futuro

Sábado, 2 de agosto de 2003

HISTORIA DE LA CIENCIA: GEOLOGIA

El fuego infernal

 Por Leonardo Moledo

“La Tierra es un gran mecanismo, sin atisbos de comienzo ni final.”
James Hutton, 1795


El Infierno de Dante, el Infierno de Jerónimo Bosch, el infierno de Gustave Doré. Si la teoría del océano en retirada tenía la serena belleza del clasicismo, la nueva teoría –Plutonismo– era densa y nerviosa: irrumpió como un sturm und drang de la geología y reemplazó al agua amable por los fuegos infernales y la acción de los volcanes.
Los plutonistas negaban que el océano se retirara, negaban que hubiera existido jamás un gran océano universal, y negaban que el agua fuera o hubiera sido fuente de cambio alguno. El centro de la Tierra era para ellos –de acuerdo con la vieja tradición antigua y medieval– una inmensa fuente de calor y de allí venía el impulso geológico: la tierra firme no era otra cosa que roca fundida que se había abierto paso desde el mundo subterráneo y luego se había enfriado. Los plutonistas transformaron al fuego interno y los volcanes en la fuerza principal que mantenía las cosas en marcha.
Naturalmente, esta postura descartaba cualquier conexión con el Diluvio Universal y desafiaba toda la historia bíblica, lo cual despertó no pocas resistencias: en 1788, cuando Transactions de la Royal Society de Edimburgo publicó la nueva teoría, su autor, James Hutton (1726-1797), fue acusado de ateo, de negar la evidencia de la Creación presente en las rocas y de ignorar la historia del diluvio catastrófico.
No era así. En realidad, Hutton era un caballero muy compuesto del Iluminismo escocés, contemporáneo y amigo de James Watt y Adam Smith, y como buen granjero que había sido (al estilo de muchos gentrymen ingleses ricos que alternaban la ciencia con la agricultura y se ocupaban por igual de las sociedades de ciencia y de sus farms) se había fascinado con el fenómeno de la erosión. La erosión desgastaba las montañas, los sedimentos eran arrastrados por ríos y arroyos, una parte se depositaba constituyendo el suelo fértil y todo, erosión mediante, más tarde o más temprano era arrastrado hacia el mar. ¿Qué pasaría cuando las montañas se desgastaran del todo y desaparecieran por acción del viento y la lluvia? ¿De dónde saldrían los nuevos sedimentos para constituir la tierra cultivable?
La teoría del océano en retirada no proporcionaba una respuesta para este interrogante e implicaba que, finalmente, toda la tierra terminaría depositada en el fondo del mar. Pero Hutton no podía aceptar que el Creador fuera a convertir a la superficie terrestre en un lugar inhabitable.
Por eso, pensaba que debía haber mecanismos de regeneración y elevación de la corteza que compensaran el ciclo de erosión. Y así, partiendo de la convicción de que el centro de la Tierra era un lugar infernalmente caliente, imaginó un balance eterno entre nacimiento y erosión, en el que permanentemente surgían nuevas rocas líquidas que se elevaban desde el mundo subterráneo y se infiltraban en la corteza, levantando las montañas y compensando la erosión. Para Hutton, el planeta era un mecanismo en movimiento perpetuo, creado por la perfección divina. El resultado era un sistema eterno y siempre renovable, “sin atisbos de comienzo ni final”.
Muy pronto se demostró que Hutton tenía buena parte de la razón, y que rocas como el granito que –según Werner– sólo podían haberse originadoen el mar, eran de origen volcánico: con experimentos en altos hornos, el químico James Hall ofreció la prueba de que el granito se solidificaba a partir de un estado líquido.
Los neptunistas resistieron y la discusión con los plutonistas fue áspera; salió del ámbito científico y ganó la literatura: grandes poetas como Goethe se vieron involucrados en ella.
Y es que, en realidad, la confrontación distaba de ser superficial, porque lo que en realidad estaba en juego no era si el agua o el fuego. Era el tiempo: la teoría del océano en retirada mostraba un planeta terminado desde el principio, que podía, mal que bien –más mal que bien— encajarse en la cronología bíblica de cinco o seis mil años, mientras que el plutonismo, que imaginaba a la Tierra como una máquina en perpetuo movimiento y renovación, exigía, con la mejor buena voluntad, muchos millones de años para la historia de nuestro planeta. Lo que el fuego infernal ponía sobre el tapete (y la conciencia) de la humanidad era una revolución conceptual y una nueva realidad vertiginosa: el tiempo profundo. (Continuará...)

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