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Jueves, 23 de noviembre de 2006

TELEVISION › CARLOS MORENO Y OSKI GUZMAN, INOLVIDABLE DUPLA DE PERDEDORES

“Para hacer estos policías olvidamos el estereotipo”

La dupla que interpretó a los agentes Serrano y Mansilla en la serie de Damián Szifrón analiza a los últimos policías no uniformados de la ficción y revela los secretos de un par de antihéroes ajenos al humor actual, en la tradición de El Gordo y el Flaco y Jerry Lewis.

 Por Julián Gorodischer

La fórmula de la extraña pareja –se sabrá después de conocerlos– no pierde vigencia ni relevos. No es que Carlos Moreno ni Oski Guzmán, el sometedor y el sometido (o el torturador y el torturado), hayan querido sumarse a una saga de parejas con picos de comicidad en El Gordo y el Flaco, pero el par de pájaros que nació en el recién finalizado Hermanos y detectives (Telefé, en días y horarios sumamente elásticos, ver aparte) quedará en el recuerdo como la dupla de calce perfecto, precisamente encastrada, entre las que aparecieron en 2006. Lo de Moreno/Guzmán fue encarnar al policía modelo posterior a 2005, época de refundación televisivo/cinematográfica en que Mosca & Smith (Fabián Vena/Tomás Fonzi), los Sin código (Adrián Suar/Nicolás Cabré) y el par de Diego Peretti/Luis Luque (en la película Tiempo de valientes, otro producto de Damián Szifrón) cambiaron el signo del uniformado: se lo vería de allí en más desentendido del referente real, con un look retro que no se consigue ni en el Mercado de Pulgas, como galán seductor o antihéroe simpático afecto a las bromas por fuera del lenguaje marcial, o con el espíritu fresco de las duplas estadounidenses de los ’70 y ’80 desde Chips o Starsky & Hutch.

“Un improvisador, frente al abismo, no piensa en la posibilidad de caer, sino en la probabilidad de volar”, dejó asentado a modo de manifiesto Oski Guzmán ante el estreno de Impro, su obra de 2005. Lo que se vio en la TV lo avala: la relación de Serrano (Moreno)/Guzmán (Mansilla) recreó una picaresca inspirada en el gag físico. Casi siempre una torpeza involuntaria o una picardía malintencionada de Mansilla provocaron una daño irreparable (con clímax en el incendio de su camioneta después de prometerle que, a su cuidado, quedaría en buenas manos) al patrimonio de origen dudoso de Serrano. La criatura nerviosa y problemática de Moreno (dinero sucio/agresiones a su amante Marcelita (María Marull)/engaños a la esposa/sospechas de pertenecer a una mafia de jerarcas) combinó la liviandad del personaje pintoresco de típico chanta criollo con la densidad del policía corrupto.

Cuando Carlos Moreno conoció a Rodrigo Noya, estaba hastiado de los niños actores a quienes había entrenado como coach de los Cebollitas: recordaba el caso aterrador del niño empastillado por su madre para hacerlo rendir más en ese programa de Telefé, pero pronto se corrió del prejuicio enfrentado al talento. Rodriguito –que desplegó ingenio en la saga y emoción en el último capítulo de Hermanos...– fomenta en los adultos el recuerdo de la infancia de sus hijos, a la que recuerdan como similar a la del genio. “Mi hijo (el director de cine Rodrigo Moreno), cuando era chiquito, hacía lo mismo”, dice entusiasta, comparando prodigios. “Hacía programas de radio y a los 3 escribía historias con un atlas en las que decía que cruzó el río Kiev y llegó al poblado tal...; a los 4 sabía que sería vendedor de planchas o director de cine...” Al improvisador profesional Oski Guzmán le impresionó la espontaneidad del chico. “Y su naturalidad para decir textos complejos”, sigue. “El solía hacer complicidad conmigo señalando que el hermano (Rodrigo de la Serna) estaba equivocado.”

Si la gracia de Mosca & Smith era el aspecto vintage, y la popularidad de Sin código era hacer del policía un bufón con “todas las de perder”, el impacto de la brigada de Montero, Serrano y Mansilla fue describir algunos de los rasgos del imaginario crítico en torno de policías (choreo de equipos de música en allanamientos, vagancia, corrupción de altas esferas) inserto en la trama de acción y suspenso más propia del detective privado. Colisionaron dos mundos: la decadencia de la comisaría con salitas sin oxígeno y transas con la sofisticación del caso complejo importado del policial negro norteamericano. Si bien el punto de fusión fue Monterito (Noya), Moreno y Guzmán aportaron lo propio para condensar lo mejor de cada tradición. “Serrano no era el más corrupto –corrige Carlos Moreno–; no se explicitó que estaba en la mafia. Acá se planteó un sistema policial ortodoxo en el cual nadie quiere que cambie nada, y la recuperación del romanticismo gracias al niño. Yo tuve que hacer una pirueta para denigrar a Oski, porque me enternece mucho.” Oski Guzmán hizo esfuerzos para revertir la corriente de simpatía: la quema de la 4x4, la puteada continua sin saber que el otro estaba escuchando, el acoso falsamente hiperservicial fueron moneda corriente. “La última escena no la podíamos hacer”, recuerda. “Yo le decía, cuando Serrano estaba internado, que le iba a limpiar la colita, que lo iba a llevar a pasear. Y se escuchaba a Szifrón riendo...”

–¿Cuál fue la novedad de este retrato de policías?

O. G.: –Fue la humanización del policía. Mosca & Smith se pasaban al lado del grotesco; eran perdedores pero a la vez cancheros en el estilo de Jim Carrey, opuesto al de Jerry Lewis. Mi personaje se hace querer. ¿Cómo se puede querer a un policía? Por sus rasgos humanos. Sólo si uno se identifica con lo que le pasa, o con lo que no le pasa, puede entenderlo. Y Mansilla no tenía afecto, ni familia, ni futuro. Era ajeno a todo ejercicio de poder.

C. M.: –Yo no tomé ningún referente policial tradicional. Independientemente de que Serrano sea policía podría haber sido político, pi-

zzero o dueño de un shopping. No hicimos ningún estereotipo; es sólo un tipo con problemas, que caga a trompadas a una piba, que tiene problemas con la mujer. Es complejo, ¡está harto!

Carlos Moreno está convencido de que en algún momento, cuando su personaje fue cadete o “cana de la calle con chaleco naranja”, creyó que las cosas serían de otro modo. Y también que, sin el niño de esta historia, el Montero de Rodrigo de la Serna hubiera devenido en otro Serrano; no habría podido escapar a las generales de la ley de una institución “que funciona de manera tradicional”. Intentó, al componerlo, ligarse a ese sentimiento traicionado, a su pasado, o a eso que Serrano habría querido ser alguna vez (más trágico que cómico). “Nuestros roles eran bien clásicos”, sigue Guzmán. “El sometido y el que somete. El humor abusó desde el principio del recurso. Por momentos, cuando me relajaba, veía que la cosa funcionaba de acuerdo a un rol y me dejaba llevar.”

Para evitar el estereotipo de la mueca agriada y el torso trabado, tan asociables al policía ficcional, Carlos Moreno apeló a su trayectoria. “Yo soy un actor con más de 50 años de trabajo, soy maestro, soy director, tengo una formación de toda la vida. El estereotipo no me interesa: todo está bien siempre y cuando tenga verdad. Serrano podría ser un político, de esos que decís este tipo debe tener cosas ocultas. Salgo de mi casa, veo televisión y ya está: el modelo de corrupción lo tenés a la vuelta de la esquina en cualquier oficio.” Oski Guzmán se conectó con el vestuario. “Ni lo pensé”, recuerda. “Me puse la campera y dije: Uh, ¡policía! Actué como tal. Pero a veces era demasiado policía y había que bajar: uno tiene preconceptos. Se me aparecía la película yanqui, que es lo que todo el mundo conoce: uno bien armado, o el patovica, o lo que ese día te parezca que es un policía. La humanización hace que uno pueda ver los rasgos sutiles de una persona, y encontrarle el mundo oculto que tiene detrás suyo.”

–Como en la película Los infiltrados –sigue Moreno–, te daba la sensación de que no se salva nadie. De hecho cuando la miniserie terminó, todavía había más canas metidos más arriba, como en la de Scorsese. El mío era un perejil. Nosotros tenemos la policía que se relaciona con los cambios del país durante los últimos 50 años.

O. G.: –Pero los valores que esta gente tenía ocultos, antes de la llegada del niño, no tenían por qué ser traicionados. Todos los tenemos: la amistad con el compañero, seguir adelante de acuerdo a la ley, la lealtad, poder detenerse a pensar, mantenerse pese a todo.

Hoy ya no se ven duplas cómicas como la de Serrano y Mansilla. Ellos fueron perdedores dignos de un tipo de humor –dice Oski Guzmán– “que no tuvo grandes relevos desde El Gordo y el Flaco o Jerry Lewis. Los últimos comediantes, en vez de tontos empezaron a ser supergenios del tipo Jim Carrey. Yo vuelvo al tierno; a mí no me odiás por tonto. Lo que pasó es que se difundió una imagen de comediante ligada al poder”. Y en el medio, claro, estuvo el niño: ese atípico genio vernáculo llamado Rodrigo Noya, encargado de redimir a los vagos y corruptos no como pastor sino como musa. Serrano/Mansilla no serían los mismos después del contacto con el prodigio, instructor vocacional que alentó a otra policía posible no desde la bajada moral o la utopía social sino apenas como el poder hipnotizante del ejercicio del método hipotético-deductivo. “Un ratoncito”, define Carlos Moreno, imaginando quizá la secuela en el college parisino para superdotados al que enviaron a Monterito. Y se queda suspendido en el recuerdo de esta historia que, en el mejor de los casos, continuará...

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“Nuestros roles eran bien clásicos, el sometido y el que somete. El humor abusó desde el principio del recurso.”
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