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Miércoles, 14 de septiembre de 2005

CINE › TORONTO, EL ESCENARIO DONDE SE PREPARA LA BATALLA DEL OSCAR

Reviviendo a Truman Capote

Con una sólida interpretación de Philip Seymour Hoffman, el film del debutante Bennett Miller se concentra en los seis años en los que Capote escribió su obra cumbre, A sangre fría.

 Por LUCIANO MONTEAGUDO
Desde Toronto

“Battle of the Blondes!” titula desde la tapa, en cuerpo catástrofe, el National Post. La batalla a la que se refiere el periódico canadiense, como si se tratara de un tema de relevancia internacional, es la que libraron ayer por la atención de los medios dos de las rubias más cotizadas del Hollywood de hoy, Gywneth Paltrow y Charlize Theron. Desde hace ya varios años, el Festival de Toronto se convirtió en el trampolín preferido de los grandes estudios estadounidenses para lanzar sus películas con aspiraciones al Oscar. Y Paltrow y Theron van en esa dirección.
En 1999, Gywneth ya se llevó una estatuilla a casa por Shakespeare apasionado, bajo la dirección de John Madden. Y ahora, guiada de nuevo por Madden, está dispuesta a que aquel éxito se repita con La prueba, versión de la obra teatral de David Auburn, donde interpreta a la sufrida hija de un matemático (Anthony Hopkins), enfrentado a la locura y la muerte. Para no ser menos, en su nueva película, North Country, Charlize también desciende a las profundidades, aunque más no sea a las de una mina de carbón de Minnesota, donde carga pico y pala a la par de los hombres. La película dirigida por el neocelandés Niki Caro (Jinete de ballenas) se ocupa del caso real de la primera mujer que, en 1984, ganó un juicio por abuso sexual en los Estados Unidos. Los ataques sexuales ya le valieron a Theron su primer Oscar el año pasado, por Monster, y ahora parece dispuesta a continuar con ese redituable martirio con tal de acaparar una nueva estatuilla. En la cosmogonía de Hollywood, Theron vendría a ser la nueva working class woman, en la línea de Sally Field en Norma Rae o Julia Roberts en Erin Brockovich, otras mujeres que lucharon por sus derechos y se ganaron la simpatía de los socios de la Academia y sus correspondientes premios.
Sin tanto despliegue publicitario, también llegó a Toronto una película que puede llegar a convertirse en la “tapada” del Oscar en la próxima ceremonia. Se trata de Capote, que contra lo que sugiere su título no es una biopic sobre el célebre autor de Desayuno en Tiffany, sino el retrato de un momento crucial en su vida, cuando en noviembre de 1959 leyó en el New York Times la noticia de un brutal asesinato de una familia rural en Kansas, que sería el disparador de su obra más famosa, A sangre fría, publicada en 1966. La película dirigida por el debutante Bennett Miller explora esos seis años en la vida de Truman Capote que no sólo lo llevaron a crear el concepto de “non-fiction novel”, revolucionario en la literatura y el periodismo. En ese período, sugiere el film, Capote también debió enfrentarse con una serie de dilemas morales, en la medida en que para escribir ese texto consagratorio se entrevistó repetidamente con los asesinos y llegó a establecer incluso un grado de confianza y hasta amistad con uno de ellos, Perry Smith, de quien presenció su ejecución en la horca. Una ejecución que significó también la posibilidad de darle un final a su libro, que hasta entonces estaba inconcluso.
La película, que se anticipó en unos meses a otro proyecto en curso sobre la vida de Capote (¿se avecina un nuevo Truman Show?), tiene un guión muy cuidado, basado en la biografía definitiva de Gerald Clarke, y la dirección de Miller –con experiencia en el campo del documental– es siempre serena y respetuosa de los tiempos del espectador. Pero considerando que Capote fue una figura mediática como pocas en el firmamento literario estadounidense y un auténtico divo de la vida social neoyorquina de los años ’50 y ’60, la producción toda dependía de quién asumiera la responsabilidad de calzarse semejante personaje. El desafío corre por cuenta de Philip Seymour Hoffman, en su primer protagónico absoluto, después de infinidad de papeles secundarios (en Magnolia, El talentoso señor Ripley, Happiness y Casi famosos, por citar apenas algunas de sus muchas participaciones de los últimos años). Y contra todo prejuicio, debe reconocerse que Hoffman logra una composición –de eso se trata, finalmente– sobria, medida, que dentro de lo posible, atempera incluso los famosos manierismos homosexuales de Capote para intentar descubrir la otra cara del escritor.
Entre los salones literarios de Manhattan y la penitenciaría de Kansas, el actor y el film todo se preocupan por establecer las diferencias entre personaje y persona, entre la hipnótica figura pública que supo ser Capote y el introvertido solitario capaz de compenetrarse con ese episodio de la crónica roja y transfigurarlo en una tragedia americana. Una tragedia que también fue la suya, como sugiere el film, que recuerda que después del esfuerzo que le significó A sangre fría, Capote nunca pudo terminar otra novela. Sus plegarias fueron atendidas: alcanzó la cumbre, y tuvo que pagar por eso.

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Philip Seymour Hoffman logra una composición sobria, medida, del escritor.
 
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