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Viernes, 16 de julio de 2004

CINE

Con arte y parte

No es un secreto. Mercedes Alfonsín es una de las mejores directoras de arte del cine argentino. En ella confluyen sensibilidad, talento y una excepcional formación que alcanzó, después de superar increíbles obstáculos, en la exigente New York University. Responsable de la coherencia estética visual de films como Luna de Avellaneda y Monobloc, trabaja ahora con Fabián Bielinsky en la preproducción de El aura.

 Por Moira Soto

Apenas en la última década se empezó a reconocer abiertamente, desde la crítica o los comentarios más o menos especializados, la importancia capital de la dirección artística en una película. A decir verdad, quienes mayor prestigio alcanzaron en épocas tempranas, cuando se les adjudicó algún valor a los aspectos visuales del cine, fueron los diseñadores de vestuario, que en los años 30 y en los 40 comenzaron a ser nombrados, e incluso a influir sobre la moda: Adrian (el que le puso hombreras a Joan Crawford para no disimular sus amplios hombros), Travis Banton (inventor de la silueta victoriana en S de Mae West), Jean-Louis (con el vestido negro satinado y los guantes largos de Gilda, se ganó el cielo de los fetichistas), Edith Head (que vistió a Bette Davis y a la debutante Audrey Hepburn, sin desdeñar los ropajes seudobíblicos de Los diez mandamientos, 1956). Más acá en el tiempo, adquirieron renombre colaboradores de grandes directores que sabían perfectamente lo que querían, como Fellini, Visconti, Pasolini, Leone: tal el caso del gran vestuarista Piero Tosi, y todavía más cerca empezaron a sonar Milena Canonero (Carrozas de fuego), Gabriella Pescucci (La edad de la inocencia, 1993), Sandy Powell (Orlando, 1993), entre otros muchos/as diseñadores/as. Y aunque en los 90 saltaron al primer plano figuras como la regia delirante Eiko Ishioka (que ya había hecho Mishima en 1985, antes del Drácula de Bram Stoker, 1992, donde por cierto además diseñó trajes casi abstractos, pura idea), todavía se ha seguido exaltando antes a los vestuaristas, incluso a escenógrafos y por cierto a directores de fotografía, que a los responsables de la concepción visual general de un film, de su línea estética, de su coherencia narrativa desde la ropa, los decorados, las locaciones.
En el cine argentino de los últimos años se destaca netamente la presencia de Mercedes Alfonsín, excelente directora de arte como lo demuestran sus trabajos más recientes: La puta y la ballena y Luna de Avellaneda, mientras que las imágenes que ya se conocen de Monobloc permiten hacerse grandes ilusiones. No sorprende, entonces, que Fabián Bielinsky (Nueve reinas) haya convocado a esta joven tan talentosa como estudiosa para su próxima realización, El aura, que protagonizarán Ricardo Darín, Pablo Cedrón y Dolores Fonzi.
Mercedes Alfonsín hizo a todo vapor la carrera de Arte en Filosofía y Letras, y su tesis de graduación fue sobre la especialidad del teatro barroco y la arquitectura: “Después de ese apurón, me quedé con un vacío muy grande, como perdida. Trabajaba en una galería de cuadros para pagarme la facultad y ya estaba un poco harta. Tenía una compañera que estaba trabajando en una productora de cine y quise probar otra cosa. Se trataba de unitarios para televisión, me preguntaron qué área y yo, con mis antecedentes, pensé: o fotografía o arte. A todo esto me venía interesando mucho por el teatro, amén por supuesto de ver una infinidad de películas, cuatro, seis por semana, en la Hebraica, la Lugones, la Sala 1. Pero no tenía idea de cómo era el trabajo en la práctica. Enseguida empecé como meritoria de arte en la película Rompecorazones. Lo que hice fue más bien escenográfico, pero me encantó y quise saber cómo se aprendía a hacerlo bien”.
Después de analizar las opciones locales (estudiar escenografía en La Plata o trabajar con gente especializada) y de afuera, supo que había pocos lugares en el mundo donde se enseñara dirección de arte para cine, un tema muy específico: “Incluso en Los Angeles es una materia dentro de la carrera de cine. Hasta que encontré, la NYU, la New York University, que tenía una maestría de tres años que comprendía régie de ópera, dirección de arte para cine, vestuario para cine y teatro. Apliqué a esa escuela que en ese momento era la mejor, la única. Había sido fundada por John Gleason, Oliver Smith –el diseñador de Amor sin barreras–, parte de esa camada estaba todavía y la facultad tenía un halo muy glamoroso. Era muy difícil entrar. Yo había empezado a hacer la escenografía de una compañía de danza. Mandé las fotos y los bocetos de esas producciones y ahí me admitieron”, dice Mercedes como si tal cosa, con genuina modestia, entre un bocado y otro de un brownie.
Los finales felices no son patrimonio de Hollywood, aunque en algún momento se hubiera sentido en Nueva York como la hija no reconocida de Annie, la huerfanita: ya que estaba en el baile, Mercedes aplicó a Antorchas y a la OEA y sacó esas dos becas únicas (para la Argentina y para Latinoamérica).
–¿Pasaste todas las pruebas mejor que Harry Potter?
–Se parece un poco, sí, en algún punto. Hoy, esa escuela es un lugar más abierto, con alumnos de todo el mundo, dirigido por una mujer. En ese momento, el director era hombre, gay, blanco, exitoso de la Costa Este.
–¿Creciste en todo sentido?
–Exactamente. Yo había vivido acá sola, pero ni comparación. Un aprendizaje duro, fuerte de muchas cosas.
–¿De dónde sacaste fuerzas y perseverancia?
–No podría decirte, es algo que quizá sucede cuando entrás en ese túnel, querés superarte, rendir lo mejor. Más allá de las tribulaciones, había aspectos fascinantes, gente muy talentosa dando clase. Siempre tuve la convicción de que valía la pena. También la ciudad de Nueva York me enamoró desde un primer momento. Al principio estaba en la 59 y 11: acabo de terminar Blonde, la alucinante biografía de Marilyn por Joyce Carol Oates, que cuenta cuando la Rubia Actriz va al primer ensayo del Dramaturgo, es en esa dirección. Ahí quedaba la pensión de las monjas, tenía que volver a determinado horario y si no llegaba, me quedaba sin dormir en la facultad. Dramático. Después me mudé al Village, en la 5 y la Primera Avenida, barrio todavía con su look original. Fue una lucha conseguir un departamento, que todavía está a mi nombre y en él siguen viviendo distintos argentinos.
–Llegó el día que te graduaste, y también el día que decidiste regresar al pago.
–Si te iba bien en la facultad, el director te ofrecía concertarte una entrevista con alguien muy conocido, casi equivalía a conseguirte un trabajo. Fui de los llamados, y después de informarme que estaban contentos conmigo, me preguntaron a quién quería. Y yo quería conocer a alguien que no estaba en la lista prevista: a Patrizia von Brandenstein, que entre otras cosas hizo Amadeus, porque siempre me pareció que ella trabajaba el diseño desde un lugar que tenía que ver con lo que pensaba y sigo pensando: muy conceptual. Entonces, si me iba a dar un lujo, quería conocerla a ella, que es famosa por su mal carácter, porque no hace sociales, es políticamente muy incorrecta dentro de la industria. Después de ganar un Oscar elige películas como Recuerdos de Hollywood porque se le da la gana. Amadeus, por ejemplo, tiene mucho que ver con la reconstrucción del pensamiento de una época. Porque, no se trata, como en otras producciones, de copiar todos los cuadros que viste de esa época.
–¿Como sucedía en La edad de la inocencia?
–Exacto. Bueno, el director me habla de otra gente y yo me mantengo en mi pedido. Me aclara: mirá, ella no nos debe ningún favor (por algo me gustaba esa señora). Y me informa que no hay garantías de que me consiga el número y de que me atienda. Me dieron el número, le dejé mensaje y me quedé cerca del teléfono. Bueno, en principio ella resultó todo un compendio de lo malo que te puede pasar en una primera entrevista, pero algo se fue aflojando y terminó muy gratamente. Patrizia me hizo una descripción muy realista de cómo era el trabajo en cine en la industria norteamericana. Yo después estuve en el set de El día de la independencia, trabajé en Siete años en el Tíbet, y viví esa extrema fragmentación del trabajo que hace que lo tuyo sea una parte tan chiquitita que es como si fueras empleada de un ministerio. Patrizia vio todo mi currículum y le pareció que yo era buena diseñando, pensando la película entera. Y me avisó que para llegar a eso tendrían que pasar varios años, después de meterme en esas estructuras gigantes. Cosa que obviamente ella no me recomendaba porque me iba a matar el tedio. Patrizia había estado en la Argentina antes del ‘83 para hacer el scouting de una película sobre profesores marplatenses desaparecidos, conocía el país. Y cuando nos despedimos me dijo una cosa muy linda: me da la sensación de que en tu país las cosas están comenzando, y los comienzos son siempre eventos felices. Esa entrevista tuvo mucho que ver con mi vuelta, después de trabajar un año allá. Años después, cuando El hijo de la novia fue nominada, la llamé, ella es votante. Me atendió personalmente, se acordaba de todo, y muy solidaria, se alegró de que una película hecha en el fin del mundo fuese candidata al Oscar.
–¿Cómo te reintegraste a Buenos Aires profesionalmente?
–Cuando volví en el ‘97 hice varios comerciales, con la publicidad tengo otra relación, la hago de vez en cuando. Trabajé en Río escondido, de Mercedes García Guevara. Después, hice Alma mía, con Pol-ka; El hijo de la novia, con Juan Campanella. La puta y la ballena la estuve diseñando mucho antes del rodaje, que fue largo y dificultoso.
–No te voy a contar a vos que la dirección de arte todavía no es suficientemente reconocida, que se habla de los fantásticos trajes de Pescucci o Gaultier como si fueran todo el arte de un film. Incluso se da el caso de críticos que salvan a directores mediocres por la calidad visual, que es mérito del diseñador de producción.
–Es rarísimo que se distinga la dirección artística. Dante Ferretti es uno de los directores de arte que ha conseguido imponerse, casi la estrella del equipo técnico. Los fotógrafos, con sus diversas asociaciones, han logrado que se haga justicia. Sin duda, para algunos directores una buena dirección de arte es un sostén fuerte. Mi concepto es que el arte es una dirección paralela que acompaña. Es lo que me gusta de Von Brandenstein: ella no pone figuritas de fondo, está contando una historia.
–¿Cómo encarás los diversos pasos de un trabajo tan complejo y englobador, que también incorpora la iluminación, la puesta del director?
–Me parece que para que las cosas funcionen bien, el director de arte tiene que estar bastante tiempo antes. De hecho, ahora estoy haciendo la película de Bielinsky y empecé seis semanas antes que cualquier otra persona del equipo. Para después hacer nueve, filmar doce. Imaginate que desde julio hasta mitad de enero trabajo con un señor con el que recién nos estamos conociendo. El aura se sostiene en gran parte de la historia por los espacios en que está sucediendo. Yo, en general, entrevisto a los directores. Leo el guión antes y hago una devolución. A veces lo relaciono más con fotografía, como en el caso de Monoblock, otras con literatura. Con Bielinsky, como ha visto mucho cine, me sale mi parte cinéfila. Estamos intercambiando opiniones sobre el posible director de fotografía, quién puede hacer el vestuario, el maquillaje. A mí me interesan todos los aspectos de la película: si puedo voy a la mezcla, a la dosificación, a la primera copia... Me documento mucho para cualquier proyecto, y esa documentación está abierta para todos los que participan en la realización. No es que yo tengo la criptonita y la guardo en un lugar secreto. Me gusta hablar de mi equipo, que estemos todos comprometidos en la misma dirección.
–¿Qué lugar ocupa Monobloc en tu vida artística?
–Sin duda, es una experiencia en un millón. Hay pocos proyectos en el mundo semejantes. Es muy difícil que en arte te toque un proyecto así, donde todo es singular: que aparezcan recursos para algo tan osado, que el director esté rodeado de tanta comprensión, tanta libertad, un respeto tan amoroso. Para todos los que estuvimos fue algo especial, que hizo difícil la vuelta a la normalidad. Se establecieron allí otros parámetros de relación humana, de relación con el trabajo. Para mí fue un acto pasional muy fuerte hacer Monobloc.

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