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Sábado, 13 de agosto de 2005

VIDEO › “JU-ON, EL GRITO”

Virtuoso ejercicio del susto japonés

El j-terror vuelve a demostrar su vigencia con la edición de la película original de la serie El grito, que hizo de Takashi Shimizu un director a seguir, luego absorbido por Hollywood.

 Por Horacio Bernades

¿Es el video argentino la casa donde habita el terror japonés? Así llevan a pensar las sucesivas ediciones de Audition, Dark Water y la serie completa The Ring, que el sello SBP reúne por estos días en una bonita caja especial de devedés. Pero la noticia no es ésa, sino el lanzamiento de Ju-On, película del año 2000 que rápidamente se convirtió en megaéxito, primero en toda Asia y más tarde en Estados Unidos. Hasta el punto de que ya tuvo su remake anglohablante, The Grudge, estrenada hace unos meses en cines argentinos con el título de El grito. Como también había sucedido con The Ring, después de la remake llega la original. Con el título de Ju-On, el grito, la edita por estos días el mismo sello, que a esta altura se va constituyendo en referente indispensable para todos los fans de lo que ha dado en llamarse j-terror. O terror japonés, para decirlo en criollo.
Quienes hayan visto The Ring o Dark Water no dejarán de advertir semejanzas al toparse con Ju-On. Como en aquéllas, también hay aquí una maldición, originada en cierta masacre familiar y manifestada en la presencia de fantasmas, que se empeñan en llevarse a los vivos del otro lado. Más que la mera repetición de una fórmula de éxito, de lo que se trata en todos los casos es de actualizar un tipo de relato que reconoce una tradición milenaria, nacida en forma oral y trasvasada más tarde a la literatura y el cine. No hay más que recordar clásicos como la Ugetsu de Kenji Mizoguchi (1951) o Kwaidan, de Masaki Kobayashi (1966), para verificar la longevidad de esta variante del cuento sobrenatural, relanzada con todo a partir del gigantesco batacazo de Ringu y sus secuelas. También Ju-On inició una serie que no parece en vías de extinguirse, con una secuela estrenada y otra por hacerlo. Todas dirigidas por Takashi Shimizu, que tuvo también a su cargo la remake hollywoodense.
La historia –ya lo saben quienes hayan visto The Grudge/El grito– es la de una casa maldita que los fantasmas de una familia entera no se resignan a abandonar, espantando, eventualmente matando de miedo, a quienes osan ingresar en ella. Todo comienza con la llegada de una visitadora social (el personaje que en la versión estadounidense quedaba a cargo de la blonda Sarah Michelle Gellar) y de allí en más lo lamentarán también un colega de la muchacha, una amiga y varios policías, todos ellos espantados con los ruidos raros y las apariciones en el piso superior. Pero si este original es igual a la remake, ¿para qué molestarse en verlo? Porque no es igual sino mejor. ¿En qué residen las diferencias? Básicamente, en aquello que constituye la apuesta más arriesgada, el aporte más innovador de Shimizu-san, autor también del guión. Y por eso mismo erradicado de la versión-Hollywood.
Muy joven (al momento de encarar esta película tenía sólo 28 años), a lo que se atreve Shimizu en Ju-On es a desestructurar la narración, descomponiéndola en una serie de sub-relatos que además –hete aquí su mayor audacia– no respetan la cronología. No, al menos, tal como la conocemos en Occidente. Tras la desafortunada visita inicial de la asistente social, el espectador se ve enfrentado con un segundo relato que sucede en la misma casa. ¿Pero protagonizado cuándo y por quiénes? Shimizu exige atención. A cambio compensa con una trama de tiempos que van hacia delante y atrás, se encadenan como una serie de anillos concéntricos y finalmente se entrelazan, en una suerte de ucronía imposible de explicar, de acuerdo con los cánones occidentales. De allí, claro, que a la hora de dirigir la remake al atrevido Takashi los ejecutivos hollywoodenses le hayan puesto como condición que alineara todo claramente y de atrás para adelante. No fuera cuestión de que los espectadores se marearan con tanto torbellino temporal.
Lo demás es un virtuoso ejercicio del susto, con Shimizu-san como maestro de ceremonias. Tan virtuoso como el que su colega Hideo Nakata impuso en Ringu y Dark Water, y que se apoya en la imagen tanto como en el sonido. La imagen opera más sobre lo anunciado y presentido que sobre lo mostrado, con un trabajo ejemplar sobre las zonas vacías del cuadro, la dilación temporal y los demorados movimientos de cámara. Pero si hay que mostrar se muestra, poniéndose los pelos bien de punta con cierta neblina oscura que se va haciendo corpórea. Como es característico en todo el j-terror, el sonido vuelve a ser elemento clave, deshaciéndose en murmullos, acoples agudísimos y, sobre todo, ese extraño tableteo que emite uno de los fantasmas, y que tal vez explique por qué los mejores sistemas sonoros no se fabrican en otra parte que no sea la tierra del Sol Naciente.

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La imagen opera más sobre lo anunciado y presentido que sobre lo mostrado.
 
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