futuro

Sábado, 6 de julio de 2013

Mensajes cifrados

 Por Pablo Capanna

La historia de la escritura comenzó cuando algunos pueblos comenzaron a grabar signos sobre tabletas de arcilla cocida. Por ahora, ha llegado a esas pantallas de bolsillo que también llamamos tabletas. Los primeros ideogramas que se grababan eran apenas dibujos estilizados y las tabletas de hoy están llenas de imágenes de alta definición, pero el pensamiento sigue expresándose mejor con signos y letras que con la mayoría las imágenes.

No está de más recordar que cuando logramos descifrar los signos que usaba algún pueblo arcaico para registrar los hechos ya no sólo contamos con sus monumentos, sino que accedemos a sus documentos, y recién podemos decir que hemos empezado a entender cómo pensaba.

Desentrañar las claves de un sistema de escritura demanda el mismo tipo de ingenio que los juegos matemáticos y esos códigos secretos a los que siempre recurrieron los espías. No es casual que John Chadwick, quien junto a Michael Ventris descifró la escritura griega arcaica, trabajara durante la Segunda Guerra Mundial con el equipo que se había reunido en Bletchley Park para desentrañar los secretos de Enigma, la máquina del espionaje nazi. Si pensamos que entre sus colegas estaba Alan Turing, el primer teórico de la computación, podríamos decir que ése era un verdadero servicio de inteligencia.

Antes y después que ellos hubo profesionales y aficionados como Champollion, Grotefend o Ventris, que hicieron verdaderos prodigios de ingenio en un tiempo en que no se contaba con nada parecido al soporte informático.

IDEOGRAMAS Y FONOGRAMAS

Cuando J.-F. Champollion se propuso descifrar la escritura egipcia (un desafío que había tentado entre otros al físico Thomas Young) los jeroglíficos eran un misterio y cargaban con una leyenda secular que les atribuía poderes mágicos. Pero allá por el siglo II, cuando todavía quedaba algún sacerdote egipcio capaz de leerlos y escribirlos, los Tolomeos habían mandado grabar un edicto en un monolito recordatorio. Para que nadie se hiciera el desentendido, se habían preocupado por consignar que el mismo texto estaba en tres escrituras distintas, la sacerdotal, la popular y la griega. Un trozo de esa estela (la piedra Rosetta) cayó en manos de las tropas de Napoleón, pero acabó en Londres al ser arrebatado por los ingleses.

Champollion sospechaba que el egipcio estaría relacionado con el copto, una lengua que aún sigue viva, lo cual le daba una pista de cómo se hablaría. Puesto que la piedra traía tres veces más signos egipcios que griegos, dedujo que los jeroglíficos no eran palabras sino partes de ellas. Algunos estaban rodeados de un marco, lo cual sugería que podían ser nombres de grandes personajes. Contando con la traducción al griego, identificó a varios de ellos, y de paso descubrió que el mismo ideograma podía servir para representar una cosa como para indicar un sonido, con sólo acotarlo mediante otros signos. Se dice que cayó redondo cuando pudo reconocer los primeros nombres, tras gritar algo parecido al Eureka! de Arquímedes. Murió prematuramente, y aquellos que no lo perdonaban por haber disipado la magia de los jeroglíficos hablaron de una maldición faraónica. Pero cuando su émulo Michael Ventris murió en un accidente de tránsito después de haber descifrado la escritura minoica, nadie le echó la culpa a Agamenón, ni mucho menos a Edipo.

Siendo muy joven, el alemán Georg Grotefend había jurado que descifraría la escritura sumeria y casi en la misma época que Champollion la emprendió con las inscripciones cuneiformes de Persépolis. Aquí también había tres columnas de textos y el alemán supuso que la del medio estaría en persa, la lengua de los conquistadores. Encontró que se leía de izquierda a derecha, algo poco común en Oriente, y descubrió una palabra que se repetía a cada rato. Tratándose de un monumento, supuso que la palabra sería “rey”. En efecto, la inscripción aludía a las dinastías de reyes persas, que ya conocíamos gracias a los historiadores griegos. Por deducción, Grotefend pudo determinar que hablaba de Darío y Jerjes. Tuvieron que pasar varias décadas más para que la escritura cuneiforme se hiciera legible, pero el primer paso ya había sido dado.

GRIEGOS DE ANTAÑO

Champollion y Grotefend eran filólogos, Michael Ventris era arquitecto. Cuando iba al colegio lo habían llevado a ver una exposición de la civilización minoica, donde conoció las tabletas llenas de inscripciones que Evans había descubierto en Creta, y quedó fascinado con ellas. Aquí también había tres tipos de escritura, pero no decían lo mismo. Es más, dos de ellas, la jeroglífica y la Lineal “A” aún no han sido descifradas. Ventris se propuso entender la Lineal “B”, convencido, como todos, de que sería la clave de una desconocida cultura “minoica”. Pero cuando aparecieron más tabletas fuera de Creta, Ventris tuvo que convencerse de que estaban en griego. Era un griego bastante arcaico, escrito con otros caracteres, pero nos obligaba a llevar mucho más lejos los orígenes de la cultura helénica. La escritura era silábica, y se usaba principalmente para el comercio. Los pictogramas eran bastante fáciles de entender, porque representaban mercaderías. Así como Champollion nos había desengañado de que los jeroglíficos fueran signos mágicos, Ventris venía a resolver el misterio de la lengua griega descifrando prosaicas transacciones de negocios.

Mucho más difícil fue el desafío de la escritura maya, que insumió una tarea penosa y prolongada. El pionero fue el ucraniano Yuri Knórosov, que siendo un soldado en el Ejército Rojo había logrado rescatar un códice maya del incendio de un museo alemán durante la caída de Berlín. En 1952 Knórosov dio los primeros pasos para descifrarlo, pero la Guerra Fría vino a enturbiarlo todo. Los expertos tardaron años en reconocer sus méritos y recién acabaron de descifrar la escritura maya veinte años más tarde. Aquí no había una piedra Rosetta, el maya se leía en zigzag y combinaba logogramas con sonidos silábicos. Un paso importante, como en los casos anteriores, fue descifrar los llamados “glifos emblemas” que destacaban nombres y títulos.

EL ESCARABAJO DE ORO

Más allá de los manuales para espías y las técnicas de encriptado de los informáticos, la mejor ilustración de estos temas quizás esté en un cuento de Edgar Allan Poe, el famoso “El escarabajo de oro” (1843), que en nuestras tierras le dio nombre a la memorable revista de Abelardo Castillo.

Aparte de inventar varios géneros literarios, como el policial y la ciencia ficción, Edgar Allan Poe fue uno de los primeros en sugerir una metodología eficaz para leer textos cifrados. Para el caso, éstos podían ser tan difíciles como los jeroglíficos, pero al menos sabíamos que estaban en una lengua moderna.

Así como hay quien tiene adicción por las palabras cruzadas, para Poe resolver acertijos y mensajes cifrados era una cuestión de honor. Unos años antes, su diario había lanzado un concurso con el modestísimo premio de una suscripción para quien mandara un texto que Poe no pudiera descifrar. De hecho, Poe fracasó una vez, pero muchos años después se supo que el mensaje tenía tantas faltas ortográficas que era difícil saber en qué idioma estaba escrito.

El protagonista de “El escarabajo de oro” encontraba una joya con forma de escarabajo envuelta en un trozo de pergamino. La joya era lo de menos, porque en la hoja estaban las instrucciones para encontrar el tesoro de un pirata, el Capitán Kidd. Las habían escrito con tinta invisible, y al revelarlas aparecían varios renglones de letras y signos puestos de corrido.

El personaje de Poe lograba leerlo, seguía las instrucciones y encontraba el tesoro. Para eso había comenzado por averiguar que el texto estaba en inglés, porque tenía el dibujo de un chivo, que en inglés es “kid”, lo cual sugería el nombre del pirata Kidd. Contaba, pues, con el diccionario y la gramática inglesa, pero no había separaciones entre las palabras, que le hubieran permitido al menos identificar aquellas que en inglés se escriben con una sola letra como “a” o “I”. Pero el hombre no se arredraba y recurría a la estadística. Partiendo del hecho de que en inglés la letra más frecuente es la “e”, comenzaba por reemplazar el signo más repetido y luego, guiándose siempre por la frecuencia, comenzaba a identificar los monosílabos y las palabras más complejas.

El principio sigue siendo plenamente válido. Pero no es de aplicación mecánica, porque requiere de cierta perspicacia que no todos tienen. Por ejemplo, Champollion, Grotefend y Knórosov pensaron que estando ante inscripciones burocráticas era inevitable que el nombre de las autoridades ocupara el primer lugar. Reyes y faraones no podían haber sido menos vanidosos que esos intendentes de hoy que estampan su nombre hasta en la más modesta de sus obras. Eso ya no era criptografía sino quizá sociología.

ENIGMAS NO RESUELTOS

Hacia los años cincuenta, el planeta Marte aún prometía guardar al menos los restos de alguna civilización extinguida. Muchos escritores se esmeraban en imaginar su descubrimiento, aunque sólo Bradbury logró crear esa joya que son las Crónicas marcianas. Un clásico menor dentro de ese género fue “Omnilingual” (1957), del prolífico y desparejo H. Beam Piper. El cuento planteaba el problema de descifrar el lenguaje de la extinguida cultura marciana a unos arqueólogos que no contaban con hablantes ni piedras Rosetta, y ni siquiera estaban seguros de que aquellos hubiesen pertenecido a una especie similar a la nuestra.

Los exploradores del cuento tenían inscripciones, libros y hasta imágenes subtituladas, pero no habían logrado traducir una sola palabra. Al descubrir que la escritura marciana era fonética, le habían atribuido sonidos arbitrarios a cada signo, llegando a pronunciar unas miles de palabras aunque no a traducirlas. Por fin accedían a un importante edificio enterrado bajo la arena y se encontraban con una biblioteca en buen estado de conservación y algunas pinturas murales. Estas sugerían que el complejo era una universidad (quizá demasiado parecida a las nuestras para ser creíble) y los murales ilustraban a qué ciencia se dedicaba cada facultad. Por fin, descubrían que en la pared de un aula de física los marcianos habían grabado la Tabla Periódica de los Elementos. Con esa Rosetta de la física, basada en datos tan objetivos en Marte como en la Tierra, leer el lenguaje marciano no ofrecía mayores dificultades. Una moraleja que hoy quizá calificaríamos de optimista, considerando que en el mundo real las cosas siempre fueron un poco más complicadas.

Pensemos que alguna catástrofe nos borra del mapa. Podría ser que los arqueólogos del futuro encontraran una tableta de las nuestras en buen estado y lograran cargar sus baterías. A pesar de la abundancia de datos, quizá tendrían dificultades para descifrar nuestras jergas. ¿Qué significaría “emblemático”, una palabra que servía para todo? “Mediático”, ¿se refería al medio físico o al gaseoso? ¿El “texto” era el producto de la industria textil? ¿Qué sería ese “rizoma” que aparecía más en los tratados de humanidades que en los de botánica? ¿Una ensalada étnica? ¿Un tumor benigno?

Compartir: 

Twitter

La piedra Rosetta en el Museo Británico.
 
FUTURO
 indice
  • Nota de tapa
    Mensajes cifrados
    De Champollion a Poe: la vocacion por desentrañar las claves de los sistemas de...
    Por Pablo Capanna
  • SOCIEDAD Y NUEVAS TECNOLOGíAS: ¿ES POSIBLE LIBERARSE DEL CIBERPASADO?
    Derecho a olvidar
    Por Esteban Magnani
  • AGENDA CIENTíFICA
    Agenda científica

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.