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Sábado, 19 de diciembre de 2009

PLASTICA › MILO LOCKETT, EL ARTISTA DETRáS DEL PARQUE NAVIDEñO RECICLADO

Ecología, solidaridad y participación

El pintor chaqueño diseñó junto a la arquitecta Milagros Pérez la instalación hecha con tetra brik en la plaza Naciones Unidas, donde hoy y mañana habrá talleres de arte con envases para niños.

 Por Facundo Gari

“Another brik in the wall” no suena represivo. Menos cuando se ve que el muro que Milo Lockett levantó en la plaza Naciones Unidas (Av. Figueroa Alcorta y Austria), entre árboles de Navidad y totems con varicela (¿sincretismo?), apenas supera el metro de altura y está armado con ladrillos de colores. Todo, como se cantó, fue hecho a puro briks: Tetra briks –que es el nombre comercial impuesto por ontonomasia– recolectados y reciclados por la Fundación Tetra Pack, que le dan un aire teen pop a la tradicional celebración cristiana. “Con la arquitecta Milagros Pérez, quien diseñó el Parque Navideño Reciclado conmigo, quisimos que los chicos intervinieran las cajitas, que las pintaran para completar el arbolito para la Nochebuena”, explica una de las facetas “colaborativas” del proyecto el artista chaqueño, que hoy y mañana de 16 a 19 realizará el último Taller de Arte con Envases para niños a la vera de la “Floralis genérica”, de Eduardo Catalano. Con entrada libre y gratuita, luego de las témperas, los pequeños podrán tomarse fotografías con el Papá Noel de turno.

El otro pie de la movida tiene dos dedos: por un lado, el mismo reciclado, el “mensaje ecológico”; por el otro, “el aporte a la comunidad”. Es que durante la inauguración, hace diez días, fueron subastados un mural y doce piezas realizadas por Lockett, cuya recaudación irá a la caja para la construcción de la Casa Garrahan Chaco, de la que él es padrino. Por si eso fuera poco, cada envase entregado para la creación del parque será canjeado por Tetra Pack por un litro de leche larga vida: hechos ya los cálculos, diez mil se distribuirán entre ese nuevo Garrahan, la Fundación PUPI (de Javier Zanetti) y varios comedores porteños.

Pero, ¿quién es este pintor solidario? ¿Un recién lanzado que pretende ganar el cariño del público pintando cajitas de vino? No, de hecho es un artista reconocido, revelación del ArteBA 06 y uno de los que más obras vendieron durante la edición siguiente. ¡Ah, ya está, se le aparecieron los fantasmas de la Navidad, dejó el egoísmo y se volvió humanitario! Tampoco: su participación y hasta la generación de ideas de “acciones de arte social” data del mismo momento en que decidió vivir de su pincel, circa 2001. ¿Y en qué otras actividades se encuentra involucrado? Por ejemplo, en su provincia natal trabaja con los indígenas whichí y pilagás y en un proyecto llamado “La gira interminable” junto a chicos con síndrome de Down, con quienes pinta murales y musicaliza las calles al ritmo de la murga Conciencia, “una banda ecológica”, aclara. “Plantamos árboles al paso. Cuando vamos a una villa, recuperamos espacios públicos, ampliamos los márgenes. Es un proyecto que no voy a terminar nunca; por eso se llama así. Y el colegio de estos chicos es Los Girasoles, así que cerraba por todos lados”, se ríe en la charla con Página/12.

“Siempre planteo un trabajo social –dice Lockett–. A mí la vida me regaló todo, soy una persona afortunada. Nací en Resistencia –que no es Manhattan, pero es la ciudad que me tocó y quiero–, en una familia de clase media con mucha conciencia social. Mi entorno me cultivó para colaborar, lo tengo de chico, no me surgió de grande. Mi mamá crió chicos de la calle y viví miles de situaciones cotidianas que me marcaron. Mi familia fue la última en tener televisor color en el barrio, aunque mi papá era gerente de una multinacional. Y no teníamos teléfono, pero sí biblioteca.”

El cómo llegó desde Resistencia a convertirse en un pintor reconocido en Buenos Aires es lo que falta aclarar y, también, lo más sabroso de su historia, que bien podría arrancar con el trillado aunque aún mágico “había una vez”. “En 2001, trabajaba en la industria textil. Tenía tres locales de ropa y una fábrica de remeras. Ya pintaba, pero la idea era laburar hasta cierta edad y después dedicarme al arte. En ese entonces, tenía el sueño de ser industrial, de dar trabajo, tudu bem, tudo legal. Entonces, aposté. Y me fundí mal –rememora ahora risueño–. El país se caía a pedazos, todos se retiraban y yo apostaba, con el corazón en la fabricación. ¡Un loco! Mi frase era ‘me hundo con el barco’. Hasta que me levanté una mañana y me dije: ‘No trabajo más, a la mierda. Quiero pintar el resto de mi vida’.” Y eso fue lo que hizo, luego de contratar a un abogado y una contadora para que le solucionaran las liquidaciones de los locales y las indemnizaciones de sus empleados. “Cuando les expliqué, me miraron con cara de ‘éste piró’. Fue un cambio de un día para otro. Al toque, hice una muestra en un centro cultural y recibí mucho afecto. Había puesto precios simbólicos a mis obras, porque me lo exigían, y se vendió todo esa noche.”

–¿Sus ex empleados fueron a comprarle, afectuosos?

–No tuve ningún juicio, indemnicé a toda mi gente. De hecho, cuando cerré, me querían ayudar. “Está estresado, se pasó de vueltas”, habrán pensado. Nadie entendía, ni mi vieja. La única que me acompañó fue mi esposa, Estela. Fue un cambio brusco, porque ya tenía una familia, una casa... Perdí todo lo que había construido en cuatro o cinco años de mucho trabajo y sacrificios. No era heredero, no tenía espalda y atajaba penales todos los días. Cuando la fábrica quebró, no me dio tiempo ni para escuchar el último tema del Titanic. Recuerdo que al otro día me levanté, me senté en la cama y le dije a mi mujer que no iba a trabajar más, que iba a pintar.

Aunque lo tilden de autodidacta, para entonces ya había realizado talleres en Bellas Artes y siempre le gustó dibujar. Bueno, no siempre. “De chico, tuve una etapa en la que no hice nada, porque me cargaban. Era líder en los equipos de rugby y básquet, y me decían maricón. Me inhibieron tanto que dejé de dibujar”, lamenta. Seis años tardó en sobreponerse: “Empecé otra vez y fue una etapa muy linda. Iba a los bares y ganaba minitas haciendo dibujitos en servilletas. Y todos andaban en moto y yo en bicicleta, así que la robaba de romántico”, vuelve a bromear. “Empecé a pintar art brut, pero con el tiempo me tiré hacia un arte primario muy directo”, se define. La “cuestión social” lo sedujo de entrada, aunque, a diferencia de su agenda actual, en ese entonces le “sobraba tiempo”. Su primera experiencia fue con chicos de escuelas chaqueñas. “Los llevaba de una a pintar un mural en otra. Los colegios ponían la pintura, así que de cada cuatro, pintaba el mural en alguno muy pobre, que no tuviera plata para comprar la suya. Fue una experiencia muy linda”, se repite, cabizbajo. “La sensación que siempre tengo es que voy para dar y me vuelvo con la bolsa cargada, aprendo más de lo que pretendo enseñar.”

–¿Su carrera profesional y sus intervenciones benéficas son esferas separadas?

–Trato de no separarlo, de que ruede todo junto. No hago caridad, lucho contra ella todos los días. Viene por el lado del ejemplo, de construir desde el imposible. A través de la mirada de un artista, se puede poner en evidencia una parte que generalmente no se ve.

–¿Y cree que ése es un deber de todos los productores de arte?

–No, porque sería muy absoluto. Está bueno que existan varias clases de artista. Me interesa el arte social, pero no por eso todos tienen que tener bajada de línea. Me divierte la gente pop a la que no le importa nada y la respeto de la misma manera que al tipo que se mata en la villa trabajando con pibes. En eso tengo una mirada amplia.

–¿Cuál es la finalidad de sus “acciones”?

–Aprendí que no hay que tener pretensiones. Una acción es muy válida porque modifica la vida de una persona, aunque sea medio día. Intento que salga de su realidad, que juegue, pinte, se divierta. Es interesante notar que, a la mitad del cuadro, pregunta cuándo voy a volver. Porque uno no es de ahí, es medio Papá Noel o un maestro raro, piola...

–Que brinda recreos extra.

–¡Claro! Vamos a lugares muy pobres, extremos, donde el agua es una cosa rara y es rico quien la tiene. Si todos les diéramos recreos a todos, sería otra realidad. La experiencia me enseñó que no me voy a llevar nada del mundo, porque siempre fui rico espiritualmente y nunca necesité de lo material, aunque vivo rodeado de ello: viajo en avión, me gusta tomar cerveza, fumar y quiero que mi hija vaya a una buena escuela. Pero sé que eso es un rato en la vida. Es cierto que no podés tapar el sol con las manos, pero si hacés así (junta sus manos hacia la luz), tenés un poquito de sombra. En eso radica todo.

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Lockett fue empresario hasta que decidió dedicarse por completo al arte.
Imagen: Pablo Piovano
 
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