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Viernes, 29 de octubre de 2004

VIOLENCIAS

La espalda de Juana

Juana Cerdá tiene 72 años, 8 hijos, 67 nietos y 40 y pico de bisnietos -aquí las cuentas se hacen difusas–. Creció con una familia de “crianza” y trabajó desde que tiene memoria. Hace dos años asistió al entierro de su nieto Ezequiel Demonty; desde entonces adelgazó 30 kilos. No porque le cueste asumir la muerte, es la violencia y la discriminación, dice, lo que le nubla el entendimiento.

 Por Sonia Santoro

La noche del 20 de octubre, Juana Cerdá acababa de cenar con cuatro nietos y su hijo menor, cuando unos 20 policías irrumpieron en su casa a fuerza de golpes y patadas. Tres terminaron en el hospital, incluida ella, a la que le volaron la dentadura de un golpe y le cortaron una mano, mientras intentaba que dejaran en paz a su hijo.
–¿Por qué me hacen esto ustedes? –preguntó la mujer, en cuanto le dieron respiro.
–Por el secuestro extorsivo –dijo un policía.
–¿Secuestro extorsivo, de qué?
–De Patricia Nine.
–¿Les parece a ustedes que una vieja y un chico vamos a secuestrar gente?
–Tenemos que allanar.
–¿Dónde está la orden? –preguntó ella. Y a los 15 o 20 minutos apareció la orden de allanamiento, en la que ya no era una mujer la secuestrada sino un hombre.
–Si tienen que allanar, allanen como cristianos, porque yo no tengo nada ni hago nada malo, yo soy pobre nada más –dijo ella.
Juana Cerdá es la madre de Dolores Sigampa y la abuela de Ezequiel Demonty, por cuyo asesinato dos días antes del allanamiento habían sido condenados a perpetua tres de los policías implicados. Por eso Dolores no duda en llamar esto “el favor pagado de alguien”. “Yo espero que esto pare porque nuestro mensaje siempre fue el mismo: basta de muerte, violencia y discriminación –dijo a Las/12–. Porque en estos barrios somos discriminados, entran, pegan y nadie tiene derecho a nada. El respeto que merece la gente rica también lo merecemos los pobres porque somos seres humanos, no somos animales. Yo siempre dije que a mi hijo lo trataron de negro de mierda y eso salió a la luz en el juicio. Siempre somos unos negros... y no tiene que ser así.”

La cita es en Piedrabuena y Eva Perón, esquina de Lugano desde la que Dolores guía hacia la tira 20, casa 308, del Núcleo Habitacional Transitorio, casas de la comisión de la vivienda que terminaron siendo transitorias para siempre (por lo menos desde los 36 años que su madre vive allí) convertidas en una extensión de Ciudad Oculta. El camino pasa por delante de un galpón que ahora se llama “Comedor Ezequiel”, porque allí el hijo de Dolores colaboraba los sábados y domingos como parte de sus tareas en la iglesia evangélica Vida Abundante.
Dolores se adentra en un pasillo cercado por casas bajas; la custodian unos perros somnolientos cuando señala una casa que no necesita indicaciones. Ahí está el afiche con la foto de Ezequiel Demonty y la leyenda: “Basta de muerte, violencia y discriminación”. “¿Ves por qué es casi imposible que no supieran que esta casa tenía algo que ver con Ezequiel?”, dice Dolores. Adentro, Juana mira un programa de chimentos junto a otra de sus hijas y dos o tres nietos que se irán renovando a lo largo de la entrevista. Juana tuvo ocho hijos, 67 nietos y cuarenta y tanto bisnietos, informa la familia. En el barrio le dicen “mama” y siempre hay alguien con tiempo para tomar un mate con ella. Cuando Dolores llegó al barrio la noche del 20 de octubre todo estaba alborotado. “Le pegaron a la mama”, era el grito que se escuchaba más fuerte. “¿No se dieron cuenta que es una vieja?”, preguntó apenas pudo llegar hasta su madre e interpelar a un policía.
Poco habían importado los 72 años de Juana o los nueve de la nieta menor que quedó tirada en el piso después de haber recibido una patada en el trasero como sus otros tres hermanos. El objetivo era Raúl, el hijo menor de Juana, de 29 años. “De los cabellos lo llevan al pasillo. Ahí yo me desespero y salgo, y ahí empujo a la policía sacándolo un poco de arriba de él. Forcejeamos. Yo empujaba para adelante y ellos para atrás, ahí parece que fue cuando uno de ellos me corta. Primero era uno que trata de sujetarme y yo sigo luchando, después otro del otro lado. Ya al tercero parece que le dio rabia. Ahí yo digo que me dieron una cachetada, yo no veo, pero siento el golpe. Los dientes volaron y no me los encontraron. Entonces ahí les digo: qué quieren, me mataron a mi nieto ahogándolo y ahora me quieren matar a mi hijo a golpes. Y ahí ya aflojan un poco”, cuenta Juana, todavía con dolores en la espalda, en la boca y la mano. Pero ella les resta importancia: “No es nada, otras cosas dolieron más ¿no?”.

Sentada junto a la mesa, Juana muestra las secuelas que la policía dejó también en su casa: arrasó con una puerta de chapa, el vidrio de otra y agujereó una más, a patadas. Frente a ella hay una vitrina repleta de adornitos de porcelana de todo tipo. La virgen de Luján, San Pantaleón y San Cayetano comparten el espacio con una foto en primer plano de Ezequiel. Ese es altar al que Juana, católica devota, le reza cada mañana y cada noche. Así se lo enseñó su madre y así lo repite ella que quedó huérfana a los seis años y fue arrancada de su vida en La Pampa y de sus hermanos para entregarla en manos de una familia de crianza.
La vida no fue fácil para ella, tres veces viuda y siempre con hijos que criar. Cosió botones, planchó ropa, fue cartonera: “Yo he laburado, para eso tengo mi buena espaldita y mis manos grandotas, para laburar de lo que fuera. Vergüenza no me daba, sabía que tenía que darle la comida a mis hijos”. La cuestión, dice, es mirar para adelante: “Yo siempre digo, una vez que las cosas malas te pasan y aguantaste, no hay que seguir recordando, hay que echarlas atrás”. Pero lo de Ezequiel no es algo que pudiera haber imaginado. Todavía está saliendo, dice. Aún siente cómo le frotaba la espalda como saludo en cada visita. Se acuerda de sus chistes y la fijación que tenía con los anteojos. “El estaba siempre riéndose, conversaba de las cosas que pasaban, de los hermanitos, de la madre, era un chico muy bueno, muy pacífico”, dice. Los primeros dos meses no pudo levantarse de la cama. Perdió 30 kilos desde entonces. Y sus plantas todavía se lo reclaman, descuidadas entre ropa y algunos tachos, en el pequeño patio delantero. La explicación que encuentra Juana es que fue una prueba de Dios, una bien fuerte. Cuando lo dice, su relato se interrumpe un par de largos minutos, los suficientes para que sus ojos se humedezcan y sus hijas se inquieten. Solo queda en el aire esa pena de amor que los hermanos Pimpinela gritan desde la pieza de al lado o la del vecino. Pena que ahora suena, por lo menos, trivial. “Yo asumo que alguien puede fallecer por una enfermedad, pero jamás así, por eso digo que Dios me dio este dolor”, dice. Si lo sabrá Dolores, que como signada por su nombre perdió tres de sus diez hijos: uno murió de leucemia, otra por una cardiopatía congénita. El terciero es Ezequiel.

Dolores cree en el Dios de la iglesia evangélica y a él está abocada desde hace 11 años, cuando su marido salió de las drogas y decidió ayudar a chicos con esos mismos problemas. Para ella, la muerte de su hijo “no fue propósito de Dios sino de hombres a los que no les importó nada, pienso que si Dios lo permitió es para que no vuelva a suceder”. Dolores dice que la sentencia le trajo algo de tranquilidad, de esa paz que puede dar el hombre, porque Dios ya se la había dado desde el momento en que no le permitió devolver con violencia. Se le ve en el rostro, sereno y juvenil a pesar de haber protagonizado tanta crueldad. En cuanto a Juana, la sentencia no alcanzó para ponerla contenta porque no le desea el mal a nadie: "El castigo de la Justicia humana está bien. Yo digo que tienen que haberlo merecido desde que mataron a mi nieto, pero también pienso en esa familia que queda detrás". Lo dice aferrada ahora a un cigarrillo de los diez que fuma por día casi con la misma terquedad con que cree en Dios. "Mis hijos me retan pero yo no les hago caso, como chico nuevo", dice por primera vez riendo y contagiando la risa a los presentes. Si el cigarrillo le hiciera mal, está segura, ya se hubiera muerto porque fuma desde los 14. Desde que trabajaba como dama de compañía de una francesa que además de iniciarla en el placer del tabaco le hizo conocer al actor de moda de entonces: Pedro López Lagarde.

Juana se levanta con dificultad para que le tomen fotos afuera, con el fondo del "hospitalito", como llaman a ese hospital gigante que nunca se terminó de construir ni de tirar abajo. Alguien le pregunta si le duele la mano, ella responde: "No es nada, otra cosa dolieron más ¿no?", y enseguida hace algún comentario que provoca risa sobre los agujeros de su saco de lana. Dolores va detrás, pensando tal vez en su nieto David Ezequiel que ya tiene un año y seis meses y nació después de que su papá fuera obligado a tirarse al Riachuelo. El chiquito es igual a su papá, tiene la misma piel, la misma cara del que ya no está gracias a unos policías que ella todavía trata de comprender: "Sería ridículo decir que toda la policía es igual. Yo a la policía la tengo que tomar como a una familia. Yo tengo diez hijos y no son todos iguales". Con la asociación "Por la fuerza de Ezequiel" llegó a armar un campeonato de fútbol para construir un puente entre la sociedad y la policía. En eso está a pesar de las críticas de uno y otro bando. Trabajando para que "esta violencia que sufren los más humildes se termine". Lo dice mientras hace de guía nuevamente hacia afuera del barrio.

Juana la espera en casa, rodeada de chicos, como siempre quiso estar. Lista para ir al hospital a hacerse una dentadura porque la que le voló la policía apareció rota, quién sabe si masticada por los perros o aplastada por alguna bota apurada en la oscuridad de ese 20 de octubre. Como sea, la dentadura no sirve más y hay que hacerla de nuevo y así, como diría Juana, "quedar limpia para salir otra vez". Y las veces que sean necesarias.

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Pablo Piovano
 
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