futuro

Sábado, 17 de mayo de 2003

EL GRAN FISICO INGLES PREDIJO EL FIN DEL MUNDO PARA 2060

Newton, el hereje

Por F. K.

Como suele suceder, las biografías de ciertos personajes famosos obvian algunos detalles (no minúsculos) de sus vidas –o al menos, los mencionan escuetamente y al pasar como la letra chica de los remedios–, así como ponderan otros. Más si se trata de individuos cuyas obras han servido a gobiernos e intelectuales de turno para justificar el estado imperante de las cosas o el imaginario social de una época. La biografía de Isaac Newton no escapa a tales maniobras discursivas (y políticas) que saltan de generación en generación no sólo desde diccionarios y enciclopedias sino también a partir de manuales escolares. Casi todas manejan los mismos datos: “Físico, matemático y astrónomo inglés (1643-1727) que enunció su Ley de Gravitación Universal en 1666, descubrió la atracción general de las masas, inventó el teorema del binomio que lleva su nombre y es, junto a Leibniz, el fundador del cálculo diferencial. En 1687, publicó su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), magna obra en la que reunió todas sus deducciones”. La verdad es que nada de esto es exagerado: los Principia Mathematica inauguraron un mundo nuevo. Pero ésa no es toda su historia.
Resulta que hay un aspecto de la vida del gran físico inglés (si no el más grande de toda la historia) que muchos dejan de lado y muchos más desconocen: Newton era una persona sumamente religiosa, al punto tal que pasó 55 años intentando decodificar la Biblia, en la que suponía que se encontraban las leyes divinas del Universo. En la segunda edición de sus Principia, el propio Newton expone las características de su dios: “Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, es decir, dura desde la eternidad hasta la eternidad y está presente desde el principio hasta el infinito. Lo rige todo, lo conoce todo, lo que sucede y lo que puede suceder. Dura siempre y está presente en todo lugar”.
Pero hay más. Muy a pesar de lo que creen muchos, Newton y Nostradamus tienen algo en común: ambos profetizaron, a su modo, el fin del mundo. Los 55 años de estudio de la Biblia (a la par de sus descubrimientos científicos) que destinó el padre de la física moderna dieron sus frutos: 4500 páginas manuscritas en la que intentó –en el más completo secreto– calcular la fecha exacta en que ocurriría el Armagedón (esto es, la última batalla global que acarrearía plagas, guerras, el retorno de Cristo y el fin del tiempo, seguido por un período de mil años en los que los santos reinarían la Tierra).
Como ocurrió con varios manuscritos de grandes pensadores, muchos de los de Newton –más que nada los teológicos y otros tratados de alquimia– pasaron por más de una mano: luego de permanecer guardados 250 años por la familia Portsmouth(parientes muy lejanos de Newton, que no tuvo hijos) fueron vendidos a la casa de remates Sotheby’s en 1930. Muchos fueron comprados por el economista John Maynard Keynes, y otros tantos fueron a parar a propiedad de un excéntrico coleccionista, Abraham Yahuda, que luego los donó a la Librería Nacional Hebrea en Jerusalén (Israel). Recién hace diez años, los manuscritos comenzaron a ser estudiados, para lo cual se fundó en Inglaterra el Proyecto Newton, una comisión encargada de analizar y descifrar el legado textual newtoniano (muchos de sus escritos pueden leerse en www.newtonproject.ic.ac.uk). Tanta repercusión tuvieron que hace unas semanas, la cadena BBC2 de Londres emitió un programa de una hora titulado “Newton: The Dark Heretic” (Newton: el hereje oculto) en el que se hace un recorrido de los estudios religiosos con un gran sesgo esotérico emprendidos por el científico inglés –dramatización mediante– y se anuncia con bombos y platillos la fecha, calculada por Newton, del fin del mundo: 2060. El canadiense Stephen Snobelen (Universidad de King’s College, Inglaterra) fue uno de los encargados en descifrar las palabras escritas de puño letra del científico que demostró que todos los cuerpos se atraen entre sí según una ley precisa, y explicó todos (sí, todos), los movimientos del universo.
El cálculo realizado por Newton parte de su análisis de un pasaje del Libro de Daniel (Antiguo Testamento) en el que se mencionan 1260 días que precederían al fin de todos los tiempos: el físico inglés interpretó que este período en realidad correspondería a 1260 años a lo largo de las cuales las iglesias (Ortodoxa, Católica Romana y Anglicana) estarían sumidas en el más profundo estado de corrupción. A la vez, el físico inglés entendió que el período de 1260 años en verdad habría comenzado en el 800, año en el que la Iglesia Católica se confirió un poder político por encima de las decisiones de los países. Así, el número apocalíptico cierra: sumó 1260 a 800, lo que da el año del Apocalipsis (2060), una cifra mencionada sólo dos veces en los manuscritos. A pesar de que –siendo Newton y todo– este asunto suena a puro disparate, es evidente que no se puede asegurar empíricamente que se haya equivocado; hay que esperar 57 años para comprobarlo y, la verdad, sería deseable que sus predicciones en este terreno no fueran tan exactas como lo fueron sus grandiosas predicciones físicas.
Consciente del ambiente religioso inglés, Newton fue muy cauto a la hora de vociferar sus creencias religiosas: nunca se atrevió a publicar sus tratados religiosos pues no quería ser acusado públicamente de herejía y menos ser condenado a muerte (básicamente porque se oponía a concepciones pilares cristianas como la de la trinidad).
Aun así, este aspecto de la personalidad y la vida de Newton muestra esa curiosa dualidad que tantos consideran una encrucijada para los hombres de ciencia: ¿se puede ser un científico moderno y a la vez religioso? La experiencia de Newton (como, en mucha mayor medida la de Kepler) demuestra que no sólo se puede, sino que en un científico pueden convivir su ciencia con el más extraño ocultismo (Marie y Pierre Curie eran espiritistas, sin ir muy lejos). Quizás no haya cálculo (diferencial o no) ni ley universal que respondan al interrogante.

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