos trasciendan a sus debilidades. Y el cineasta de Ituzaingó logra una rareza de a ratos hipnótica.

 Por Horacio Bernades

Desde Mar del Plata

Tres nombres de peso en las distintas competencias oficiales de Mar del Plata. La Competencia Internacional presenta Cavalo Dinheiro, la nueva del portugués Pedro Costa, que con films como No quarto da Vanda (2000) y Juventude em marcha (2006) se consolidó como uno de los autores esenciales del cine contemporáneo, y que viene de obtener en la última edición de Locarno el premio a la Mejor Dirección por su nuevo film. En la misma competencia tiene lugar el estreno internacional de El Perro Molina, con la cual el quilmeño José Celestino Campusano supera el record obtenido por Lisandro Alonso en Cannes. Como el autor de Jauja en el festival de la Costa Azul, desde Vil romance (2008) en adelante, Campusano presentó en el de la Costa Atlántica todos sus largos, sin excepción y uno tras otro. Con la diferencia de que mientras los de Alonso son cuatro, con El Perro Molina Campusano lo supera ahora por uno. La de Pedro Costa no es la única película proveniente de Locarno que desembarca por estos días en Mar del Plata. Otro tanto sucede con Favula, la nueva del más que prolífico Raúl Perrone, que es parte de la Competencia Latinoamericana.

En Cavalo Dinheiro reaparece Ventura, protagonista de Juventude Em Marcha y uno de los carentes migrantes de Cabo Verde sobre los que Costa viene haciendo foco desde Ossos (1997). Desde ese film en más, Costa fue virando suave pero resueltamente, de cierto realismo sucio a un despojamiento escenográfico y dramático y una abstracción, que alcanzan su consumación en Cavalo Dinheiro. El opus cinco en el largometraje del realizador lisboeta ya no transcurre en Fontainhas, paupérrimo barrio de inmigrantes en donde sucedían sus tres films previos, sino en... la mente, el espíritu y sobre todo la memoria del viejo Ventura. No se trata de que Cavalo Dinheiro sea un film de ensoñaciones explícitas (salvo una escena notoria), porque Costa todavía mantiene una ligazón con el mundo físico que lo lleva a representar ese interior de Ventura en un emplazamiento concreto, aunque no necesariamente “real”. Se trata de un edificio semiabandonado en el que la película transcurre enteramente, como de costumbre en la semioscuridad, y que tanto puede representar un hospital como una oficina pública en la que alguna vez trabajó el protagonista, quien en ocasiones se desplaza en pijama y, en otras, con ropa de calle.

Ventura perdió todo: su empleo en la construcción (está demasiado viejo para seguir trabajando), casa, salud, esposa, familia y amigos. Algunos de éstos se presentan de modo fantasmal (pero de cuerpo presente, claro) y el hombre dialoga con ellos como quien se interna en el laberinto esquivo de la memoria, donde es posible creer que uno tiene 19 años, se habla a través de teléfonos rotos desde hace tiempo o se participa de aquella Revolución de los Claveles que en los años ’70 hizo soñar a todo un pueblo con que la utopía estaba cerca. Está claro que lo otro que perdió Ventura –cuyo apellido rima con locura– es la salud mental, mientras sus manos tiemblan sin parar. En manos de otro director, Cavalo Dinheiro pudo ser un show de miserabilismo, ruina, decadencia y morbidez. En las de Costa y gracias a esa fotografía como de ensueño, a los planos largos y meditabundos, a la empatía con una caída que tal vez sea la de un sueño de dimensiones nacionales, es un largo poema romántico, oscuro y doliente.

Tras la proyección de El Perro Molina, coronada con aplausos, los palmoteos y ovaciones se continuaron en la colmada conferencia de prensa posterior, tanto arriba (donde el realizador se presentó en compañía de buena parte del elenco) como abajo del escenario, donde tres cuartas partes del público que había llenado la sala del Auditorium permaneció atornillada a sus butacas. Allí, José Celestino Campusano volvió a plantear los axiomas de una política del cine popular que no cree en populismos, pero sí en un combate contra el cine hegemónico. Antes de que a nadie se le ocurriera hacer cualquier sugerencia al respecto, el autor de Vikingo (2009), Fango (2009) y Fantasmas de la ruta (2013, aún inédita en salas) negó de plano toda relación con el cine de género estadounidense, reiterando que el suyo no se basa en referencias culturales o cinematográficas sino en hechos reales, experimentados por el mismo o gente de la comunidad.

Sin embargo, El Perro Molina trabaja sobre tópicos y en escenarios muy propios del policial hardboiled y el western: el regreso a casa de un antihéroe mítico, el conflicto entre el deseo de abandonar la vida violenta y un pedido que lo lleva a retomarla, las viejas amistades y enemistades del que regresa, la oposición entre la ética de los dinosaurios del delito y los pibes que no reconocen ninguna ética, el escenario campestre aportado por la localidad de Marcos Paz. Sin cuyo aporte “el film hubiera sido imposible”, según señaló Campusano. El Perro Molina trabaja dos líneas paralelas, que terminan convergiendo. Por un lado, el regreso de prisión del protagonista y el pedido, por parte de una anciana, de cobrar venganza sobre un clan que recuerda a los Clanton de Pasión de los fuertes (John Ford, 1946); por otro lado, la peculiar decisión de la joven y muy atractiva esposa de un comisario golpeador, también como forma de venganza: hacer la calle, yendo a parar a un prostíbulo de las afueras y siendo, claro, perseguida por su marido. Con una estética que por más pulida le hace perder rugosidad e impronta “sucia”, en El Perro Molina reaparecen las debilidades del cine de Campusano (diálogos sentenciosos, recitados por actores amateurs), no trascendidas esta vez por sus méritos: la calle, el conocimiento del mundo que retrata, las irrupciones inesperadas, el arrollador vigor narrativo.

La vasta obra de Raúl Perrone es como un laboratorio, en el que cada película representa un experimento nuevo. Favula es sin duda el más raro y radical, singular y rupturista de ellos. Enmarcado en la corriente de recuperación del cine mudo presidida internacionalmente por los nombres de Miguel Gomes, Raya Martin y Apichatpong Weerasethakul, el nuevo opus del cineasta de Ituzaingó es como si Perrone “interviniera” los mundos mudos de F. W. Murnau y Joseph Von Sternberg. Del primero, el culto a la naiveté y la oposición entre jóvenes sacrificiales y un perverso universo adulto; del segundo, el desaforado artificio de decorados y el culto maníaco del efecto fotográfico. Tres jóvenes huérfanos, adoptados por un matrimonio que los explota, terminarán rebelándose tras la venta y vejación de la más inocente de ellos. Todo sucede en dos decorados: una ruinosa casita y una selva exuberante, enteramente reconstruida en estudio, como una maqueta bien visible. La imagen es barroca, sobrecargada, eventual y deliberadamente kitsch. El blanco y negro es prístino, los efectos incluyen sobreimpresiones a granel y reparto estudiadísimo de luces y sombras, el film es (casi) enteramente mudo. Salvo unos graciosos diálogos con cintas pasadas al revés y su respectivo subtitulado. Una rareza que de a ratos se torna hipnótica.

* Cavalo Dinheiro se verá por última vez hoy a las 16.30, en el Auditorium. El Perro Molina, a las 14, en la misma sala. Favula, a las 17.30 en el Cinema 1.

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Favula es el más raro y radical, singular y rupturista de los experimentos de Perrone.
 
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