futuro

Sábado, 29 de enero de 2011

Urano

 Por Mariano Ribas

Durante mucho tiempo, poco y nada se supo de aquel planeta que, de golpe, había duplicado las medidas del Sistema Solar. Pero el 25 de enero de 1986, una intrépida sonda espacial de la NASA llegó hasta Urano. Y volvió a descubrirlo, en el sentido más profundo: lo rescató de aquellas heladas y lejanísimas penumbras, y nos lo trajo a casa. Lo vimos de cerca, por primera vez. La legendaria Voyager 2 trazó un completo perfil de Urano. Y hasta le echó una mirada a sus principales lunas y a sus oscuros anillos. Desde entonces, ninguna otra nave regresó. Y Urano quedó en manos del Hubble y otros supertelescopios terrestres. Formidables instrumentos que, sin llegar al nivel de detalle que lograría una nave in situ, han aportado nuevas imágenes y datos del único planeta del Sistema Solar que gira “acostado”. En esta edición de Futuro viajaremos hacia el pasado para encontrarnos con su descubridor, con los avatares que precedieron a la elección de su nombre y delinearemos su exótico perfil. Y fundamentalmente, recordaremos aquel día, hace 25 años, cuando vimos a Urano como nunca antes. Y como nunca después.

EL MUSICO QUE ENCONTRO UN PLANETA

Aunque se suele decir lo contrario, Urano sí se ve a ojo desnudo. Pero apenas. Eso, sumado a su lentísimo movimiento en el cielo, hizo que durante milenios fuera confundido, a simple vista, con una pálida “estrella” del montón. Incluso ya en la era de la astronomía telescópica: en 1690, el astrónomo John Flamsteed lo vio varias veces, pero lo catalogó como “34 Tauri”, una supuesta estrella de esa constelación. El caso de Flamsteed es el primer registro de esta confusión de identidad astronómica. Pero hubo varios más. El que no se confundió fue William Herschel, un músico alemán, nacionalizado británico, que durante las noches se dedicaba a la astronomía. El 13 de marzo de 1781, Herschel estaba observando el cielo con un telescopio, construido por él mismo, desde el jardín de su casa, en Bath, Inglaterra. Y de pronto, tropezó con un pequeño disco verde azulado, mezclado entre las estrellas. Herschel pensó que había encontrado un cometa. Y así lo reportó oficialmente al astrónomo real, Nevil Maskelynne. Dos años más tarde, tras muchas observaciones del nuevo objeto, y con su órbita bien calculada por Pierre Simon Laplace, ya no quedaron dudas: era un planeta. Y estaba al doble de la distancia de Saturno (el planeta más lejano conocido hasta entonces). Tan lejos, que demoraba toda una vida humana en completar una vuelta al Sol: 84 años. La familia solar no sólo tenía un nuevo integrante, sino que, de golpe, había duplicado su tamaño.

Herschel fue premiado por su hazaña científica: el rey Jorge III le otorgó, de por vida, un salario anual de 200 libras. Pero su planeta necesitaba un nombre. Quizá con un ligero, y perdonable, toque de obsecuencia, aquel enorme astrónomo amateur propuso llamarlo Giorgium Sidus (la “estrella de Jorge”). La propuesta fue bien recibida en Inglaterra, pero no tuvo ningún éxito en el resto del mundo. De hecho, inmediatamente salieron al ruedo otros nombres. Entre los más curiosos, estuvo el propuesto por el sueco Eric Prosperin: Neptuno. Urano casi se llamó Neptuno (el planeta que se descubriría en 1846). Pero Urano se llamó Urano gracias al alemán Johann Bode, otro prócer de la astronomía. Sin embargo, pasaron décadas hasta que ese nombre fuera universalmente aceptado. A diferencia de los planetas “clásicos”, todos con nombres de dioses romanos, Urano es la versión latina del dios griego del cielo, Ouranos. Ya desde el nombre, el séptimo planeta rompió con las tradiciones. Y empezaba a mostrar su particular perfil de outsider del Sistema Solar.

Urano y una mancha oscura en su atmosfera.

LEJANO DESAFIO

Urano está 7 mil veces más lejos que la Luna. Por eso, aunque es enorme (más de 50 mil kilómetros de diámetro), este mundo de “hielos” y gas (ver “Perfil del séptimo planeta”) siempre fue un objetivo muy ingrato para los telescopios. Aun así, los astrónomos se esforzaron para ver vagos detalles en su disco y hasta observaron sus cinco lunas principales (apenas visibles como puntitos de luz, junto al planeta), entre ellas, las dos más grandes: Titania y Oberón, descubiertas por el propio Herschel, en 1787. Durante el siglo XX, los estudios espectroscópicos (análisis de la luz) revelaron la presencia de hidrógeno y helio en la atmósfera de Urano. Y también, apreciables cantidades de metano (CH4), el hidrocarburo que le da ese color entre verde y azul. La fotometría, por su parte, mostró que el planeta variaba de brillo a lo largo de las décadas. Y eso, como veremos, tenía relación con las rarísimas “estaciones” uranianas. Ya en 1977, los astrónomos se despacharon con una novedad de aquéllas: al igual que Saturno, Urano también tenía anillos. Pocos, oscuros, pero anillos al fin. Lo cierto es que, más allá de estas pinceladas aisladas, la astronomía tenía una gran deuda con el lejano mundo de Herschel: a comienzos de los años ’80, casi todos los demás planetas –salvo Neptuno– habían sido explorados por naves espaciales. Pero Urano todavía esperaba su turno.

URANO A LA VISTA

Las sondas Voyager 1 y 2, de la NASA, fueron lanzadas en 1977, dando inicio a la mayor epopeya de exploración del Sistema Solar. Entre 1979 y 1981 visitaron a Júpiter y Saturno y examinaron como nunca antes sus pesadas atmósferas, varias de sus extraordinarias lunas y sus anillos. Luego de su paso por Saturno, Voyager 1 salió del plano principal del Sistema Solar y se perdió para siempre en las profundidades del espacio. Su compañera, en cambio, siguió la ruta planetaria, aprovechando una situación tan rara como inmejorable: por entonces, los cuatro planetas gigantes del Sistema Solar estaban más o menos alineados. En consecuencia, las distancias entre ellos eran casi las mínimas posibles. Por eso era muy tentador “saltar” de uno a otro en el espacio (aunque cada salto fuese un viaje de cientos y miles de millones de kilómetros). Tras su exitoso paso por Saturno, en 1981, Voyager 2 puso la proa hacia Urano. Le esperaban 5 largos años de oscura y solitaria travesía.

Urano comenzó a insinuarse a las cámaras de la Voyager 2 a fines de 1985. Técnicamente, allí comenzó la “fase de observación”. Mediante “órdenes” por radio, los técnicos del Jet Propulsión Laboratory (JPL) de la NASA (en Pasadena, California) maniobraron la nave, reprogramaron sus computadoras y calibraron sus instrumentos, especialmente sus cámaras: Voyager 2 pasaría como un rayo frente a un mundo que recibe 400 veces menos luz solar que la Tierra. Técnica y fotográficamente, era un desafío de aquéllos.

A LA HORA SEÑALADA

Y llegó el gran momento: el 25 de enero de 1986, a las 5.59 de la mañana (hora de Greenwich), Voyager 2 pasó a 81.500 kilómetros de Urano. Un arañazo en términos astronómicos. Tres horas antes y después de ese momento de máxima aproximación, los instrumentos de la nave hirvieron de actividad: esas seis horas fueron el clímax de la misión. Y justificaron casi una década de viaje. Miles de millones de kilómetros recorridos. El JPL era una fiesta de gritos, aplausos, miradas, silencios y lágrimas. Poco a poco, las débiles señales provenientes de la nave –captadas por radiotelescopios– comenzaron a convertirse en imágenes y datos que se derramaban en las pantallas del control de la misión. Información preciosa que, viajando a la velocidad de la luz, demoraba más de dos horas en llegar a la Tierra.

Y llegaron las fotos. Y las fotos sorprendieron: Urano parecía un globo. Liso y perfecto. Y de color auténticamente uraniano, mezcla de celeste y verde agua. En su gruesa atmósfera de hidrógeno, helio y metano –según determinaron los espectrómetros de la Voyager– apenas llegaban a notarse sutiles estructuras nubosas. Pálidas manchitas y estrías de color blanco. La más notable, bautizada el Collar Sur, estaba a unos 45 grados de latitud Sur. Más allá de este rasgo puntual, toda la zona polar austral del planeta lucía algo más brillante que el resto del globo. Al parecer, tanto esa región como el Collar Sur estaban formadas por densas nubes de metano, flotando en la alta y gélida atmósfera.

Imagen infrarroja de urano, sus anillos y nubes.

¿PLANETA DORMIDO?

Urano sorprendió a los astrónomos: el contraste con Júpiter (especialmente) y Saturno era enorme. Ambos planetas le habían mostrado a las Voyager impresionantes estructuras nubosas paralelas al ecuador, cargadas de tormentas y remolinos. Pero Urano, más allá de ciertas nubecitas blancas y vientos aislados, lucía mayormente “dormido”. Al menos, en aquel momento. La verdad es que nadie esperaba ver una gran actividad atmosférica en Urano: no hay que olvidarse de que recibe muy poca luz del Sol. Es decir, recibe mucha menos energía externa para motorizar fenómenos atmosféricos (vientos, tormentas, formación de nubes). De hecho, Voyager 2 midió temperaturas externas en el rango de los 215 grados bajo cero. De todos modos, el aspecto de “bola lisa” parecía demasiado. Y esto se hizo mucho más evidente cuando, años más tarde, la misma nave llegó al aún más lejano Neptuno. Y en lugar de encontrarse con otro planeta “dormido”, se encontró con un furioso mundo azulado. Más al estilo Júpiter. ¿Y entonces?

La respuesta estaría, en parte, en el poco calor interno de Urano: Voyager 2 observó que el planeta apenas irradia al espacio el mismo calor que recibe del Sol. Y esto, quizá, tenga que ver con su rasgo más exótico: su eje de rotación “tumbado”. La doctora Heidi Hammel (Space Science Institute, Boulder, Colorado, Estados Unidos), una de las astrónomas planetarias más destacadas del mundo, trata de unir cabos: “Urano prácticamente rueda alrededor del Sol. Y creemos que eso es así porque algo del tamaño de la Tierra lo golpeó en los comienzos del Sistema Solar. Ese impacto, probablemente, le provocó a Urano una masiva pérdida de calor primordial”. Y agrega: “Con tan poco calor interior, los fenómenos atmosféricos de Urano están muy condicionados por la incidencia directa de luz solar”.

Para complicar más las cosas, la poca luz solar que llega al planeta incide de modo muy desigual, justamente por la rara orientación de su eje de rotación: en Urano son los polos, y no la región ecuatorial, los que miran directamente hacia el Sol. Pero sólo durante medio año uraniano: cada polo tiene 42 años terrestres de día, y 42 años terrestres de noche. El resto del planeta pasa por largos períodos de oscuridad, crepúsculos, e iluminación plena. Así son sus “estaciones”, que duran unos veinte años cada una. Y bien, resulta que durante la visita de Voyager 2, el Polo Sur de Urano apuntaba directamente al Sol: era el solsticio de verano en el Hemisferio Sur. La nave sólo vio medio planeta. La otra mitad, el Hemisferio Norte, estaba hundida en la más profunda oscuridad invernal.

LUNAS Y ANILLOS

La extrema inclinación del eje de Urano tiene otra curiosa consecuencia: su sistema de lunas y anillos también está “tumbado”. Vistos desde la Tierra, parecen girar como las agujas de un reloj. Voyager 2 fotografió las cinco lunas más grandes del planeta (las únicas conocidas hasta entonces): ese día, Miranda, Ariel, Umbriel, Titania y Oberón dejaron de ser meros puntos de luz, para convertirse en pequeños mundos de roca y hielo, con superficies grisáceas, cubiertas de cráteres, fallas y grietas, que dan cuenta de grandes impactos y cierta actividad geológica en tiempos muy remotos. A pesar de ser la más chica del quinteto, Miranda (470 km) fue la gran revelación: un verdadero caos geológico, que alterna de modo abrupto zonas cratereadas, con terrenos suaves y profundos cañones. Parecía un rompecabezas mal armado, donde las piezas se juntaron de manera inconexa. Justamente: los geólogos planetarios sospechan que Miranda fue destruida por terribles impactos, y que, luego, la débil gravedad juntó sus pedazos como pudo. Y así quedó.

Darles entidad de mundos a cinco puntitos de luz no estaba nada mal. Pero Voyager 2 fue más allá: descubrió otras 10 lunas uranianas, verdaderos piojos astronómicos, que se habían burlado de los telescopios terrestres. Urano ya tenía 15 satélites conocidos (hoy en día, suman 27). Y todavía faltaban los misteriosos anillos del planeta. Hasta 1986, apenas se sabía que eran nueve. Y sólo había evidencias indirectas. Nada de imágenes. Aquí también la Voyager aportó lo suyo: por empezar, descubrió dos nuevos anillos. Y para seguir, fotografió al sistema completo. Las imágenes que la nave transmitió a la Tierra mostraron unas “cuerdas” oscuras, polvorientas, delgadas (100 a 200 metros de espesor), e irregulares. Incluso, incompletas: en ciertos sectores, más que anillos, Urano estaba rodeado por “arcos”. El anillo más notable de Urano, el “epsilon”, situado a unos 50 mil kilómetros del planeta, tenía un ancho que variaba entre los 20 y 90 kilómetros, y estaba formado por polvo y pedazotes de hielo.

En conjunto, los anillos de Urano resultaron ser mucho más modestos que los de Saturno, pero bastante más interesantes que los de Júpiter y Neptuno. Y hablando de Neptuno: a mediados de febrero de 1986, cuando Urano comenzaba a ser un recuerdo, los científicos del JPL transmitieron a la Voyager 2 una serie de comandos que la prepararían para el paso siguiente. La nave encendió sus motores y, tras una maniobra de casi tres horas, cambió de rumbo, iniciando su larga y paciente marcha hacia el octavo planeta del Sistema Solar (a donde arribaría en agosto de 1989).

URANO DESPUES DE LA VOYAGER

Ante los ojos de la Voyager 2, Urano se había presentado como un mundo calmo. Casi aburrido. Pero sería muy apresurado juzgar su comportamiento atmosférico a partir de una sola y fugaz visita, y mirando sólo uno de sus hemisferios. Ninguna otra nave volvió a Urano. Aun así, en este último cuarto de siglo, los supertelescopios han tomado fotos bastante decentes del séptimo planeta. Y esas nuevas imágenes nos sugieren que Urano cambió, y sigue cambiando, al lento ritmo de sus estaciones: durante los años ’90, el Telescopio Espacial Hubble y otros monstruos ópticos en Tierra revelaron que la cantidad de nubes en Urano fue aumentando poco a poco. En 1998, por ejemplo, el Hubble tomó una imagen infrarroja que no sólo mostraba al famoso “Collar Sur”, sino también todo un “tren” de nubecitas en el Hemisferio Norte, que ya comenzaba a dar la cara al Sol.

Durante la última década, Urano siguió demostrando que no es tan aburrido como parecía: entre marzo y mayo de 2004, por ejemplo, se llenó de nubes en ambos hemisferios. Al año siguiente, el Hubble detectó más nubes en la mitad norte del planeta (cada vez más brillante y activa), y de paso, descubrió dos nuevos anillos y dos nuevas lunas. Siguiendo con su campaña de monitoreo de Urano, en agosto de 2006 el venerable telescopio espacial se despachó con algo inédito: una “mancha oscura” y ovalada, de 3 mil kilómetros de diámetro, en pleno Hemisferio Norte.

En 2007, Urano alcanzó su equinoccio: el Sol pegó de lleno en su ecuador, comenzó a asomar en el Polo Norte del planeta (primavera), y a ocultarse en el Polo Sur (otoño). Desde ese momento, la actividad atmosférica (nubes y vientos) siguió aumentando año tras año, especialmente en el reaparecido Hemisferio Norte. De hecho, allí ya se ha formado un “Collar Norte”. Heidi Hammel redondea: “Sospechábamos que Urano podía hacerse más parecido a Neptuno mientras se aproximara a su equinoccio, y la repentina aparición de todos estos fenómenos recientes parece indicarnos que teníamos razón”.

EL LEGADO Y EL FUTURO

Veinticinco años más tarde, el legado científico de aquella aventura espacial de los años ’80 cobra una dimensión impactante. Fue la base sobre la que se construyó, y se sigue construyendo, nuestra imagen moderna del exótico planeta tumbado. ¿Y el futuro? Recientemente, un grupo de científicos encabezados por Christopher Arridge (Mullard Space Science Laboratory, del University College London) les propuso a la Agencia Espacial Europea (ESA) y a la NASA una misión conjunta al planeta: Uranus Pathfinder. La idea está siendo evaluada. Y si todo marcha bien, la sonda se lanzaría en 2021, y tras seguir una larga y complicada trayectoria (que incluiría acercamientos a Venus y Saturno), llegaría a Urano a mediados de la década de 2030. Pero a diferencia de la Voyager 2, Uranus Pathfinder se colocaría en órbita del planeta, iniciando un largo estudio de su atmósfera, sus anillos y lunas. “Con Voyager 2 apenas arañamos a Urano y tenemos mucho que aprender de este planeta tan diferente de los otros”, dice Arridge, entusiasmado con su sueño. Y ya entrando en detalles, agrega: “La atmósfera de Urano ha cambiado mucho desde la Voyager 2, por eso necesitamos nuevos estudios y mediciones cercanas, y también queremos saber por qué emite tan poco calor desde su interior... Hay mucho que aprender de Urano”.

Un día, hace 25 años, nos encontramos cara a cara con el séptimo planeta del Sistema Solar. Allí, a casi 3 mil millones de kilómetros de la Tierra. Aquel que pasó de ser un minúsculo disco verdoso en el telescopio de Herschel a un mundo enigmático y exótico. Un súper planeta con todas las de la ley. Hecho y derecho... o más bien, en este caso tan especial, decididamente tumbado.

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La cambiante orientacion de los anillos de Urano entre 2003 y 2007.
 
FUTURO
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  • Nota de tapa
    Urano
    Una mirada al exótico “planeta tumbado”, a 25 años de la histórica misión Voyager...
    Por Mariano Ribas

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