Sábado, 17 de septiembre de 2011 | Hoy
NOVEDADES, PROBLEMAS Y PELIGROS EN LA EDICION DEL GENOMA HUMANO
Por Jorge Forno
El genoma constituye un gigantesco manual de complejas instrucciones bioquímicas y para alcanzar algún grado de éxito en su comprensión fue necesario emprender una tarea titánica. Hubo que descifrar un idioma que con apenas cuatro letras escribía una multitud de instrucciones, y en ello se embarcaron consorcios públicos y privados en medio de controversias que adquirieron ribetes científicos, económicos y hasta geopolíticos.
El asunto es que a poco de entrado el siglo XXI, y en base a los resultados del Proyecto Genoma Humano (PGH), esa lectura fue posible. Y a partir de allí apareció en el horizonte la subyugante posibilidad de no sólo leer el manual genético, sino también de editarlo. Una edición que podría servir para reparar anomalías en el código genético que provocan enfermedades hasta hoy indomables, pero que también despierta cuestionamientos éticos acerca de los límites de esta intervención humana sobre la información hasta ahora bien guardada por los genes.
Los típicos enfoques de raza de los que se valen algunas prácticas del mundo médico para sondear la predisposición de ciertos individuos a contraer determinadas enfermedades podrían quedar definitivamente desterrados si se lograra confeccionar un perfil genético completo de cada individuo y luego intervenir sobre las anomalías que se detectasen. Pero también este conocimiento sobre lo particular podría atentar contra la diversidad y dar lugar a manipulaciones de las que ya se han ocupado con creces desde los especialistas en bioética hasta la ciencia ficción. Basta recordar la inquietante fantasía que presenta la película Gattaca. En el film, el futuro de las personas es escrutado meticulosamente a partir del momento mismo del nacimiento por medio de una prueba genética y los hombres “válidos” son fabricados en base a genes que han eliminado toda posibilidad de error.
Sin embargo, como toda edición que se precie, la del genoma tiene sus bemoles. Más allá de los fines –altruistas o inconfesables– que estas prácticas puedan presuponer, existe una multitud de dificultades técnicas que están en un incipiente rumbo de ser salvadas.
Un pequeño error de escritura –desde una letra o signo de puntuación hasta combinaciones de ambos– puede alterar por completo la calidad de un texto, y en los medios gráficos como éste su resolución forma parte del puntilloso trabajo de los editores. Ocurre que una vez que el error está volcado al producto final y la publicación está en la calle, ya no existe vuelta atrás. Algo parecido sucede cuando el genoma presenta alteraciones que provocan enfermedades, pero hasta hace poco los científicos-editores no tenían herramientas para actuar en ese sentido.
En los últimos años y de la mano de novedosas técnicas instrumentales y del caudaloso conocimiento acumulado comenzó a abrirse el camino para la terapia génica, una forma de intervención para reparar los genes defectuosos. Los cañones –científicamente hablando, claro– apuntan en especial a las enfermedades provocadas por alteraciones monogénicas, aquellas en las que hay un solo gen que corregir.
En 2010, la revista Science publicó un artículo que daba cuenta del uso de terapia génica para ensayar una posible vía de cura en una variante de talasemia. Hablar de talasemia –o de anemia mediterránea, como también se la conoce– es hablar de un conjunto de patologías hereditarias y de origen genético que tienen en común un menor o mayor grado de alteración en la fabricación de hemoglobina. Las consecuencias de esa alteración se reflejan tanto en la calidad como en la cantidad de los glóbulos rojos producidos, que resultan insuficientes y de baja funcionalidad, dando lugar a anemias que pueden ser de leves a graves. En las formas más severas las posibles terapias no son para nada sencillas: los pacientes requieren de constantes transfusiones o lisa y llanamente de un trasplante de médula ósea. El artículo de Science hablaba de una nueva posibilidad: editar en el laboratorio –vale decir in vitro– los genes de las células madre de la médula ósea –provenientes del mismo paciente–, eliminando el gen defectuoso y sustituyéndolo por uno que funcione. Para ello se utilizan versátiles virus especialmente modificados –por ejemplo, una versión no patogénica de los archiconocidos virus del HIV o el de la popular gripe– “cargados” con el material genético adecuado. Explica el artículo que las células madre reparadas eran luego reinyectadas al paciente, portando las instrucciones correctas para fabricar glóbulos normales. La idea se puso en práctica en un paciente que después del implante de células madre convenientemente editadas dejó de necesitar las anteriormente imprescindibles transfusiones.
Pero no todas fueron rosas para este experimento de edición genética. Frente al artículo publicado por Science algunos científicos pusieron el grito en el cielo por cuestiones metodológicas, ya que señalaron que no es posible extraer resultados concluyentes de un experimento realizado en un solo paciente. Además, como si esto fuera poco, otro enorme problema –ya no metodológico sino contundentemente práctico– es que no está garantizada la seguridad del procedimiento, en términos de efectos no deseados. Alterar genéticamente una célula es jugar con fuego. El paper señala que en este caso existió un crecimiento celular inusitado –pero de carácter benigno, según los autores del artículo– que igualmente encendió las alarmas sobre el posible desarrollo de algún tipo de leucemia como consecuencia no deseada de esta técnica.
Las técnicas de edición génica también se ensayaron recientemente para el tratamiento de la Adrenoleucodistrofia (ADL), una enfermedad del sistema nervioso que fue masivamente conocida a partir de la película Un milagro para Lorenzo, en la que los padres de un niño afectado luchaban contra viento y marea para obtener una forma de prolongar la vida de su hijo, y lo conseguían a partir de un tratamiento basado en una combinación de aceites y en sentido opuesto a la opinión médica mayoritaria.
Un grupo de médicos franceses anunció en noviembre de 2009, y ante una concurridísima rueda de prensa –acorde con la cinematográfica fama alcanzada por la enfermedad en cuestión–, que habían logrado una terapia génica para prolongar la vida de los pacientes afectados por la ADL. No ya en una rutilante rueda de prensa, sino en un trabajo publicado en Science, los investigadores aclaraban que la técnica de edición génica aplicada a las células madre de la médula ósea del paciente –a través del uso de virus modificados como vectores del material genético– sólo alcanzaba a “editar” los genes del 15 por ciento de las células afectadas. El resultado aparecía como prometedor, pero a la vez implicaba valerse de mesura respecto de las afirmaciones sobre la cura de la enfermedad. También en este caso los investigadores alertaban sobre los posibles efectos colaterales en los pacientes, como la aparición de leucemias.
La hemofilia es una enfermedad hereditaria de origen monogénico que a falta de un elemento crucial para la coagulación de la sangre altera sus mecanismos, provocando hemorragias. Las mujeres resultan portadoras de la patología que afecta marcadamente a los varones, por una cuestión relacionada con los cromosomas sexuales. La hemofilia se hizo popularmente conocida por su propagación en la nobleza europea de la mano de sus sucesivas apariciones en la descendencia de la reina Victoria de Inglaterra –portadora del gen de la enfermedad– y se relacionó con acontecimientos políticos que conmovieron a la Europa del siglo XX. El caso más famoso fue el de Alexis, hijo del zar Nicolás II de Rusia, heredero, por parte de su madre Alexandra, de la alteración genética que portaba su bisabuela Victoria. Ante sus frecuentes episodios hemorrágicos los zares recurrieron a las habilidades de Rasputín, un todoterreno de la época que se las arregló –no se sabe bien de qué manera– para aliviar a Alexis y que gracias a ello comenzó a adquirir una posición de inusitada influencia en las decisiones de la Corte rusa.
Más allá del misterioso Rasputín, el tratamiento de la hemofilia es uno de los objetivos de las modernas terapias génicas, y en junio de 2011 la revista Nature dio cuenta de una experiencia que se las trae. Hasta ahora, las ediciones génicas se hacían en el laboratorio, a partir de células madre extraídas del organismo. Una vez reparados los genomas, el siguiente paso consistía en reinstaurar las células en el organismo de origen, esperando que luego los genes portadores de las modificaciones expresen las instrucciones correctas.
En el caso del experimento difundido por Nature, la edición se hizo in vivo en ratones de laboratorio hemofílicos. Se utilizaron dos virus modificados, uno que actuaba como un preciso bisturí cortando el sector del gen defectuoso y el segundo que introducía el segmento con las instrucciones correctas en los lugares adecuados. Según la versión del artículo aparecida en el sitio de la revista Nature, se reemplazaron siete secuencias diferentes en el gen para cubrir más del 90 por ciento de los errores que producen una variante de hemofilia conocida como hemofilia B.
La edición de genes en vivo o en el laboratorio conlleva una esperanza para el tratamiento de un amplio menú de enfermedades, pero también el riesgo de que las peores fantasías como las de la película Gattaca adquieran visos de realidad. Sea como fuere, tanto por sus posibilidades como por los dilemas éticos que plantea, es una técnica que seguramente dará mucho que hablar en el futuro cercano.
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