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Viernes, 14 de agosto de 2015

CINE › LA PIEL DE VENUS, DE ROMAN POLANSKI, CON EMMANUELLE SEIGNER Y MATHIEU AMALRIC

Tour de force sobre un juego de poder

La preocupación del cineasta polaco por hablar sobre el poder y la ontología creativa nunca supera la tibieza.

Estrenada en el Festival de Cannes de 2013, La piel de Venus iba a tener su demorado lanzamiento argentino el 23 de julio. Las bajas de última hora, habituales en un sistema de exhibición al borde del colapso los 365 días del año y ni hablar durante la fiebre Minion de vacaciones de invierno, terminaron empujándola al limbo de la postergación indefinida, hasta que a comienzos de esta semana la distribuidora anunció que finalmente subiría ayer a la cartelera. De esta misma forma, a última hora y cuando nadie la esperaba, llega Vanda (Emmanuelle Seigner) a la audición para el rol central de una nueva puesta de la novela La Venus de las pieles, escrita en 1870 por Leopold von Sacher-Masoch, padre etimológico del término masoquismo. Su irrupción marcará el inicio de uno de los ejercicios más deliberadamente artificiosos, extremos y autoconscientes de teatro filmado de la última década.

La escena inicial es un travelling hacia adelante que recorre la avenida de una París digital, lluviosa, inhóspita y brumosa, sobre la cual se recorta la estructura de un teatro majestuoso y tanto o más gris que el cielo. La cámara entra allí para descubrir una sala casi vacía, con Thomas (Mathieu Amalric) erigiéndose como única y espectral figura sobre el escenario. El ojo electrónico encarna la mirada de la recién llegada, pero también, por qué no, la del emblemático realizador de El bebé de Rosemary y Chinatown. Al fin y al cabo, después de aquel aparente relanzamiento que significó El escritor oculto (2010), y quizá fatigado por las vicisitudes de una industria cuyos paradigmas artísticos han mutado –y siguen haciéndolo– hasta volverla irreconocible, eligió refugiarse en películas concentradísimas en tiempo y espacio, basadas en reconocidas obras teatrales y despojadas de cualquier complejidad formal y requerimiento extravagante de producción. Tal es el caso de Un dios salvaje (sobre el texto homónimo de Yazmina Reza) y ahora ésta, basada en una obra de David Ives que actualmente tiene su versión argentina en el Paseo La Plaza (con dirección de Javier Daulte y los roles protagónicos de Carla Peterson y Juan Minujín).

La recepción del dramaturgo y flamante director teatral es tan educada como terminante: es tarde, ya no hay tiempo, que vuelva otro día, que seguramente no faltarán oportunidades. Pero el ímpetu de Vanda es innegociable y finalmente obtiene su anhelada prueba, aun cuando su aparente brutalidad cultural (“¿El título es por una canción de Lou Reed?”, pregunta) y crasitud empujen a Thomas al abismo de la duda. A partir de esa decisión, la dinámica establecida entre ellos se reduce a un juego de poder basado en la alteración constante de los roles de amo/esclavo, cuya vertiente más lúdica confluirá en otra mucha más enfermiza cuando el límite entre lo auténtico y lo fingido se esfume sin posibilidad de reconstrucción.

El problema es que la concepción del film como batalla discursiva –y el escenario del teatro como su campo– se torna evidente sobre la mitad del metraje, generando una segunda parte redundante, expositiva en sus temas y agobiante en su construcción formal, incluso cuando el director tiene la cintura suficiente para evitar el facilismo de captar la acción desde el proscenio. Hay algo muy propio del universo Polanski en la idea de lo cotidiano deformándose y oscureciéndose hasta lo irreconocible, pero tanto aquí como en Un dios salvaje se percibe una preocupación mayor por los actores, su dirección, el texto y sobre todo las connotaciones de este último –una crítica la burguesía parisina en la primera; un tratado sobre el poder y la ontología creativa aquí– que por la forma de amalgamarlos en un todo con las características propias de una disciplina imperada por la relación de tiempo, espacio y movimiento como el cine. Película-recreo para el realizador polaco, La piel de Venus queda en la tibieza de un mero tour de force para los actores y, lo que es peor, también para los espectadores.

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En el film, los personajes se embarcan en la alteración constante de los roles de amo y esclavo.
 
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