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Jueves, 7 de enero de 2016

CINE › EL PRECIO DE UN HOMBRE, SEXTO OPUS DE STEPHANE BRIZE

Realismo llevado al extremo

En este film ganador de dos premios en Cannes, el realizador francés narra la búsqueda de empleo de un hombre para mostrar como motivo de fondo las relaciones entre éste y su entorno. Y esto incluye políticas laborales y vigilancia y castigo.

 Por Horacio Bernades

En tanto su motivo de fondo son las relaciones entre hombre y entorno, es lógico que lo que se conoce como realismo cinematográfico tome la forma de un exhaustivo encadenamiento de diálogos, discusiones, negociaciones y transacciones entre ambos protagonistas (el entorno adquiere en esta vertiente el rango de personaje). Recuérdense las películas de los hermanos Dardenne, Entre los muros, de Laurent Cantet, o la célebre secuencia de la asamblea política de Tierra y libertad, y se tendrán a mano ejemplos paradigmáticos. Opus 6 del realizador y guionista francés Stéphane Brizé, El precio de un hombre –doblemente premiada en Cannes y parte de la Competencia Oficial del Festival de Mar del Plata– lleva esa condición al extremo. Hasta el punto de que en ella, las escenas que no son de diálogos o discusiones literales pueden entenderse como aquellas en que el protagonista negocia, transa o pulsea consigo mismo.

Otra característica del realismo en cine es el comenzar las escenas, terminarlas a veces, con el recurso que se conoce como in media res: en medio de la acción. John Cassavetes lo hacía en nueve de cada diez casos, y en los Dardenne su uso también es frecuente. El precio de un hombre –título como de western de Anthony Mann o Budd Boetticher, para un original que suena cuasi marxista: La loi du marché– empieza in media res, y tal vez la abrupta decisión final hubiera multiplicado su efecto, de haber echado mano también allí a esa figura de estilo. Actor favorito del realizador (recordar las previas Une affaire d’amour y Algunas horas de primavera), el robusto Vincent Lindon, en el papel del trabajador manual Thierry Thaugourdeau, discute con un funcionario de la oficina de empleos, por un curso que le hicieron hacer al cuete durante cuatro meses, después de perder su puesto fabril por reducción de personal. Brizé, que no es amante de los chiches formales, narra toda la escena con la máxima economía de planos, recurriendo al más elemental de los dispositivos cinematográficos: la alternancia entre plano y contraplano. Pero en este caso no se trata de planos frontales sino sesgados. Exacta correspondencia visual del modo en que el realizador y coguionista aborda personajes y situaciones.

Lo que cuenta El precio de un hombre es básicamente la busca de nuevo empleo por parte de Taugourdeau. En paralelo, muestra el cuadro familiar, dominado por la figura de un hijo discapacitado, cuyo próximo ingreso a la facultad es para los padres “prioridad absoluta”, tal como señala Thierry en algún momento. Brizé alterna escenas de larga exposición con bruscas elipsis. Las primeras sirven para registrar la materialidad del entorno y el modo en que el héroe se relaciona con él. A partir del momento en que finalmente consigue empleo –uno no calificado, como personal de vigilancia en un supermercado–, una serie de escenas funciona como paulatina corrosión moral para el protagonista, a quien cada vez le cuesta más soportar la serie de interrogatorios de los que se ve obligado a participar. Todos ellos motivados por robos o infracciones menores, que la celosa vigilancia empresaria sobredimensiona sin excepción.

Frente a esas escenas largamente sostenidas en el tiempo y el espacio están aquellas que, por lo contrario, retacean información, obligando al espectador a completar la línea de puntos. El tiempo y los obstáculos en la busca de un nuevo empleo, básicamente: Thierry ya no es un pibe y la oferta no sobra. De mayor relieve son, sin embargo, otras dos elipsis. Una es la referencia, dada como al descuido, a la política de reducción de personal determinada por la patronal. Lo cual da otro sentido a la obsesión policíaca con que la empresa persigue a los pequeños transgresores, entre quienes se incluye a compañeros de tareas del protagonista. Vigilancia y castigo internos. La otra gran elipsis es el modo en que se comunica una situación trágica, cuyo efecto sorpresa representa un último giro del espiral.

Con actuaciones tan sobrias como el realismo suele requerir (para que se mantenga la proporción entre hombre y entorno, el tono actoral debe quedar subsumido en el tono general), Vincent Lindon, cuyo tipo da a la perfección lo que se pide, está inmejorable en el protagónico. Una de las dos Palmas de Cannes fue para él. Otra solicitud implícita del realismo bien entendido es que tampoco la música ande embelleciendo, subrayando o ilustrando las escenas. Extremo, nuevamente, el caso de El precio de un hombre, que la reserva apenas para los títulos finales.

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En El precio de un hombre, un obrero fabril pierde su trabajo por reducción de personal.
 
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