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Domingo, 3 de enero de 2016

CINE › RODRIGO DE LA SERNA PROTAGONIZA CAMINO A LA PAZ

“Es una película de vínculos, despojada, casi un relato zen”

En la película que se estrenará el próximo jueves, el actor encarna a un remisero que acepta llevar hasta el Altiplano boliviano a un anciano musulmán, con el que entabla una relación en principio conflictiva y a la larga muy profunda.

 Por Oscar Ranzani

Siempre se ha comentado en el mundillo periodístico que Rodrigo de la Serna no es muy amante de los reportajes. Pero al poco tiempo de comenzar la entrevista de Página/12, con motivo del estreno de Camino a La Paz –ópera prima de Francisco Varone, que se estrenará el próximo jueves–, cambia su semblante y por momentos hace chistes y hasta ríe con una cierta ironía. Es que el actor que les puso el cuerpo a figuras históricas y también marginales está atravesando un momento particular que lo hace sentirse pleno, lejos de la frustración que generan los tiempos de vacío laboral en cualquier persona y, en particular, en la trayectoria de un artista. Al margen del cine y el teatro que lo tendrán ocupado en el 2016, De la Serna tiene una ONG cultural (ver recuadro) donde puede canalizar su espíritu colaborativo y solidario, en tiempos en que no es tan común mostrar estas cualidades humanas. Dueño de una gran intuición a la hora de componer personajes, el hombre que lleva el segundo apellido de Ernesto “Che” Guevara es la cara visible del primer estreno argentino de 2016.

En la ficción Camino a La Paz De la Serna encarna a Sebastián, un joven fanático de Vox Dei que tiene un Peugeot 505 en estado precario. Como recién contrajo matrimonio con Jazmín (Elisa Carricajo), se las tiene que rebuscar y, entonces, decide trabajar como remisero. Entre tantas historias que surgen en ese tipo de empleo, se va generar algo que será inolvidable. Todo comienza cuando sube a su coche Jalil (Ernesto Suárez, uno de los actores y directores de teatro más prestigiosos de Mendoza), un anciano musulmán que, tras varios días de hablarse con Sebastián, le hace una propuesta inhabitual: a cambio de una buena paga, Sebastián debe llevarlo en auto desde Buenos Aires hasta La Paz, Bolivia. Medio a regañadientes, el joven acepta el desafío de conducir su auto hasta el altiplano boliviano. Durante el trayecto sucede de todo. Incluso discusiones entre ambos, porque Sebastián no soporta que Jalil almuerce adentro de su vehículo, escuche música árabe o que le pida interrumpir el recorrido para rezar. Pero poco a poco, en esta road movie el joven irá cediendo su intolerancia con alguien que es de otra cultura y aparecerán las cosas en común que tiene con su compañero de ruta. Finalmente, el recorrido tendrá un tinte liberador para ese chofer.

“El guión estaba escrito de una manera espectacular. Pero la excusa sola de viajar a La Paz filmando era algo que ya me atraía”, afirma De la Serna. “Son dos pasiones que, combinadas, se convierten en algo extraordinario. Eso me convocaba. Después, cuando empecé a leer el texto, me di cuenta de que atrás había una cabeza con una inteligencia y un conocimiento remarcables. Los diálogos están exquisitamente confeccionados con muchísimo humor y hay un arco dramático muy bien trazado. Cuando leés un guión así, te das cuenta de que atrás hay una persona que piensa y que hay un director. Esas dos cosas me hicieron soltar el sí fácilmente”, confiesa el actor.

–¿El recorrido que hace su personaje junto al anciano musulmán le produce una suerte de transformación interior?

–Por supuesto. El arco dramático que señalaba anteriormente es ése, precisamente. Al principio, vemos a un Sebastián muy limitado, muy timorato y cobarde. Es una persona que hasta sus 37 años no se movió de su entorno más íntimo. Su realidad estaba limitada al barrio, al asado con sus amigos, a su mujer, al auto que le legó su padre y a Vox Dei. Y si lo sacabas de ahí, empezaba a patalear. La vida le empieza a exigir otro tipo de cosas. Si bien toda road movie es un viaje iniciático, en este caso es en el sentido más espiritual y casi religioso de la acepción.

–¿Se demuestra que el encuentro entre dos personas tan distintas no siempre está plagado de desacuerdos?

–Claro, es una película de vínculos. Hay un vínculo muy hondo que se empieza a formar entre estos dos personajes tan distintos. Y es muy simbólico. El guión está muy bien escrito porque nunca se remarca ni se enuncia nada, pero es evidente que hay un tema muy irresuelto con su padre. Es evidente que hay una pavura casi patológica a la muerte en Sebastián, que se siente responsable por la muerte de su padre. El auto es el símbolo de ese vínculo y de ese miedo, que está muy aferrado a la materialidad que representa ese auto. Y, de alguna manera, ese viejo agonizante haciendo el último viaje de su vida con él al volante viene a resolver, a desatar y a desanudar esos conflictos. Es una película muy simple, muy pura, pero que cala muy hondo. Y me parece que todo esto que no se dice y no se enuncia es lo más importante. Está despojada. Se podría decir que es un “relato zen”.

–Es inevitable preguntarle si usted cree que es posible el diálogo entre culturas tan diferentes...

–Por supuesto que creo eso. Estoy absolutamente convencido y no me cabe la menor duda. De hecho, este país, sobre todo, es un ejemplo de eso. Conocí a los musulmanes argentinos y comen asado, hablan de fútbol... La cultura pasa por otro lado.

–Usted tuvo varios rodajes cansadores. ¿Cómo fue en este caso con el viaje a La Paz?

–Fue de los más cansadores, sin duda. Era una producción muy pequeña, muy austera, y fue un cine de “guerrilla”, de estar a la vera de la ruta durmiendo en cada pueblo donde caíamos. Dormíamos y seguíamos filmando al otro día. Estaba todo programado, pero fue muy duro. Le vino muy bien al relato también esto, porque esa sutileza del vínculo y de la emoción nos acercó mucho a los actores, al equipo. Y el relato justamente habla de eso.

–Interpretó personajes históricos como San Martín, Alberto Granado, Juan Manuel de Rosas y Jorge Bergoglio. ¿Le interesa particularmente la historia?

–Me interesa, sí. Tal vez es por eso que me dan esos roles, pero también son encarnaciones artísticas. Hice personajes de comedia más delirantes, después personajes que orillaban más la marginalidad, después personajes históricos. Ahora, por suerte, volví a algo más común, un tono de actuación más sutil y no tan expresivo.

–¿Hay diferencias a la hora de componer un personaje histórico respecto de uno que no lo es?

–Sí, sí. Un personaje histórico requiere un compromiso extra con la historia, con tu posicionamiento histórico, con un montón de cuestiones. Aparte, son personajes llamados a la polémica porque siempre hay sectores que los ven desde diferentes perspectivas. Y, en este caso, lo que me gustó de esta película fue que me trajo de vuelta a una actuación más sutil y, de alguna manera, a algo más puro.

–Hace un rato señalaba que también le tocó encarnar personajes marginales. ¿Cómo es meterse en la vida de alguien tan distinto a usted?

–¿Usted qué sabe si yo soy marginal o no? Por ahí se imaginó mal (risas).

–Meterse en la vida de alguien tan distinto es un poco la tarea del actor, ¿no?

–Es maravilloso este laburo. Te permite abordar la diversidad humana, personajes tan distintos: desde Lombardo a San Martín, o de Mozart a Sebastián en Camino a La Paz. Es maravillosa esa posibilidad de intentar aproximarse a esa diversidad humana.

–¿Prefiere componer un personaje totalmente distinto a usted o uno en el que usted pueda identificarse?

–Todo me gusta. Y siempre es uno el que lo está haciendo. No es que podés extrapolarte absolutamente como harían un chamán o un esquizofrénico. Siempre es uno el que está ahí. Lo que tenemos en común con Sebastián es que somos de la misma generación, somos contemporáneos; las escenas de esta película son manejando un auto por la ciudad o por la ruta, tomando un café o morfando en un boliche. Eso ya me acerca. No es que estoy en un limbo metafísico interpretando a Rosas en El Farmer. ¡Pero eso también es lindo hacerlo! ¡Es precioso!

–¿Cómo es el trabajo para evitar los estereotipos?

–A veces está bueno estereotipar un poco y a veces no. Depende del marco estético que presenta cada trabajo. Sobre todo, no hay que juzgar los roles con la regla moral y ética de cada uno. Hay que entender los roles como sujetos que están en marcos sociales e históricos determinados, en estéticas determinadas. A partir de ahí, se labura con libertad, pero teniendo en cuenta esas bases, esas estructuras.

–¿Cuánto de lúdico y cuánto esfuerzo tiene su trabajo?

–Es un sano equilibrio, pero es fundamental lo lúdico. Cuando no me divierto, lo paso muy mal, sufro mucho. Me hice actor justamente para seguir hinchando las pelotas (risas). Y para poder seguir divirtiéndome en mi vida adulta. Por suerte me fue bien y pude trabajar de esto. Pero es como continuar un poco la infancia.

–Usted contó que de niño participó del taller de teatro de su escuela. ¿Por entonces soñaba con ser actor?

–No, nunca soñé con ser actor. Sí me daba cuenta de que estaba como soñando despierto porque la pasaba muy bien en ese taller. Era una alegría muy honda, profunda, y expandía mi sentir y mi percepción. Era más brillante y más vívida la vida mientras actuaba. Y también las horas posteriores. Fue algo de lo que me di cuenta de chico y me empezó a suceder. Naturalmente empecé a ser actor y sin darme cuenta ya estaba laburando.

–Usted tiene 39 años y el taller lo realizó a los 12. Sin embargo, lo tiene muy presente...

–Sí, no me lo olvido más. Una adaptación de Decir sí, de Griselda Gambaro. Había 400 o 500 personas en lo que fue el cine Los Angeles. La escuela alquiló el lugar para el evento de fin de año e hicimos la puesta ahí. No me lo olvido más.

–Si bien su carrera en televisión comenzó con la serie Cibersix, ¿la bisagra fue Okupas?

–Fue una bisagra importante, mi primer protagónico. La primera vez que tenía un personaje más dramático, si se quiere. Y lo que significó Okupas a nivel artístico... Está mal que lo diga porque yo participé, pero es a prueba de balas. Creo que tiene sesenta o setenta años de vida. Está muy bien hecho. La pluma de Bruno Stagnaro, la subdirección, los actores sociales que participaron. Es una obra maestra lo que hizo Bruno.

–¿Qué le sugiere que fue un producto de la televisión estatal?

–Eso fue lo mejor y fue maravilloso. Le daba un marco interesante. Además, no hubiese podido hacerse en otro canal. Ningún otro canal hubiese producido algo así en ese momento. Después sí, porque funcionó, pero en ese momento había una vanguardia que solamente un canal del Estado lo podría haber realizado.

–Si bien Okupas es del 2000, ¿cómo analiza la televisión pública de todo el proceso que vino después, con el kirchnerismo?

–Ha avanzado notablemente. El trabajo que hizo Tristán Bauer en la Televisión Pública fue maravilloso. Hubo un cambio hipernotable. Okupas fue como una islita que sucedió ahí junto a Diego Capusotto y Fabio Alberti con Todo por dos pesos en la época de la Alianza. Pero el verdadero cambio de contenidos, artístico y de compromiso con la calidad televisiva empezó con Bauer.

–¿Le genera incertidumbre cómo será la televisión pública del macrismo?

–Por supuesto. ¿A quién no? Sí, sí, me genera interrogantes y muchas expectativas.

–¿Expectativas?

–Sí, las expectativas pueden ser buenas o malas. Vamos a ver. Ojalá haya una continuidad con respecto al compromiso con lo artístico y lo histórico que mostró el laburo que hizo Tristán.

–En relación al cine, su primera película fue El mismo amor, la misma lluvia, de Juan José Campanella. ¿El gran salto fue Diarios de motocicleta?

–Absolutamente. Fue una experiencia con infinitas resonancias e implicancias. No hay manera de abarcar todo lo que significó para mí a nivel expansivo y de concepción de un montón de cosas. Es una película que pertenece a otra mística del cine, una cosa más ligada al siglo XX, ese equipo trashumante viajando por los distintos pueblos de un territorio vastísimo: desde el sur de Chile hasta el Amazonas peruano. Era una película de época... ¡y de qué época, además, con qué personajes como protagonistas! Y está todo lo que sucedió después de filmar. Hay recuerdos imborrables: al sur de Temuco, a unos 60 kilómetros, nos invitó una comunidad mapuche y una noche comimos un cordero a la luz de las estrellas. Era luna nueva. Había bastante vino corriendo (risas). Y nos regalaron una obra de teatro en el idioma de ellos. Son cosas mágicas que me hicieron llorar. Después, las alfombras rojas, el delirio del otro lado del mundo, el Festival de Cannes, Estados Unidos... En Inglaterra me nominaron al Bafta como mejor actor y estuve ahí. Fueron cosas impensadas.

–¿Admira al Che como familiar lejano o como hombre de ideas?

–Sobre todo, como hombre de ideas y por el compromiso que él tuvo. Y aparte llevar el apellido que él tenía es un orgullo extra.

–¿Qué importancia tiene el teatro en su vida actoral en relación al cine y la TV?

–Vengo de ahí. Mi actor nació en el teatro, en las tablas de Capital y provincia. Después, empecé a hacer televisión y cine. Y ahora hace cinco años que no paro de hacer teatro. Uno crece y aprende mucho en el teatro. La verdadera batalla del actor está ahí. O por lo menos, la batalla más interesante y profunda. Es lo más esencial que tenemos.

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“La verdadera batalla del actor está en el teatro, o por lo menos la batalla más interesante y profunda.”
Imagen: Pablo Piovano
 
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