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Sábado, 6 de noviembre de 2010

OPINIóN

Pablo Epstein camina en la noche

 Por Guillermo Saccomanno

A José Pablo Feinmann y a mí nos une una amistad desde hace años. Así que la presunción de objetividad queda, desde ya, desterrada. Lo cual, eso de la pretendida objetividad, tan parecida al esquivar una toma de partido, digo, tampoco me preocupa demasiado si uno mira a los costados y observa cómo proceden los reseñistas presuntamente asépticos de los suplementos literarios, practicantes de una pícara neutralidad que no los prive de la invitación al Malba o al próximo vernisage editorial en Palermo. Volviendo a la cuestión de la amistad: una amistad implica tanto afinidades como disensos, controversias y complementaciones, gustos parecidos y también discrepancias. De todo lo que nos une, estoy convencido, lo más fuerte es la convicción en la prepotencia de trabajo a la hora de la escritura. También, cómo eludirlo, la relación compleja con el peronismo. Hace un tiempo largo JPF me confesaba que ya no sabía si era peronista. Qué significa ser peronista hoy, se preguntaba. Lo que no implicaba declinar su pertenencia a la corriente del pensamiento nacional y popular. Por mi parte, no fui ni soy peronista. Pero cuando la derecha avanza me vienen ganas de entonarle al gorilaje los dos o tres versos que sé de la marchita.

El peronismo nos atrae como fenómeno de justicia social, pero le desconfiamos a su burocracia sindical, a los punteros de la rosca, a los rasgos soberbios y comportamientos mafiosos. No obstante, el peronismo ha sido y es una marca de clase en la historia argentina. Por algo habrá sido que aportó la mayor cantidad de víctimas de la clase trabajadora desde 1955. Y el peronismo es, como no podía ser de otra forma, el objeto del ensayo más ambicioso de JPF sobre el tema: ensayo de filosofía política, ensayo narrativo, ensayo blasfemo, ensayo cuestionador, ensayo confesional. Impresiona, debe causar envidia a sus detractores que JPF, quizás en menos de dos años, haya publicado dos librazos excepcionales: La filosofía y el barro de la historia, más que la summa de sus clases, una clase summa de pasión por el pensamiento, porque el pensamiento, según JPF, es pasión, como lo es también su estudio, análisis y relato del peronismo en su segundo ensayo, el que ahora tengo entre manos: Filosofía política de una persistencia argentina (lo ha subtitulado como si hiciera falta).

Quiero señalar algunos detalles. En su aluvional ensayo (imposible no usar un término como “aluvional” cuando uno se refiere a una expresión conectada con el peronismo), JPF incorpora en la solapa una foto de su libreta universitaria, la foto de cuando era estudiante de filosofía. Creo que no hay azar ni capricho en la forma en que un autor se presenta en sociedad. Qué busca probar JPF con esa foto de juventud. Un origen intelectual, la carrera de filosofía en la UBA. Qué se lee en esa foto. Una prueba, un testimonio, pero más una respuesta a la institución académica que, en democracia, lo eludió durante largo tiempo. Entonces esa foto de libreta universitaria viene a completar, como si hiciera falta, una autobiografía intelectual. En La filosofía y el barro de la historia, se prologa aclarando: “Doy clases desde los 23 años, cuando dicté en la UBA, en la calle Independencia, en 1966, la materia Antropología Filosófica. Se me puede decir novelista, guionista de cine, politólogo. Pero me alegro y me conmuevo cuando me dicen, sin más, profesor de filosofía”. Porque la filosofía, tal cual la entiende JPF, tal cual la enseña –y enseñar es transmitir un saber, compartirlo– tiene sentido, acorde con la formulación de Marx, si cambia la historia. En este aspecto, su pensamiento filosófico se ha volcado con pasión (y emplearé otra vez la palabra pasión, porque es ajustada, connatural de su pensamiento), se ha volcado JPF, digo, con pasión, a filosofar una vez más sobre el peronismo.

Henry-Marie Beyle, más conocido como Stendhal, autor de La Cartuja de Parma, de Rojo y negro, escribió a lo largo de su vida sobre Napoleón. En sus viajes, en los recreos de su galanteo diplomático, al costado de sus amores desafortunados y de sus novelas que retrataban incisivas la ambición, el romántico heroicismo de una juventud que pierde la inocencia en combate, la ambición de la trepada social, siempre, Stendhal encontraba un tiempo para escribir sobre Napoleón. Escribió un primer esbozo de biografía y más tarde unas memorias. La compilación de esta escritura a lo largo de años supera las quinientas páginas. Con sus dotes de estilista, Stendhal escribió sobre Napoleón en tono de crónica, de novela y de tratado político. Conocedor de las clases de su tiempo y de los ámbitos del poder, describió complots, miserias cortesanas y republicanas, intrigas, crímenes, masacres. Su relato de los pormenores del golpe de estado del 18 Brumario es antológica. Napoleón se convirtió en su obsesión. Y su escritura manifiesta una persistencia –empleo este término afín a JPF– que nos arrastra apenas abrimos su Napoleón en cualquier página. “Escribo la historia de Napoleón para responder un libelo”, empieza Stendhal. Y sigue. Y sigue. Y no para. Su ensayo, de pronto, nos damos cuenta, no es sólo sobre Napoleón. En todo caso, Napoleón es el detonante de un proyecto mayor, una mirada social totalizadora. En esa misma época Hegel, el autor de Filosofía de la Historia, anotó: “Vi al emperador, esa alma del mundo, cruzando las calles de la ciudad. Es un prodigioso sentimiento el de ver a semejante individuo que, concentrado en un punto, sentado en un caballo, se extiende sobre el mundo y lo domina”.

Si Napoleón es objeto de la fascinación de Hegel, pensemos, por carácter transitivo, en Perón como la figura central que hegemoniza la preocupación filosófica de JPF, lector veterano de Hegel. Pero atención, Perón es apenas, como Napoleón en Stendhal, un detonador. Más le preocupa a JPF el peronismo, y como en Stendhal con respecto a Napoleón, hay un instante en que tanto Napoleón como Perón quedan de lado porque son más interesantes y reveladoras sus proyecciones en una sociedad. En estos últimos días alterné la lectura de Stendhal con la de JPF y su ensayo sobre el peronismo. Una vez más constaté la potencia, el nervio, la sagacidad, la mente abierta dispuesta a establecer tanto asociaciones y rizomas con respecto a tal o cual hecho, el pase brusco del tono ensayístico al panfleto (y alguna vez habrá que reivindicar este género de la calentura, tanto más expresivo que la prosa almidonada de los analistas políticos, llámense como se llamen, me refiero a los editorialistas chupamedias del poder de La Nación, Perfil y Clarín), y sigo, JPF pasa del panfleto a la reflexión filosófica y, cuando menos se lo espera, gesto inaudito en lo que se espera de un tratado, ingresa en la ficción y también, mediante la autobiografía, en la confesión. Si su prosa es una prosa en llamas, puede obliterar, en consecuencia, una lectura aséptica. Es que a veces la forma más iluminadora de comprender la Historia es desde la historia individual. Por esta elección de escritura, JPF provoca. Y abre discusión.

Quiero decir: si se discute con JPF, esa discusión enriquece. Como lector, siempre pienso que los libros que más nos transforman son aquellos que nos cuestionan, que nos empujan a la discusión. Y nos comprometen. Quizás éste sea el rasgo más reseñable, el del mejor JPF.

Y entonces me acuerdo del joven Pablo Epstein, el protagonista de La astucia de la razón. En la noche cordobesa, en ese tiempo previo al Cordobazo, Pablo participa en una reunión en la que discuten el dirigente obrero René Salamanca y el ideólogo militante del peronismo John William Cooke. Si no recuerdo mal, el planteo leninista de Cooke es que la revolución pasa por el peronismo. Esa noche, después del encuentro clandestino, tímido, Pablo camina detrás de Cooke por las calles de una ciudad oscura. No se anima a abordarlo. La admiración se lo impide. Lo sigue. Pablo sigue los pasos de Cooke. Quizás ignora que está caminando hacia la escritura de la historia. Ignora que escribirá, siguiendo a Cooke, que “el peronismo es más que todos los sujetos que han desarrollado su praxis en él. Es, digámoslo desde ahora, más que Perón”. El joven Pablo Epstein ignora esta noche que la pasión lo impulsará a la escritura pagana de este libro. Dejemos a Pablo, con sus tribulaciones y sueños, seguir su camino en la noche. No sabe lo que viene, no puede saberlo porque no ha llegado aún la hora de la revolución traicionada y su tiempo de masacre. Podrá saberlo cuando le toque padecer ese desgarramiento. Y lo recordará, sin duda, cuando se sumerja en la lectura de este ensayo cuyo autor es su alter ego en la realidad.

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