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Sábado, 7 de agosto de 2004

NOVEDADES EN CIENCIA

Novedades en ciencia

La comunicación de las mariposas
A falta de verdaderos congéneres de mister Ed o Babe, el chanchito valiente (dos de los representantes con lengua más suelta en el reino animal-ficcional), nada mejor que poner el ojo en las aparentemente calladas mariposas para oír qué es lo que tienen que decir, habrá pensado la entomóloga Mirian Hay-Roe de la Universidad de Florida (Estados Unidos). Y aunque muchos le dijeron que no escucharía más que la música del aleteo de estos coloridos insectos, la científica detectó entre las mariposas Heliconius cydno, de Centro y Sudamérica, un entretenido diálogo de ruidos apenas audibles cuando interactúan. “No estaba buscando comunicación entre las mariposas; sólo observé que esas mariposas estaban haciendo ruido”, comentó Hay-Roe, quien aún no entiende cómo estas mariposas de alas largas azules y blancas pueden emitir señales acústicas (muy parecidas a las del código Morse) sin tener un sistema especializado para dicha función. La historia de este descubrimiento casual y serendípico comenzó hace unos años cuando la entomóloga trabajaba con otra especie de mariposas y compartía el invernadero con un compañero que estudiaba a las Heliconius cydno. Y lo peor que le podía pasar le pasó: sus mariposas no paraban de ser acosadas por las de su vecino. Y mientras lo hacían, según creyó escuchar alguna vez, emitían un tenue sonido cuando alejaban a las rivales de su territorio. Así fue como empezó a estudiar a estas mariposas –hasta entonces rivales– que cuando se encontraban con integrantes de su misma especie y durante sus vuelos también “hablaban”. Naturalmente, Hay-Roe no quería pasar por loca y entonces decidió grabar los ruidos de las mariposas con la esperanza de que alguna vez se probara que estos susurros constituyen una forma de comunicación (como especuló en 1874 Darwin cuando planteó que la especie Hamadryas usaba sonidos para atraer a potenciales parejas) u otra forma delicada y sutil de bullicio.

El Nilo y Alejandro
Si la semana pasada la duda osciló sobre Napoleón, ahora sobrevuela sobre la cabeza de Alejandro Magno. Como si todo lo helénico de repente se destapara con el comienzo de los Juegos Olímpicos en su cuna, Atenas, la causa de la muerte del gran rey de Macedonia vuelve a revisarse como si hubiera ocurrido ayer. La historia cuenta que Alejandro Magno murió a los 32 años el 323 a.C. después de varios días de fiebre en Babilonia. Sin embargo, la causa nunca se aclaró del todo y quedó así, deambulando entre envenenamiento (cuándo no), malaria, cirrosis, tifoidea y ahora: virus del Nilo. En diciembre de 2003, los epidemiólogos estadounidenses John Marr (Departamento de Salud de Virginia) y Charles Calisher (Universidad de Colorado) dijeron que la crónica de la muerte de Alejandro escrita por el biógrafo griego Plutarco varios siglos después indica que el conquistador habría sufrido encefalitis producto del virus del Nilo, que infecta a pájaros salvajes pero que también puede ser transmitido a humanos a través de mosquitos. Comúnmente avanza sin ser detectada o produce síntomas parecidos a la influenza. Y en otros casos la enfermedad se complica con menengoencefalitis. Para Marr y Calisher la muerte de una bandada de cuervos en las puertas de Babilonia (cuando Alejandro pasó por allí) contada por Plutarco –quien estaba obsesionado con los augurios de aves, como varios historiadores de su época– fortalecen la hipótesis. Pero el caso aún no está cerrado ya que otros veredictos aún se barajan. David Oldach (Universidad de Baltimore) publicó un artículo hace seis años en el que concluye que Alejandro murió de tifoidea, de acuerdo a síntomas también descriptos por Plutarco. La disputa seguramente se volverá más violenta de acá a unos meses gracias al próximo estreno del film Alexander de Olvier Stone, hábil director de historias de conspiraciones y asesinatos.

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