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Miércoles, 7 de marzo de 2012

MUSICA › OPINIóN

El muro de los lamentos

 Por Fernando D’Addario

Es curioso que el mismo músico que bajó al llano las ilusiones galácticas del primer Pink Floyd haya llevado su crítica humanística a niveles tan colosales que le han hecho perder, precisamente, su dimensión terrenal. Roger Waters hizo brotar de sus entrañas, hace más de treinta años, el monstruo sobrenatural que venía alimentando sus pesadillas crónicas; desde entonces no ha hecho más que reproducir mecánicamente, casi como un autómata, la puesta en escena de sus dolores más íntimos. Lo que, en definitiva, no deja de ser la versión expresionista de la esencia más pura del rock business. La universalización taquillera de un trauma.

Ocurre, claro, que las proyecciones individuales de ese trauma son infinitas. Este cronista sintió, a los 15 años, que The Wall condensaba todas sus angustias adolescentes, principalmente las vinculadas con la opresión del “mundo adulto”. El rock asumía, por entonces, obligaciones terapéuticas muy beneficiosas. Era, por así decirlo, un “genérico”: cada cual le agregaba el packaging que le correspondía, según su dolencia. The Wall servía para todos: los que querían romper el cordón umbilical con los padres; los pacifistas; los cruzados contra la sociedad del espectáculo; los críticos del mercantilismo deshumanizador. Era, en todos los casos, un remedio libertario. Vaya paradoja: Waters –un hombre que siempre se pronunció públicamente a favor de las buenas causas– había concebido la idea del disco obsesionado con la necesidad de trazar una pared imaginaria que lo separara de sus fans (había sufrido un incidente en Canadá) y del resto de la banda. No soñaba con derribar el muro sino con levantar uno bien grande, que le diera alivio a su misantropía. Por suerte, millones de fans en todo el mundo interpretaron cosas muy distintas. Erigieron a Pink Floyd –para quien escribe esto, la mejor banda de rock de todos los tiempos– en emblema de la conciencia sensible, en una herramienta del alma para enfrentar la intolerancia cotidiana. Habrá que agradecerle eternamente a Roger por el destino anárquico de su desliz reaccionario.

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