futuro

Sábado, 25 de mayo de 2002

LA MUERTE DE UN TEóRICO DE LA EVOLUCIóN

Stephen Jay Gould, el último científico del siglo XIX

Por Javier Sampedro
El País

La evolución es una ciencia extraña. Isaac Newton pudo fundar la física moderna sin renunciar a una coma de sus profundas convicciones religiosas. Ni el más fundamentalista de los pensadores cristianos habrá encontrado jamás problema alguno en que los designios de Dios se difuminen con el cuadrado de la distancia. Pero Charles Darwin –actual vecino de Newton en el mausoleo de la abadía de Westminster–, un pío licenciado en teología por la Universidad de Cambridge, no tuvo más remedio que destruir a Dios para fundar la biología moderna. La teoría de la evolución, a diferencia de cualquier otro avance científico de la historia, generó una crisis en la cultura occidental que sigue sin cicatrizar un siglo y medio después de la publicación de El origen de las especies. La última víctima de esa guerra, Stephen Jay Gould, murió el lunes en Nueva York, pero todavía no es el momento de llorarlo.
“La evolución sigue siendo promulgada como una ideología, como una religión secular. Los evolucionistas contemporáneos con más presencia pública, como Richard Dawkins, usan el darwinismo como un esqueleto del que cuelgan toda clase de principios éticos y otras directrices, y ven en él una especie de cimiento metafísico, al igual que el arzobispo de Canterbury utiliza el cristianismo como un cimiento metafísico para sus doctrinas. Yo no creo que el darwinismo deba ser tratado como una religión –la verdad, no abandoné el cristianismo para sustituirlo por otra fe–, pero creo que eso es exactamente lo que está pasando, y nos hacemos un flaco favor si nos empeñamos en negar o ignorar ese hecho.”
La ortodoxia darwinista contemporánea ha quemado a Gould en sus hogueras académicas. ¿Por qué? No porque Gould sea un creacionista, ciertamente. En 1980, cuando el estado de Arkansas aprobó una ley para que la lectura literal de la Biblia se enseñara en las escuelas en pie de igualdad con el darwinismo, Gould fue uno de los testigos llamados a juicio por la Unión Americana por las Libertades Civiles, que había objetado el texto por inconstitucional. Pero ese mismo año, Gould incurrió en la herejía de publicar un artículo técnico titulado “¿Está emergiendo una nueva teoría general de la evolución?” que constituía nada menos que una revisión científica de la sagrada teoría de Darwin. Y la jerarquía evolucionista no le perdonó jamás.
Ni Gould ni ningún otro científico contemporáneo ha dudado jamás de la realidad de la evolución biológica: que todos los seres vivos de este planeta, incluidos los humanos, se han generado en el tiempo a partir de un solo organismo primitivo, o como mucho de unos pocos. Pero la idea fundamental de Darwin no es ésa. La idea fundamental de Darwin es que los seres vivos han evolucionado por selección natural, y consiste en lo siguiente.
Si los seres vivos tienen una gran capacidad de reproducirse, pero los recursos son limitados, sólo las variantes más aptas de cada generación sobrevivirán lo suficiente como para reproducirse y transmitir sus cualidades a la siguiente generación. La repetición de este proceso ciego una generación tras otra durante miles o millones de años provoca inevitablemente que las especies vayan cambiando y haciéndose más aptas para vivir en su particular entorno. La evolución, según la ortodoxia darwiniana, se debe esencialmente, si no por completo, a ese mecanismo gradual, continuo y competitivo. Esa idea –que la selección natural constituye el principal motor de la evolución– es la que Gould ha desafiado hasta el final de sus días. Sus argumentos se pueden resumir en dos. El primero es que el registro fósil no siempre responde a las predicciones de Darwin, como muy bien sabía el propio Darwin. La teoría de la selección natural parece requerir una permanente y continua transición gradual de las especies biológicas, y los estratos fosilíferos se empeñan en mostrar a menudo unas sustituciones bruscas: las especies permanecen estables durante millones de años, y son sustituidas por otras nuevas en poco tiempo (en paleontología, “poco tiempo” puede significar unos cuantos miles de años). Esta mera constatación es lo que Gould y su colega Niles Eldredge denominaron equilibrio puntuado en un artículo científico clásico de 1972.
El equilibrio puntuado no supone en sí mismo una refutación del darwinismo. La transición entre una especie y la siguiente, por muy brusca que parezca en el registro fósil, puede ocurrir por el muy convencional mecanismo de la selección natural, siempre que ese mecanismo sólo opere en una zona pequeña y en un tiempo corto. La ortodoxia darwinista, que se ha visto forzada a aceptar que la evolución no es siempre gradual, parece de momento contenta con ese esquema.
Pero la gran contribución de Gould al evolucionismo probablemente no sea el equilibrio puntuado, sino su aún más hereje recuperación de la Naturphilosophie, la gran tradición de la morfología alemana, iniciada con su magnífico tratado técnico Ontogenia y filogenia, de 1977. La cuestión central aquí es la siguiente: en el darwinismo ortodoxo, son las variaciones del medio ambiente las que dirigen los cambios evolutivos, al seleccionar entre la gama de pequeñas variaciones que le ofrece cada especie a aquellas que mejor se adaptan a las condiciones cambiantes. En la Naturphilosophie, y en el evolucionismo de Gould, los cambios que el genoma genera desde dentro son la clave, y el ambiente –y por lo tanto la selección natural darwiniana– queda relegado a un infamante papel secundario.
Los darwinistas conservadores tampoco le han agradecido a Gould su inmensa y encomiable labor como divulgador científico y ensayista. Vean este ejemplo del ortodoxo John Maynard Smith: “Gould ocupa una posición bastante curiosa. Dada la excelencia de sus ensayos divulgativos, ha acabado siendo considerado por los no biólogos como el teórico evolucionista más destacado. Por el contrario, los biólogos evolucionistas con quienes he hablado de su obra tienden a verlo como un hombre cuyas ideas son tan confusas que apenas merece la pena preocuparse por ellas [...]. Todo esto carecería de importancia si no fuera porque está dando a los no biólogos una imagen en gran medida falsa del estado de la biología evolutiva”.
Gould, seguramente sabiendo que sus días se acababan, publicó hace sólo un par de meses The Structure of Evolutionary Theory, un libro de 1433 páginas que formaliza –ya con carácter definitivo, por desgracia– su revisión de la teoría de Darwin. Mal que le pese a Maynard Smith, es probable que la evolución haya entrado con ello, de una vez por todas, en el siglo XXI.

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