futuro

Sábado, 5 de marzo de 2005

Que las hay...

 Por Pablo Capanna

“¿Está seguro de que sus vecinos no le están haciendo magia negra?” Eso insinuaba en medio de la noche la voz de un dudoso parapsicólogo en una radio. “¿Todavía no tiene la Agenda de las Brujas 2005?”, pregonaba al día siguiente un canal esotérico de cable. ¿A quién le estaba hablando? ¿A mis vecinos? Antaño costaba imaginar que estas situaciones serían comunes a comienzos del siglo XXI, pero hoy forman parte del folklore posmoderno. Por suerte, como hoy todo es light, la brujería y el satanismo también lo son, y viven del merchandising.
Sin embargo, en términos cuantitativos, hoy debe haber más gente que hace quinientos años que cree en las brujas. Tampoco faltan los inquisidores, pero ya no se preocupan por estas cosas: más bien las alientan, porque resultan útiles para mantenernos distraídos.
La creencia en la hechicería es tan antigua como la humanidad, pero hubo un tiempo en que llegó a dominar las mentes europeas durante más de dos siglos, desencadenando un pánico que llevó al tormento y a la hoguera a miles de personas. ¿Cómo pudo ocurrir?
La práctica y la represión de la brujería configuraron una verdadera pandemia psicótica que se abatió sobre Europa entre mediados del siglo XIII y fines del XVIII, alcanzando su fase más aguda en el XVI. Generó toda una cultura paranoica que fue capaz de trastornar a cultos e ignorantes. No sólo eso: la caza de brujas inspiró a la Inquisición española, la cual sirvió de modelo para todas las iniquidades del siglo XX, desde la Gestapo hasta Pol Pot.
Relegar estos fenómenos a la Edad Media puede ser tranquilizante, pero de hecho coincidieron con el Renacimiento y la Modernidad, cubriendo un lapso que va desde la fundación de las universidades al triunfo de la ciencia. La historia nunca fue lineal.

Los tornados sociales
Algunos entienden que estas turbulencias culturales tienen su analogía física en los sistemas caóticos, que se autoorganizan a partir de sutiles fluctuaciones de sus condiciones iniciales, crecen de un modo impredecible, y en un momento se dispersan. Un huracán tropical nace cuando se dan ciertos niveles de temperatura y presión, que atraen a vientos opuestos, y echan a rodar un torbellino que causa estragos, hasta que se disuelve.
Así sería el desarrollo de las modas, manías e histerias colectivas. También se parecen a las epidemias, que estallan cuando se da cierta conjunción de causas. La espiroqueta y el virus HIV existían desde tiempos inmemoriales, pero la sífilis irrumpió recién en el siglo XV, y el sida en la segunda mitad del XX. Por qué no lo hicieron antes o después, es una cuestión abierta.
¿Qué decir de las epidemias de locura colectiva? A veces, la conjunción de creencias latentes con críticas condiciones sociales es capaz de echar a rodar una manía que llega a doblegar hasta las mentes más lúcidas. Así ocurrió con el auge del espiritismo a fines del siglo XIX, o con chifladuras yanquis más recientes, como la fiebre de los “platos voladores” en los ‘50, el “pánico satánico” de los ‘80 y la “memoria recuperada” en los ‘90.
Quizás el caso de histeria colectiva más celebrado por los psicólogos sociales sea el del “anestesista loco”. En 1943, en Mattoon, un pueblo deIllinois, Estados Unidos, una mujer denunció que un desconocido había entrado por su ventana, le había anestesiado las piernas con un misterioso aerosol, y se había ido sin tocarla. Durante las dos semanas siguientes hubo una avalancha de denuncias similares, se formaron piquetes y grupos vecinales de autodefensa que salieron a patrullar las calles, pero la tormenta se disipó repentinamente y el agresor fantasma nunca apareció. A pesar de su efímera vida y su limitado alcance, el “anestesista” reprodujo en escala todo el proceso.

La mania epidémica
Si la creencia en la magia negra es muy antigua, también lo son la crueldad y la estupidez. Los emperadores paganos de Roma como Tiberio, Claudio y Diocleciano ya mandaban a la hoguera a los presuntos brujos.
Pese a lo que se cree, en los primeros siglos del Medioevo la brujería no fue un tema relevante y sólo hubo escasos casos de persecución. Los eclesiásticos de entonces luchaban contra las supersticiones paganas de los campesinos, que atribuían el granizo y la helada a las brujas y solían quemarlas vivas. En el año 785, el Sínodo de Paderborn se ocupó de condenar esta práctica popular como “supersticiosa”.
La ominosa hoguera judicial fue instituida en 1238 por el emperador Federico II para perseguir a los herejes. Al emperador, la brujería no lo preocupaba tanto como la herejía. Los “herejes” de entonces eran los Cátaros, que practicaban una religión totalmente ajena a la judeocristiana, y los Valdenses, que eran cristianos reformados.
Políticamente, la herejía era el peor de los delitos, porque sus adeptos desconocían tanto al Papado como al Imperio. Federico II no los condenó a la hoguera por motivos teológicos (era conocido como ateo) sino por “lesa majestad”. Los herejes eran “subversivos”.
Más tarde, después que los herejes fueron exterminados, las brujas pasaron a ser el nuevo chivo emisario, tanto para católicos como para protestantes. España, que permaneció casi al margen de la epidemia de brujería, sufrió la obsesión por la “limpieza de sangre” y la Inquisición buscó sus enemigos entre judíos y musulmanes. El rey Fernando instituyó la Inquisición para llevar a cabo su “limpieza étnica” y sujetó la Iglesia a su política, al punto que en un momento llegó a enfrentar a Roma.
Uno de los últimos remezones de la epidemia ocurrió en Salem (Massachusetts) en 1692, cuando el contacto con el vudú africano de los esclavos reavivó en los colonos puritanos la obsesión por el satanismo.

El ojo de la tormenta
La difusión de la manía brujeril fue casi tan veloz y cruenta como la expansión de la peste. Para entender su origen hay que tener en cuenta las terribles condiciones de vida del siglo XIV. Ese fue el siglo que sufrió la Guerra de los Cien Años (1337-1453), la Gran Hambruna (1315-1317) y la Peste Negra (1347-1350). Entonces proliferaban las bandas de vagabundos y saqueadores que seguían a algún profeta espontáneo, como los llamados Pastorcillos, que se dedicaban a matar judíos; o los Flagelantes, que se atormentaban anunciando el fin del mundo.
El contexto cultural era paranoide. Si las cosas estaban tan mal, era porque entre nosotros había traidores vendidos al Demonio. Hacia 1321 había circulado el rumor de una conspiración de leprosos y judíos (sic), mandados por los musulmanes a envenenar los pozos de agua.
La llegada de la peste negra pareció confirmar ese clima apocalíptico. La peste mató a casi un tercio de la población europea, y tuvo efectos comparables a los de una guerra nuclear: nuevas hambrunas, locura apocalíptica y la convicción de que sólo el Demonio podía ser el autor de tantas desgracias. La mortandad bajó drásticamente el nivel intelectual y educativo de la población. Las órdenes mendicantes (dominicos yfranciscanos), que luego iban a dar grandes intelectuales y hombres de ciencia, en sus comienzos reclutaban a monjes ignorantes con más fanatismo que discernimiento. Entre ellos estaban los inquisidores que salieron a cazar brujas, cuando la capacidad de los obispos fue excedida.

Credo común
Sin embargo, la brujería y los aquelarres no fueron un invento de los inquisidores. Antes de que empezaran a perseguirla, la brujería proliferaba en las áreas rurales. Todos creían en la brujería, empezando por los que la practicaban. Quienes iban a los aquelarres estaban convencidos de que sus encantamientos hacían un daño real. Las brujas iban a la hoguera cantando, convencidas de que su amante Satanás las salvaría.
¿Por qué el Demonio pasó a ocupar el centro de la escena, y los eclesiásticos que hasta hacía poco tiempo trataban la brujería como una superstición se obsesionaron con ella? El historiador Franco Cardini propone buscar las causas en la derrota de la “herejía”. Los cátaros, que ya se habían expandido por todo el Mediterráneo, fueron víctimas de un genocidio: la Cruzada de los Albigenses. Cuando al mercenario Simón de Montfort, que había sido enviado a aplastarlos, le dijeron que era difícil distinguir a los cátaros de los cristianos, ordenó: “Mátenlos a todos, que Dios sabrá cuáles son los suyos”.
Los cátaros creían que este mundo era un desastre porque el Dios de la Biblia no era otra cosa que un Demonio perverso y torpe. Diezmados en combate, sus sobrevivientes fueron mandados a la hoguera por la Inquisición. Algunos cátaros deben haber pensado que, si el Diablo había ganado la guerra, no había más remedio que pasarse a su bando y rendirle culto. Cosas parecidas se han visto en la historia reciente, con muchos militantes izquierdistas que, tras la caída del Muro, pasaron a adorar el capitalismo global.
De hecho, en los primeros aquelarres que se registran, el Diablo aparecía como un hombre enjuto, vestido de negro como un predicador cátaro y era llamado Príncipe de las Tinieblas, como el Satanás de los herejes.

El martillo de las brujas
Uno de los rasgos más alarmantes de esta histeria es su difusión entre los intelectuales de su tiempo. Gente como Francis Bacon, Erasmo, Boyle y Henry More creyeron en la brujería. Sprenger y Kramer, los autores del Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas) que sirvió como manual inquisitorial, eran dos profesores universitarios.
Sólo Joseph Glainville (de la Royal Society) y el médico Jan Wier se propusieron estudiarla científicamente, a la luz de lo que hoy llamaríamos psicopatología. Pero quien se empeñó en refutar a Wier fue nada menos que Jean Bodin, que para la teoría política es una figura tan importante como Montesquiuieu. Bodin fue quien escribió el tratado La demonomanía de las brujas (1580).
Hay que tener presente que la magia y las ciencias ocultas gozaban de gran prestigio entre los humanistas del Renacimiento. Los magos “cultos” habían anunciado que la conjunción de Júpiter y Saturno en Escorpio haría de 1484 un “año admirable”. Pero fue todo lo contrario, porque fue en ese año que una bula del papa Inocencio VII desencadenó la cacería de brujas.
Sprenger y Kramer, los dominicos que convencieron al Papa, configuraron de un modo especial la persecución, al hacer de su siniestro libro un catálogo de desviaciones sexuales, lo cual le añadió morbosidad y misoginia. Por si faltaba algo, la leyenda cargó con el componente antisemita, ya que los aquelarres solían ser llamados “sinagogas” y “sabbaths”.
¿Qué hacían las brujas? Como su imaginación era limitada, celebraban “misas negras” que eran parodias del ritual católico. Alguien hacía elpapel de Satán, aunque a veces era reemplazado por un chivo, un sapo, un perro o un gato. Las brujas usaban afrodisíacos, practicaban la masturbación, el bestialismo y organizaban torpes orgías. De hecho, nada peor de lo que hoy recomiendan los medios; en cuanto a sus maleficios, resultaban inocuos para quien no creía en ellos.
De todos modos, en esos tiempos el hambre era una obsesión más decisiva que el sexo: la utopía de entonces (El País de la Cucaña) era un mundo donde sobraba la comida. Brujas y brujos organizaban comilonas. Se diría que es bastante probable que practicaran el canibalismo, algo que se había hecho bastante común durante las hambrunas.
Los satanistas podían ser reconocidos porque llevaban “la marca del Diablo”. Cualquier mancha o irregularidad de la piel podía ser una marca, y el cáncer de piel debe haber enviado a la hoguera a más de uno. Algunas víctimas creían ciegamente en su posesión satánica, pero bajo la tortura cualquiera terminaba por admitirla. Se consideraba que los sospechosos debían probar su inocencia, y era legítimo mentirles, haciéndoles falsas promesas.

El circulo vicioso
El sistema inquisitorial, que se alimentaba del pánico ambiental, tuvo en los inquisidores sus mejores promotores, ya que su acción parecía reforzar los rumores. Siendo intrínsecamente perverso, el sistema crecía en perversión a medida que atraía a todos los resentimientos y odios privados, tal como ocurre en las guerras civiles.
Como era inevitable, pronto aparecieron los falsos brujos y los falsos inquisidores. La hoguera inquisitorial se llevó a la propia Juana de Arco y los cazadores de brujas comenzaron a sospechar unos de otros. La Inquisición española, con su obsesión racista por la “limpieza” y “mala sangre”, se encarnizó con judíos y musulmanes: cualquier bígamo era sospechoso de ser mahometano. Terminó por procesar a dos arzobispos, el de Granada y el de Toledo, al poeta Fray Luis de León y a dos místicos, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. También persiguió a los partidarios de Raimundo Lulio, quien había propuesto un diálogo filosófico entre las grandes religiones.
En Salem (Estados Unidos), el fenómeno tuvo uno de sus últimos estertores. Los historiadores norteamericanos lo han estudiado a fondo, reconstruyendo los circuitos de acusaciones mutuas. Para vengarse o para salvarse, los sospechosos se acusaban mutuamente, hasta comprometer a sus propios acusadores.
Pero cuando todos se vuelven sospechosos, el sistema comienza a saturarse. Recién entonces hubo quien comenzó a prestar oídos a las aisladas voces de quienes pretendían un acercamiento racional a los hechos.
Todo esto, se dirá, es historia antigua. Pero está en la memoria de la cultura occidental, y hasta permite entender fenómenos más cercanos en el tiempo, que vieron renacer esa patología ahora amplificada con la tecnología de las comunicaciones. El siglo XX ha sido prolífico en inquisiciones y las epidemias fanáticas pueden volver a producirse en cualquier momento. Para no remitirnos al Holocausto, la crueldad y la insensatez que se han visto en los Balcanes, en Ruanda o en la cruzada petrolera de Irak, no prometen nada bueno.

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