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Viernes, 19 de abril de 2002

ENTREVISTA

Palabra de magdalena

Emblemática tanto en el ámbito trascendente de los derechos humanos como en la cotidianidad tempranera, Magdalena Ruiz Guiñazú es una de esas mujeres que pierden el apellido para ingresar en la historia. En este caso, la de los medios de comunicación en la Argentina. Notable reportera, enojó a varios presidentes y, en tiempos de dictadura, corrió riesgos en nombre de una verdad a tono con ciudadanos y civiles. “Sueño con no morirme nunca”, dice. Es natural: asociada a las noticias frescas, no se imagina en ningún tiempo que no sea el presente.

 Por María Moreno

Al revés de la Magdalena de Proust cuyo sabor desmadejaba el tiempo perdido, esta Magdalena es puro presente, la voz de aura que da comienzo al día, la primera en decir lo último que acaba de suceder en el el agora, el ruedo político, todos esos lugares comunes con que se alude al espacio imaginario en que se juega el destino colectivo en ese conjunto de ficciones llamada Argentina. Esa voz tiene un aspecto terrible: literalmente anuncia que el sueño ha terminado. Magdalena Ruiz Guiñazú ya no se acuerda en qué momento, como tantas mujeres en la historia argentina –desde Victoria Ocampo hasta Hebe de Bonafini pasando por Elisa Carrió–, perdió el apellido, obteniendo al menos la clemencia de que su nombre de pila no se haya tiernizado en un diminutivo.
–Es que, ¿quién tiene apellido a las siete de la mañana?
Magdalena da un reportaje en una de las cabinas del segundo piso de radio Mitre, rodeada de micrófonos, de recortes de diario y de informes como si ella intentara ser una alegoría del medio de información considerado más familiar. Tiempo no tiene, pero puede negociar. Que diga algo que ya no haya dicho es difícil, no tanto por un meticuloso control de su propia imagen como por la incomodidad educada que adopta cuando se la coloca en el lugar en que ella suele colocar al otro: el de entrevistado. No parece probable que, ante las cámaras veladas de Jesús Quinteros en alguna emisión de “El perro verde”, fuera posible una Magdalena abandonada a una ensoñación desprevenida, a una confidencia jamás antes vertida en un micrófono. Se puede intentar seducirla haciendo una parodia buffa del diálogo entre Victoria Ocampo y Cocó Chanel ocurrido a la vera de unos biombos de Coromandel en el París de 1929. “¿Sabe que hace unos años estuve muy celosa de usted?”, dijo Victoria Ocampo. Chanel la miró con indiferencia, luego preguntó: “¿Stravinsky?”, sin la menor curiosidad. “No”, dijo Victoria y Chanel le cambió el tema. La cronista le dice a Magdalena:
–Mi ex marido se enamoró de usted por cómo se reía en una montaña rusa.
–No era una montaña rusa. Era como una cápsula espacial donde cabían dos personas. Estábamos en Disneyworld. Yo iba sentada adelante, en el suelo de la cápsula y el camarógrafo atrás. Eso fue para “Videoshow”.
Luego Magdalena mira sin condescendencia, pero tampoco muy conmovida por la evocación como si con los ojos preguntara: ¿y de ahí?

Informarse masticando
Si se quiere evocar la atmósfera periodística de los años ‘60 y ‘70, hay que imaginar una postal donde los grandes protagonistas se están llevando algo a la boca o están a punto de hacerlo. La Paz, El Pulpito, el Ramos, todo ese rosario de boliches maldecidos por haber acunado a revolucionarios de café –como si las revoluciones no se hubieran tramado en los cafés– alojaba a la crema de los investigadores. Pedro Barraza se deslizaba entre la pesada sindical con sandalias franciscanas, MiguelBriante le explicaba a Lanusse que lo había mirado “por joder, mi general” –estaban en el Ramos–, Rodolfo Walsh hacía lo que hacía, pero con tiempo para complotar junto a Felisa Pinto como convertir una nota sobre una boutique de rezagos militares en una nota fuerte. La conciencia de Magdalena no había comenzado su trabajo de politización, pero ella se desempeñaba como movilera ágil, de lengua suelta.
–Usted pertenece a un perfil de periodista que ahora desapareció totalmente, el que mezcla huellas culturales, “callejeros” y políticos. El modelo más evidente era Enrique Raab, que era capaz de cubrir una manifestación peronista, entrevistar a Juan José Camero y hacer la crítica de una función de gala en el Colón. Hoy casi se homologa periodismo con periodismo político.
–Sí, pero todos esos aspectos, más que constituir una mezcla de huellas , se habían politizado. Vos pensá que, por ejemplo, en el ‘72, Darío Castel, que era el viejo director del Canal 7, me dio el camión de exteriores donde yo me sentía una pulga para cubrir De Cézanne a Miró, una exposición legendaria en el Museo de Bellas Artes. Llevamos chicos de todos los colegios. Vinieron Raúl Soldi, Vicente Forte y Sara Gallardo, que vivían en esos momentos. Los intelectuales se mezclaron con los chicos, cosa que no sé si harían hoy. Tampoco un canal se atrevería a organizarlo. Estaba el boom de la literatura latinoamericana. Habían surgido el teatro y el rock nacional. En la calle Corrientes estaban los cines de las L –Lorraine, Lorange, Lorca–, adonde llegaban películas diversas que no le hacían ninguna concesión al público. Y lo fundamental: podías salir todas las noches con sólo vivir de un sueldo. ¿Cuántos amigos de las redacciones cenaban siempre en un boliche? Te diría que el 80 por ciento del periodismo. Hoy en día no habría sueldo que aguantara. Yo entonces conducía con Antonio Carrizo el noticiero “La primera de la noche” hasta que José María Villone, secretario de Prensa de Isabel Perón y un hombre fuerte de la Triple A, me aplicó la ley de prescindibilidad. Lo cual era gravísimo porque todos los medios eran estatales, menos radio Rivadavia y radio Continental. Como el destino es sabio, yo ya estaba en Continental y ahí me quedé toda la dictadura. Tuve la enorme suerte de estar en una empresa privada que siempre me apoyó, aunque a lo mejor no me aprobara. La directora –que era viuda de un coronel, Elizabeth Udaquiola– solía enojarse mucho con Eduardo Aliverti y conmigo, pero nos permitió hacer un periodismo bastante independiente dadas las condiciones del momento. Por ejemplo, yo lo criticaba mucho a Cacciatore porque me parecía lamentable lo que estaba haciendo y ella un día organizó un café para que lo conociera. “No puede ser que no puedan ni siquiera conversar.” “Yo no puedo conversar con un señor que está haciendo los negociados que está haciendo sin que nunca se le logre comprobar nada.”
En 1979, el ministro del Interior, Albano Harguindeguy, planeaba reformar la Constitución, pero primero arranca el consentimiento de la prensa. Con verticalismo castrense, consultó primero a los directores de los grandes medios, a los periodistas machos y en última instancia a las “señoras” periodistas a las que invita con té, masitas y una pregunta retórica: “Señoras, ¿para qué queremos control de natalidad?”. La señora “mona”, que bien podría encabezar las listas de gente bien de Landrú junto con María Belén y Alejandra, conserva aplicadamente su grabador encendido y, bajo la venia (civil) de la señora de Udaquiola, difunde la discusión por radio Continental.
Magdalena suele responder al poder –sobre todo al poder amenazante–, lo sepa ella o no, corriéndose del espacio político desde donde se la interroga al privado, personal, una tradición de la defensa femenina. Cuando Mariquita Sánchez, exiliada en Montevideo, “espiaba” para la causa unitaria y Juan Manuel de Rosas la interrogaba sobre los motivos de su exilio –evidentemente políticos–, ella respondía: “Me fui porque te tengo miedo, Juan Manuel”. En la dictadura, Magdalena replica desde la señora honorable que es, indignable ante toda sospecha de intereses políticos. En una ocasión, el jefe de Policía de la dictadura, coronel Arias Duvall, la llamó a la radio porque ella había denunciado unas desapariciones. El diálogo fue, grosso modo, el siguiente:
–Realmente, si yo no supiera quién es usted, pensaría que es un elemento subversivo.
–Yo sé que tiene mi legajo sobre su escritorio.
–Sí.
–Señor jefe de Policía, no le voy a permitir que usted dude de mi honorabilidad. Yo jamás sería capaz de matar a nadie.
La enunciación del honor, una virtud parapolítica, se vuelve estratégica. En democracia, Magdalena interpela enarbolando pruebas y esgrimiendo títulos “Pe-ro-se-ñor-presidente”, “Le-re-pito-señor-ministro-aquí-cons-ta...”, como si fueran sentencias.
–En alguna entrevista ha dicho que la investigación independiente sustituía la judicial. En un tiempo, las investigaciones independientes apuntaban más a la difusión que a sostener la esperanza de una resolución jurídica.
–No creo que haya una respuesta definida a eso. Ojalá todos los casos remontaran periodísticamente y judicialmente, que las dos vertientes confluyeran en la verdad. Este es otro tiempo diferente del que convertía las investigaciones independientes en semiclandestinas, no sólo por el hecho de vivir en democracia. Hoy es fácil trampearle al ciudadano común. La gente está más informada que hace diez años porque ha recibido golpes en carne propia.
Magdalena se ha peleado con dos presidentes. Interpelado sobre las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, Alfonsín terminó –al igual que cuando pidió hablar en lugar de con la señora Thatcher, con el señor Thatcher– poniendo a Magdalena en su lugar de dama: la acompañó hasta la puerta y le dijo que se había alegrado de verla. Menem aceptó discutir públicamente con ella temas como la pena de muerte.
–Menem no se ofende nunca. Su gran cintura política es porque quizás es mucho más duro que otros. No es capaz, es astuto. Y es su aparente agilidad la que le permite golpear más fuerte después.

“¿Peruca? Jamais”
Magdalena Teresita Ruiz Guiñazú, que tomó la comunión en el Vaticano y estudió en el Sagrado Corazón, salió con otras jóvenes de la Acción Católica en cuya revista Gente joven había trabajado como cadete, a vitorear la revolución del ‘55 al grito de “Cristo vence”. Después dice que fue menos gorila, pero con precisiones.
–A mí me censuraron tanto los Montoneros como las Tres A. En la época de Cámpora me dijeron: “No hay nada contra vos, pero sos una imagen de Barrio Norte y no nos gusta”.
–Pero ellos tenían a Chunchuna. Muchos, cuando elegían parejas, no se privaban de las chicas de Barrio Norte. Es más, era un desafío “cooptarlas”.
–Pero yo no militaba y no formaba parte de ese entretejido. Entonces, Enrique Tortosa, que era del PC, me llamó a Rivadavia –yo ya estaba haciendo el “Fontana Show”– y me dijo: “Compañera, yo sé que usted está en problemas, el sindicato la va a defender”. Y ahí empezó una excelente relación con el sindicato, tal es así que su abogado ha seguido siendo mi abogado en temas laborales. Y me ganó un par de juicios.
–Los acercamientos tienen que ver con cierta ética más allá de las diferencias políticas. ¿El “independiente” se suele aliar con “independientes” de otros lugares aunque sean antagónicos?
–Es probable. A través del sindicato me reincorporaron. Pero me acuerdo de que me tejí todo un pulóver porque me tenían sentada en un rincón del área del noticiero. De pronto alguien preguntaba: “¿Quién va a casa deGobierno?”. “Yo, yo”, decía siempre, muerta por hacer notas en la calle. “No, vos vas al zoológico porque nació un osito.” Y entonces pensé: “A ésta me la voy a bancar y me van a tener que despedir e indemnizar”. Porque la tentación era pegar un portazo e irse.
–¿Su eje siempre fue la política?
–Mi eje fue lo que pasa en el mundo. A mí siempre me fascinó la idea de estar en un ring side, de ver la pelea de cerca con quien fuera.
–Había periodistas que podían convertir la nota sobre el osito en una pieza literaria. Claro que siempre ésta seguía perteneciendo a lo que se llamaba “el periodismo hembra”.
–Era considerada una nota de parrilla. En esos tiempos vegeté, aunque en el mismo programa me dieron una sección de conciertos que también era considerada una cosas muy poco importante. A eso lo reproduje a lo largo de los años en el cable donde yo hacía “Magdalena y la ciudad”, un programa sobre cine, música y teatro, pero que me hizo mucho bien en medio del sinsabor de estar tejiendo mientras los otros iban a cubrir notas buenas.
–En el ‘55 era gorila.
–Como toda la juventud universitaria.
–Dijo en un reportaje que los fusilamientos del ‘56 fueron menos atroces que hacer desaparecer gente y tirarla al agua. ¿No había ya desde allí una genealogía de impunidad?
–Yo soy totalmente contraria a la pena de muerte. Creo que Bush nos da una muestra de su carácter repugnante cuando, siendo gobernador de Texas, nunca condonó una pena de muerte, cuando justamente la condonación es una facultad del gobernador. La gente que firmó los fusilamientos del ‘56 puso su firma por más execrable que fuera el procedimiento. Era más difícil poner la firma que tirar gente desde los aviones y escudarse en el anonimato. Eso es de una cobardía infinita. Estos señores que hicieron desaparecer gente y la tiraron después al Río de la Plata ni siquiera se hicieron responsables. Y con la idea de que todos fueran cómplices se construyó una cadena de silencio que todavía hoy existe. Los nazis inventaron la cámara de gas y los argentinos tirar gente al río.
–También la picana y las huellas dactilares.
–Qué honor.

El miedo se lee en pasado
Magdalena, amenazada de muerte en repetidas oportunidades, dice que el riesgo se reconoce a posteriori. En el presente del peligro ella, a lo sumo, sufre de insomnio, lo cual no le es nada habitual. Sobre todo considerando que se levanta poco más tarde de las cuatro de la mañana.
–Uno no tiene una percepción real de ciertas cosas. Yo no hubiera tenido tanta fuerza para ir al frente si hubiera sabido todo lo que supe después. La vida a veces primero te permite ciertas actitudes y luego te devela la realidad que, por suerte, en determinado momento no conociste.
Según el relato de los que sobrevivieron a los campos de concentración, el reconocimiento de lo atroz es siempre fragmentario. Para mí, el día en que los desaparecidos dejaron de ser nombres que leía en algún periódico fue cuando lo desaparecieron a Eduardo Frías, jefe de fotografía de Gente. Estuvo desaparecido 40 días. Los que estábamos en radios privadas, empezamos a pedir por él. Siempre en el Día del Amigo me regala una de las flores que cultiva.
–En ese saber fragmentario todavía desaparición no equivalía a muerte.
–Una de las cosas que se decían, y que lo comentábamos con José Ignacio López, era que en la Patagonia había campos de detención a la manera de los nazis. No había sobrevivientes, lo que pasa que uno tenía la esperanza. Durante el Mundial circulaba la idea de que había un campo al lado del estadio de River. Nosotros decíamos: “No, qué disparate, es el Tiro Federal, por eso se escuchan disparos”. Al poco tiempo empezaron a aparecer los croquis de cómo era la ESMA por dentro. Ya como miembro de la Comisión Nacional, acompañé familiares al Borda buscando sala por sala conuna foto en la mano. Estaban las pistas falsas de los servicios, que eran terribles. Por ejemplo, en un momento, tuvimos el testimonio de una familia que estaba totalmente engañada. Le había llegado información a través de un ex secuestrado de que un familiar estaba detenido en Junín de los Andes en una unidad militar. Y para que la información no se filtrara –ya estábamos en democracia–, me acuerdo de que ni siquiera tomaron un avión de línea. Fue un miembro de la comisión, un médico, la madre, gente del Ministerio del Interior, en un avión de Gas del Estado. La idea era caer de sorpresa. Desgraciadamente no encontraron nada. No encontramos nada en ningún lado.
–¿Usted cree que un libro como Nunca más genera una dimensión exacta de lo sucedido? Quiero decir, más allá de su función ética y de justicia. Pienso en ese afiche de Benetton con el joven que agoniza en brazos de su madre. ¿Un mensaje de ese tipo contribuye a la prevención del sida o genera negación, rechazo?
–Lo único que sé es que vendió más de un millón de ejemplares. Incluso cuando con Walter Goobar y Silvia Di Florio hicimos el primer documental, donde Diana Alvarez nos puso el hombro, “ESMA: el día del Juicio”, con la comisión ya funcionando, pero recién con los primeros testimonios, me acuerdo de que hicimos 20 puntos de rating; 20 puntos sostenidos, o sea que la gente se sentó a verlo y se quedó hasta el final.
Quien redactó el Informe del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército describe a Magdalena como un crítico especializado en moda: “Cabello: rubio, matizado (claritos), corte tipo melena, sobre los hombros. Cara: triangular. Ojos: medianos, pardos. Nariz: recta, mediana. Boca: mediana, de labios finos. Cuello: alto, esbelto. Vestimenta: la causante viste muy elegantemente y a la moda, usando ropa de muy buena calidad y excelente confección, combinando sobriamente colores y detalles (bijouterie). Acostumbra a usar perfume francés de fragancia penetrante”.
–Lo siniestro es que está redactado como para mostrar qué cerca tuyo estaban. Ahí sí, cuando lo leí, sentí el frío en la nuca. La señora de Escobar que trabaja en casa hace ya 37 años, cuando se lo comenté, me dijo: “Que horror: vivíamos con una persona adentro”.

La cepa política
El estilo de Magdalena es investigar desde una posición que parece pensarse más allá de los bandos en pugna. Su estilo de reportera, aunque ella utilice para aludir a sus múltiples intereses la metáfora del ring side, no apela a transmitir una complicidad con el público para que éste la contemple noquear al adversario. No habla tampoco para educar al público sino, fuera de toda intención populista, partiendo del supuesto de que sus preguntas son las comunes que se realizan, al abrir los ojos, los argentinos que se desperezan. Sí, también está en Mitre por la tarde y planea, a partir de mayo, hacer junto al National Geographic el programa “La aventura” que irá por Canal 13 los sábados a las 20. Allí se correrá de la política para desplazarse entre temas tan dispares como Leonardo Da Vinci y el fútbol como ciencia. Pero la Magdalena simbólica se asocia al país y a la mañana.
–¿Qué opina del movimiento cacerolero?
–No creo en el “que se vayan todos”. Creo en que sean menos corruptos, más eficientes, que cumplan con la ley. En una democracia, la clase política es fundamental. Que nos haya desilusionado, que se haya desprestigiado, es trágico. Y que los dirigentes sean motivo de escándalo por sus propios escándalos, al igual que la Justicia, es un síntoma de decadencia y descomposición.
–¿Qué políticos la desilusionaron a usted?
–Fue una enorme desilusión el hecho de que Chacho Alvarez renunciara. Desgraciadamente, De la Rúa lo empujó, pero él debería haber aguantado porque era inteligente, porque era joven, porque era honesto, porque había sido votado. Cuando vos sos elegido através de las urnas, tenés una responsabilidad hacia el votante. No es como si se formara parte de una empresa, que si un día no te gusta, te vas. Tenés que hacerte cargo del voto de la gente. Si Chacho hubiera estado en su sitio, nos hubiéramos evitado a Puerta, Rodríguez Saá y Duhalde.
–En algún momento se sentía cerca de Matilde Menéndez.
–Sí, y cuando se dio a conocer su responsabilidad en el manejo de la parte económica del PAMI, dije: “¡Qué lástima!”. Acá, a la radio, suele caer todo el tiempo gente a pedir auxilio. Vino una vez un muchacho ciego muy prolijamente arreglado, pobremente, pero bien vestido que me dijo: “Mire, hasta ahora yo he tenido una beca para estudiar informática, que se me terminó. Y no voy a volver a mi provincia porque en mi provincia, literalmente, me muero de hambre. Estoy durmiendo en la calle. Hoy fui a un baño público para bañarme”. Entonces agarré el teléfono, la llamé a Matilde Menéndez y le dije: “Mirá, acá tengo a un señor ciego que está firmemente determinado a que se haga algo por él”. Era un momento en que no había homeless. Ella lo pensó cinco minutos y me dijo: “Mirá, decile que se quede ahí y que le mando un coche. Nosotros tenemos unos hoteles en Constitución donde por sesenta días puede tener una merienda al día y dormir. Mientras tanto que busque trabajo”. Lo único que te puedo decir es que el tipo no volvió. Eso es lo que los franceses llaman dépanner. Eso podía hacer de pronto Matilde Menéndez.
Magdalena no cree en el “que se vaya todos”, pero el movimiento cacerolero le hace evocar a su hijo Edmundo, muerto a raíz de un infarto masivo a los 28 años. Sin embargo, aún a través de un duelo que no cesa pero que va cambiando, el recuerdo adquiere la forma de la conciencia social.
–Estar desesperado 20 años es inaguantable. El dolor no es como entonces, pero jamás aparece la conformidad, el reconfortamiento. Edmundo era un chico divino, médico, que estaba por casarse. Le decíamos –esa cosa de familia– “Prica”, que es “Capri” al revés por esa asociación entre Capri, la isla más linda del mundo, y el chico más lindo del mundo. La política le fascinaba, si bien nunca militó en ningún partido político. Estudió medicina y filosofía. Luego psiquiatría. Cuando murió, al volver del cementerio –era un día de frío–, me metí en la cama pensando: “Qué suerte tengo dentro de todo este horror”. Porque sabía que había mujeres que vuelven a su casa y se encuentran con las carencias más elementales y todavía encima se les muere un hijo. Mis compañeros José Ignacio López y Eduardo Aliverti, con los que estaba trabajando en Continental, me reemplazaron. Pero a los pocos días me di cuenta de que era tal la tristeza de quedarme en casa, rodeada de cosas que hasta cinco minutos antes habían sido cotidianas y buenas y que se habían convertido en recuerdos, que me puse a laburar. Hoy siento que mi hijo está presente porque él era muy presente. Era de esas personas que nunca pasan desapercibidas. Y cuando veo los cacerolazos, pienso en qué habría pensado él sobre eso.
El tono conmovido puede dejar entrever la intimidad de Magdalena. Sin embargo, ella da la impresión de que sólo puede revelarse verdaderamente ante un interlocutor con el que litiga. Es un estilo que a veces cede para que ella se tire al sol en una playa y vaya rotando para quemarse parejo mientras lee ¡el diario! Sólo que el placer entonces consiste en que lo haga a las doce del mediodía.
–¿Por qué dijo en algún momento que no entrevistaría ni a Massera ni a Firmenich? ¿Cuáles son los límites?
–No me interesan los personajes de la violencia.
–¿Ningún interés en saber sobre los modos en que se ha producido su accionar?
–Una vez que te asomás al alma humana, como yo me asomé a través de la Comisión Nacional, no querés ver más esa zona negra, nunca más.
–¿Qué le queda en la manga?
–Sueño con no morirme nunca. Con que todo quede tal como está. Mis hijos, mis nietos, mi marido, mis amigos. Un sueño descabellado: que por mil años nada cambie.
–Y cuando baja a la realidad, ¿planea algo para un futuro en que no trabaje?
–Ni lo pienso. ¡Jamás!
–¿Se psicoanalizó?
–Largamente.
–No parece.
–...
–Quiero decir que no hay huellas en su lenguaje.
–No digo “a nivel de”.
–Pero en el diván debe haber surgido un mito de origen de su vocación.
–Mi escena es muy simple. Después de la Segunda Guerra, mis hermanos se abonaron a Paris-Match y cuando yo vi esa revista, me fascinó y pensé: “Cómo me gustaría trabajar en eso”.
–¿Qué se siente ser Caballero de la Legión de Honor?
–Que pobre mi marido: tiene que dormir con un caballero.

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