futuro

Sábado, 26 de abril de 2003

LA UNIDAD DE HERENCIA ANTES DE 1953

La prehistoria del gen

Por L. M. y Martín De Ambrosio

No hay que pedirle peras al olmo.” Que este refrán –autoevidente como todo dicho popular– pudiera refrendarse de modo científico fue algo que recién se logró durante el siglo XX. Y apenas es una exageración señalar que la biología molecular, al desmenuzar los mecanismos de la herencia, obtuvo su más rotundo éxito al permitir que el viejo refrán pudiera interpretarse y aplicarse correctamente.
Pero las verdades antiguas como el mundo muy rara vez son simples. Un hecho tan sencillo como que un rasgo hereditario aparezca de pronto, salteándose una generación, o que los seres vivos nazcan suficientemente programados como para su subsistencia, o el asunto –al fin y al cabo, no tan obvio– de que de los seres humanos nacen seres humanos, de los almendros, almendros, y nunca al revés, responde a un profundo, delicado, exquisito y complejo mecanismo, que permaneció en el misterio hasta hace exactamente 50 años.

EN EL JARDÍN DEL MONASTERIO
Todo empezó en el apacible y austríaco monasterio de Brunn (hoy República Checa) en el cual, a partir de 1857 y durante ocho años, el monje agustiniano Gregorio Mendel, versado en estadísticas y ciencias naturales, se dedicó pacientemente al cultivo de arvejas, estudiando con cuidado la manera en que las características pasaban de una generación a otra. Mendel observó que los rasgos se transmitían sin mezclarse: de la combinación de plantas enanas y gigantes, no resultaba una de talla intermedia, sino que adoptaban o una característica o la otra. Si los caracteres no se mezclan, como ocurre con dos colores diferentes al combinar pinturas, quiere decir que algo transporta esos caracteres y se ocupa de conservar su identidad. Y si un rasgo reaparece al cabo de una generación, quiere decir que algo, también, se ocupó de mantenerlo guardado y de preservarlo para la generación siguiente. “Algo”, que Mendel llamó “factor genético” y que estaba escondido en las semillas o en las plantas, o en las células que forman los seres vivos. ¿Pero qué es ese “algo”?, se preguntó Mendel. Nadie (y Mendel menos) pudo imaginarse que la respuesta sería uno de los descubrimientos capitales de la historia de la ciencia.
En 1865, Mendel presentó sus resultados de 8 años de investigación en una reunión de la Sociedad Natural de Brunn a una audiencia de científicos. Según consta en los registros de la charla no hubo una sola pregunta. Aquellos científicos estaban apurados por discutir el tema caliente del día: un librejo titulado El origen de las especies de un tal Charles Darwin. Al año siguiente el artículo se publicó en la revista de la Sociedad. No hubo más repercusión.
Para colmo, Mendel le mandó su artículo a un botánico famoso de la época (Karl Naegeli) quien le recomendó experimentar con la planta “oreja de ratón”, en la que no funcionó ninguna de sus leyes. (Después se supo que esta planta es “apógama”, es decir que se reproduce sin fertilización, sin entrecruzamiento de genes de distintos genomas.) Y por si su desgracia fuera poca lo eligieron en 1868 como abad de su monasterio, por lo que fue absorbido por tareas administrativas y ya no pudo seguir investigando. Murió olvidado en 1884.

DESPUÉS DE MENDEL
Lo más interesante del asunto es que, más o menos por la misma época, el bioquímico suizo Miescher aislaba una sustancia compleja y en apariencia, sin porvenir: el ácido desoxirribonucleico (ADN), una de las moléculas más grandes y complicadas de los organismos vivos. Ambos hallazgos, llegado el momento, formarían una combinación explosiva.
En el año 1900, el botánico holandés De Vries, redescubrió los trabajos de Mendel y las leyes de la herencia, desde entonces conocidas como “Leyes de Mendel”. Así, quedó establecido que los rasgos biológicos se transmiten en forma discreta: “algo” se encarga de cumplir el papel de portador del rasgo, y de transmitirlo de padres a hijos. En 1909, el botánico danés Johansen, decidió que usar la palabra “algo” para designar a los portadores de la herencia era bastante incómodo, y propuso llamarlos “genes”. Y –aunque tiene en Sutton y Bateson posibles coinventores– su denominación haría historia.

A LA CAZA DE LOS GENES
Por entonces los genes eran “teóricos”, meras entidades abstractas, aunque todas las pistas biológicas apuntaban a que existían, realmente, en el núcleo de las células. Sin embargo, la verdadera naturaleza de los genes permaneció en el misterio hasta que en 1944 el médico canadiense Oswald Theodore Avery logró alterar los mecanismos hereditarios perturbando una sustancia que hasta entonces parecía sólo un condimento de poca importancia en el cóctel celular, y que era justamente, el ácido desoxirribonucleico, descubierto por Miescher. A partir de los experimentos de Avery, se pudo demostrar que tal ácido (ADN) era el vehículo que transportaba la herencia. El misterio quedó resuelto: los genes de Mendel, De Vries y Johansen no son más (ni menos) que pedazos de ADN alojados en el núcleo de las células. La genética y el ADN se estrecharon en un abrazo que Abelardo y Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta –o cualquier pareja de amantes anónimos– hubieran envidiado y del cual nació la biología molecular. La humanidad entera debió rendirse: los genes son ADN, el ADN es un collar de genes que transporta la información necesaria para que la vida funcione, siga y prolifere, crezca y se multiplique. En un sentido fundamental, somos el resultado de ingeniosas y prolijas manipulaciones químicas dirigidas por los genes engarzados en el ADN. Y la pregunta que turbó el sueño de tantos filósofos, ¿qué somos?, comenzó a responderse científicamente: somos ADN, genes, nada más. El camino hacia la biotecnología y la ingeniería genética estaba abierto.

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