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Domingo, 18 de febrero de 2007

TELEVISION › UNA CASA EN LA QUE EL UNICO TEMA ES EL SEXO

Cuando todos los estereotipos se cruzan en el campo erótico

 Por Julián Gorodischer

Dicen que la conexión con la novela de George Orwell (1984) va quedando vieja: la desgastó la tan mentada condición alfabetizada de estos reclusos que (de tanto asistir a las funciones del reality, ver nota) habrían aprendido a posicionarse, a ser más fuertes en el juego, a tomar el control. ¿A qué están jugando? Tal vez a reforzar estereotipos, a demostrar que nada es tan gozoso como rotular, encasillar, inmovilizar sentidos. Y de pronto cada espectador deja aflorar el monstruo interior, y cada uno se descubre confirmando sus peores vicios de interpretación, sus nociones más añejas, las primeras e incuestionables, las que jamás se revisaron sobre el patovica, el gay, la modelito, el ex convicto, como si ese espacio cerrado conservador, estático, tranquilizador por lo cansino y repetitivo, fuera El Mundo.

Un mundo pretecnológico en el que ninguna herramienta es necesaria para la comunicación y el conocimiento; uno prefeminista en el que se las aporrea y excluye por infieles (Melisa) y cirujeadas (Claudia, de una patada a la tapa de la Playboy); uno premilitancia de minorías en el que el gay es pescado sistemáticamente bailando la coreo de I’m a genious in a bottle bajo la ducha y donde quiebra la cintura contra el caño. Los participantes –se dice– aprendieron a calzar cada vez mejor y más profundo en los clichés que adoramos. La sexy se prueba la tanga y el patovica la sunga, y el ex convicto muestra sus tatuajes tumberos, hasta volverse cada uno de ellos de más fácil comprensión. Porque el más asimilable será el menos votado para irse. Y, en ese plan de simplificación, llegaron al summum: pensar y actuar todo el tiempo eso, monotematizarse sexualmente en la fiesta, la ducha, la cama y la cocina (sin concreción mediante) hasta asimilarse a esos ratoneros del contact sex de las trasnoches del cable (deben haberlo visto demasiado), expulsando a la penetración de sus planes, llevando al extremo una frotación menos excitante que tediosa que no siempre es guiada por el deseo sino por la compulsión. Tal vez estén inaugurando un nuevo cuerpo televisivo reptilizado, que los mueve como boas inocuas, que –por el ocio, por el encierro, por el desplazamiento módico– les va suprimiendo la posición erguida del Homo sapiens y haciendo del roce menos una demostración de cariño que una adaptación al nuevo marco: allí no son necesarias caminatas, ni corridas. A la cinta fija del gimnasio no la utiliza nadie. Tal vez ese roce proponga solamente una estética del movimiento.

Hay ocasiones especiales (la fiesta hot del sábado pasado, por ejemplo), en que el ronroneo asexuado se convierte en una puesta en escena del cliché condicionado: Nadia se frota el caño contra las nalgas; Leandro hace avanzar su strip tease hasta el colaless; “Osito” sigue con los besos de lengua intercambiables que ya motivaron una cumbia en su honor: entonces, esta gente podría lograr que el viejo Pasolini se levante de su tumba. En Saló, el genio imaginó una distopía (en términos opuestos a la sociedad ideal) en la que el sexo perdía su voluptuosidad para transformarse en la reproducción de una dominación. En otra casa del encierro, los rehenes de Saló fueron esclavos sometidos que representaron El Mundo con el asedio a sus cuerpos. No tan distintos, pero en el extremo opuesto del arco, estos chicos y chicas eligieron entrar a la TV para habilitar el mote denigrante de la 50 pesitos (como la chimentera catalogó a la maestra jardinera). Vestidos con el atuendo S/M que les provee la producción, empachados de alcohol, esposados a otro compañero según la premisa de la semana que redobla la pretensión esclavizante, los participantes promueven la dominación del Gran Hermano: quiebran la cintura, entreabren la boca, se quedan en tanga, se frotan una vez más: se dejan. Le obedecen cariñosamente llamándolo brother o big en las antípodas del retenido por la fuerza, luchando para quedarse unos días más, como el preso que –ya liberado– contó los días para volver a encerrarse.

Si Gran Hermano es la representación de un imaginario generacional, lo que se ve no podría estar más cerca de la fiesta electrónica: el desplazamiento es circular o en vaivén en una superficie que vira de lo abierto a lo cerrado en pocos metros; los torsos van al descubierto; el toqueteo es continuo e indiscriminado, ya sea mixto o del mismo sexo; la expresión gestual es extraviada; el único tema de conversación es sobre las reglas de la atracción. La ligazón a la rave no es en ningún caso musical; no es la melodía que les gusta. Pero allí van, siempre excitados, pura imagen de cuerpos trabajados en un verano que los impulsa a una acción claramente prioritaria sobre otras: no poder parar de sudar.

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