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Viernes, 12 de junio de 2015

CINE › CHRISTOPHER LEE FALLECIO EL DOMINGO PASADO A LOS 93 AÑOS EN UN HOSPITAL DE CHELSEA, EN LONDRES

Adiós al legendario villano de la pantalla grande

El actor apareció en más de 250 películas en las que les dio vida a los malos más recordados de la historia del cine. Drácula fue su personaje más repetido, pero también fue la criatura de Frankenstein, La Momia, Rasputín y un adversario para James Bond.

 Por Luciano Monteagudo

Además de ser un notable actor, Christopher Lee poseía una voz portentosa y grabó hasta discos de heavy metal.

Quién lo hubiera dicho. Parece increíble, pero resulta que sir Christopher Lee –que con sus legendarias encarnaciones de Drácula había hecho creer que era inmortal– falleció el domingo pasado en un hospital de Chelsea, Londres, a los 93 años, debido a una complicación respiratoria. En plena era de las redes sociales, cuando las informaciones viajan a la velocidad de la luz, la noticia de su muerte, sin embargo, recién se conoció ayer, porque su viuda prefirió preservar su intimidad y avisar solamente a sus familiares más cercanos. O quizá porque eligió prolongar unos días más su leyenda.

Pero sucede que Lee no fue solamente el Drácula más popular de la historia del cine, la clásica encarnación del personaje creado por Bram Stoker, un papel que –según sus propias palabras y después de una decena de encarnaciones– terminó cansándolo y, de alguna manera, fue su propia maldición. En 67 años de carrera, Christopher Lee hizo entre 250 y 300 películas (la base de datos IMDb contabiliza 281) e interpretó la mayor galería de villanos, monstruos y malditos de la historia del cine, desde su célebre Drácula de 1958 hasta la criatura de Frankenstein pasando por La Momia, Rasputín y el temible asesino Francisco Scaramanga de 007 y el hombre con el revólver de oro, uno de los más temibles archienemigos contra los que le tocó enfrentarse a James Bond.

Durante décadas, su hogar fue el estudio Hammer, la “Casa del Terror británico”, un auténtico emblema cinéfilo, donde cultivó no sólo la más exquisita atmósfera gótica sino también su amistad con el otro gran villano de la productora, Peter Cushing. Juntos hicieron escuela y dejaron una marca indeleble no sólo en la historia del cine fantástico sino también en el imaginario popular de varias generaciones de espectadores, seducidos por esas mansiones lóbregas iluminadas apenas por candelabros, por esos pantanos neblinosos y por esas doncellas vaporosas a quienes nunca les faltaba dónde hincar los dientes.

Los más jóvenes, sin embargo, recordarán a Christopher Lee por el imponente Saruman de El Señor de los Anillos y El Hobbit que hizo para Peter Jackson, por sus apariciones en la saga de La guerra de las galaxias (como el diabólico Conde Dooku, que se batía a duelo de sables láser con el diminuto Yoda) y por las cinco películas para las cuales lo convocó Tim Burton, ya fuera poniendo sus casi dos metros de estatura al servicio del siniestro burgomaestre de La leyenda del jinete sin cabeza (1999), del lúgubre odontólogo, padre de Willy Wonka de Charlie y la fábrica de chocolate (2005) o simplemente su insondable, cavernosa voz para la animación de El cadáver de la novia (2005).

Su voz... Era decididamente inconfundible. Grave, profunda, elegante, Tanto que en sus comienzos –como él mismo lo recordaba en una entrevista que Página/12 le hizo en el Festival de Locarno apenas dos años atrás– estuvo a punto de ser cantante de ópera en vez de actor: “Fue a comienzos de los años ’50, fui a presentarme a una audición a la ópera de Estocolmo, no recuerdo bien qué fue lo que canté, pero de pronto descubrí que detrás de mí tenía a un pequeño hombrecito, que me tomó del brazo amablemente y me preguntó qué pensaba hacer con mi voz. Lo reconocí inmediatamente: era Jussi Björling, conocido por entonces como el ‘Caruso nórdico’, un tenor famosísimo, de quien ustedes sin duda nunca escucharon hablar. Bueno, el asunto es que me convocó para el día siguiente, a mí solo, sobre el escenario, para que cantara a capella: quería escuchar el sonido de mi voz desde la sala. Cuando terminé la prueba me preguntó qué hacía en ese momento. ‘Soy actor de cine, trabajo en la productora Rank, de Londres’, le dije. ‘Tonterías, usted ciertamente tiene una voz, tiene que usarla’, y me propuso quedarme en Estocolmo, para formarme como cantante. Pero por entonces yo no tenía dinero para costearme una pensión y esos estudios fuera de mi país y seguí mi carrera de actor en mi país.”

Nacido el 27 de mayo de 1922 en el distinguido barrio de Belgrave, en Londres, el joven Lee no tuvo inconvenientes en acercarse al cine, gracias a su altura y apostura. Luego de la Segunda Guerra Mundial, donde gracias a su facilidad para los idiomas sirvió como agente de inteligencia para la Royal Air Force (RAF), tuvo un pequeñísimo papel en el Hamlet (1948), de Laurence Olivier, donde también hacía sus primeras armas Peter Cushing. De allí, saltó a la incipiente televisión en vivo que por entonces experimentaba la BBC y le llevó casi una década volver al cine, esta vez convocado como protagonista, pero escondido tras la máscara de la temible criatura de La maldición de Frankenstein (1957), donde Cushing interpretaba al imprudente doctor del título. Eso fue ya para la Hammer, donde desde entonces los amigos formaron dúos memorables, como Van Hesling y Drácula en el famoso Drácula (1958) o Banning y Kharis en La momia (1959), todas creaciones de ese gran director nunca suficientemente reconocido que fue Terence Fisher.

Tanto fue el éxito del Drácula original que Lee continuó calzándose los colmillos para la Hammer durante buena parte de los años ’60 y ’70. Pero en el ínterin, la compañía nunca dejó de convocarlo para otros protagónicos, como los de El sabueso de los Baskerville (1959), El castillo de la gorgona (1964) y El rostro de Fu Manchu (1965), que dio lugar a otra interminable saga a cargo del actor. Parece insólito, pero Lee logró –gracias a su talento antes que a su maquillaje– hacer creíble que ese inglés de pura cepa pudiera ser también, al mismo tiempo, un chino a todas luces abominable. Algunos de estos Fu Manchu los hizo para el rey español del cine de clase B, Jesús Franco. “Cómo nos reíamos”, recordaba Lee. “Tenía un talento increíble, pero nunca un presupuesto decente. Así que usaba constantemente el zoom para no enseñar mucho. Con más dinero hubiera llegado más lejos.” Y Franco, en un artículo del diario El País, en 2004, le retribuyó: “Es un gran actor y lo demuestra continuamente. Su personalidad, su voz de bajo de ópera, su juego lleno de humor, son un placer para los amantes del cine”.

A su vez, con el catalán Pere Portabella, cineasta experimental y de culto que para los argentinos descubrió el Bafici 2006, Lee hizo dos películas, Umbracle (1970) y Vampir Cuadecuc (1971). “Era un hombre muy inteligente”, recordaba frente a Página/12. “Aunque debo confesar que nunca entendí sus películas. No las puedo explicar. Lo único que sé es que eran muy antifranquistas, tanto que a Portabella le quitaron el pasaporte por hacerlas. Pero recuerdo que yo también cantaba en Umbracle y que tenía una escena (no sé si habrá quedado en la versión final) con el pintor Antoni Tàpies. En fin, hay que probar de todo en la vida.”

El problema siempre fue que, más allá de sus experiencias como escritor y cantante (incluso, en los últimos años, para grupos de heavy metal), casi nunca pudo probarse fuera de los papeles de monstruo o villano, como los de Rasputín, el monje maldito (1966) o El monstruo de Londres (1970). En Hollywood, tuvo pequeñas participaciones cómicas en Locademia de policía y la sátira 1941 de Steven Spielberg, donde interpretaba a un oficial nazi. Y uno de sus últimos personajes de importancia se lo confió Martin Scorsese en La invención de Hugo Cabret (2011), donde asomaba como un adusto librero, antes de que de Tim Burton volviera a convocarlo nuevamente para sus Sombras tenebrosas (2012), junto a Johnny Depp. Lejos de estar retirado, Lee murió en plena actividad: estaba por rodar una película junto a Uma Thurman, Connie Nielsen y Lena Olin. Sin duda, nadie podrá reemplazarlo. Era único.

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