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Jueves, 11 de febrero de 2016

LITERATURA › OPINIóN

Relato de una despedida

 Por Javier Cófreces *

Mi última visita a San Juan, una semana antes de la muerte del genial poeta de 95 años, fue de lo más conmovedor que me sucedió en la vida. Desde los primeros días del corriente año y tras una internación de urgencia, Escudero permanecía postrado en la cama de un geriátrico de San Juan. Ana y Rosa, las hijas del poeta, amablemente accedieron a que pudiera saludar a mi amigo, todos estábamos conscientes de que podría tratarse de la despedida. Ambas mujeres me habían advertido que quizás el padre no me reconociera, que hacía días que estaba con la mente perdida y que decía incoherencias. Al llegar a su lecho, Ana le dijo: “Papi, llegó Javier...”, de inmediato el poeta abrió los ojos y me dijo “Hoooola Cófreces...”, con el mismo tono y el registro de voz que tengo grabado desde que nos conocimos hace treinta años. Tomó mi mano entre las suyas y la sostuvo todo el tiempo que duró la conversación. Me di cuenta que además de reconocerme, esperaba mi visita. En ese encuentro que duró alrededor de una hora, Escudero me dijo cosas hermosas e inolvidables que anoté ni bien llegué al hotel: “Un amigo como vos nunca me podría dejar irme solo”, “sos mi hermano en la poesía, qué afortunado soy que me acompañes y entonces aquí”, “estuviste siempre, y ahora es como siempre otras veces también...”, “muchos años que estamos juntos y no me dejás ni cuando más quieto”, “me duelen los huesos, pero hay un dolor que es de acá (se refería a su espalda), pero no es de acá”. Esas oraciones conmovedoras me resultaron poesía pura.

Rosa, al presenciar nuestra conversación, comentó: “Parece que hoy bajó una estrella para iluminarlo”. Entre ambos recordamos momentos compartidos en San Juan y en Buenos Aires y evocamos a varios amigos comunes. También pude darme el gusto de hacerlo reír, al recordarle sus antiguas y secretas andanzas. A pesar de su delicada convalecencia volví a reconocer en su rostro esa sonrisa inconfundible, entre pícara y mordaz, que siempre le obligaba a cerrar los ojos, como abochornado por el disfrute socarrón. Llegado un punto de la charla lo noté fatigado y ya apenas se entendía lo que decía con un hilo de voz. Le pregunté si quería descansar y dormir un poco y me consultó cómo estaba el clima en su ciudad. Le conté que estaba muy nublado, que se oían truenos que anunciaban una gran tormenta y que comenzaban a caer las primeras gotas. Respondió que en tal caso sería mejor quedarse dentro de la cama y dormir...

* Poeta y editor.

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