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Viernes, 22 de abril de 2005

MúSICA

Todas para una (banda)

Después de varios años de circular por escenarios tan diversos como los que se encuentran en casinos o festivales un poco perdidos, Las Blacanblús volvieron al centro (de Buenos Aires) con disco nuevo y tradición antigua: poner las voces y el cuerpo para que la música obligue a despegar los pies del suelo.

 Por Marta Dillon

Es una rara tarde de calor instalada en pleno otoño. Un lugar común que ocupó buena parte de las conversaciones de la semana y a la que es fácil echar mano cuando la ansiedad por otros calores por venir tiene a estas mujeres picoteando grisines, moviéndose en las sillas, atisbando más allá de la mesa en la que están sentadas. Es martes al mediodía, tiempo de descuento hasta hoy, viernes, cuando finalmente llegue la segunda fecha de show para Las Blacanblús en el teatro ND Ateneo, el lugar donde volvieron a encontrarse con ese Gran Público que las había perdido de vista, porque desde principios del nuevo milenio las ventanas de los medios se habían cerrado para ellas. No es que Déborah Dixon haya vuelto en ese tiempo a las clases de francés, ni que Viviana Scaliza y Cristina Dall se hayan dedicado de lleno a las clases de canto; las chicas estuvieron cantando igual que siempre, lo que había cambiado eran los escenarios: casinos, festivales de blues, pubs en el interior. Sólo en Buenos Aires, donde atiende el famoso mostrador de la suerte, se habían quedado sin números. Pero ahora las chicas volvieron y esto es algo que se parece a la justicia. Porque más allá de la ansiedad –y la receta del médico para que Déborah y Viviana puedan dormir o la acupuntura que convierte a Cristina “en un cisne estilo catita”–, la música es algo que sucede entre estas mujeres aunque no estén cantando. Bastan las risas que se sueltan como canicas de un bolsillo agujereado para que las ganas de escucharlas se encienda como una mecha. “Ahora dicen que somos sensuales por naturaleza”, dice Viviana, la de la piel más blanca y el cuerpo más generoso, riéndose de una frase dicha al pasar que se transformó en título. ¿Y qué? ¿Acaso no lo son?

Déborah Dixon, espejo en mano, se pinta las cejas con un lapicito negro. Viviana le advierte: que tenga cuidado, después no la reconocen. Nunca sabe a quién va a parecerse cuando termine esa operación, resabio de su época de víctima de la moda. “Es que cuando era chica se usaba esa ceja finiiita y de tanto depilarme, ya no me volvió a crecer. Esas cosas que una hace de chica”, dice la costarricense con una nota de su acento original. Cosas, evidentemente, que ya no haría ahora, que se olvida que cumplió 47. La edad no es algo que preocupe a ninguna de las integrantes del trío, de hecho se formaron como grupo cuando creían que tenían la vida hecha y el canto en común era un placer de los ratos libres. Que como una mancha voraz se comieron la vida antes de juntarse y la transformaron en un itinerario de tiempo completo por los escenarios. Fue cuando empezaban los 90 y se agotaba una experiencia coral bajo el mando de Cristina Aguayo que un piano las empezó a inspirar para jugar con sus voces, siempre siguiendo el curso de la música de raíces negras, con algo de ceremonia y mucho de entraña. Era un buen momento para el blues en general, y la ayuda de los amigos de la Mississippi Blues Band –con quienes compartieron escenarios– más la curiosidad –con el tinte negro del desprecio– por “ver qué hacen estas cuatro minas” empujaron su primer disco por radios y bateas hasta convertirlo en un objeto de culto que todavía visitan las chicas que entrenan la voz para hacer música. Cuatro mujeres y un malditopiano (1994) sacaba al blues de su encierro en talleres mecánicos y bares de hombres y lo devolvió a su tradición más sensual –mal que les pese a ellas–, y también doméstica, por eso de contar historias pequeñas, muy cerca de la experiencia. Después vino Rituales (1997), con una producción más prolija, con la certeza de que la música en el escenario era un camino de ida y que el morral estaba suficientemente cargado como para no pasar hambre.

Pero nadie les había prometido un jardín de rosas. Y ellas ni siquiera habían aceptado convertirse en princesas. Al contrario, cuando en algún momento les propusieron “trabajar” la imagen del grupo, las pusieron frente a unos cuantos clips para que ellas tomaran nota de mohínes y actitudes e incluso les sugirieron que encontraran una cara más visible que la del resto –entonces eran cuatro, con Mona Friman, retirada de la banda hace seis años–, sencillamente rechazaron la oferta. “Siempre fuimos así, cada una con su estilo y así queríamos seguir”, dice Cristina Dall, riéndose de sólo pensar en la posibilidad de “construir” una imagen. “Además –agrega Viviana–, siempre fuimos un grupo, todas tenemos el mismo protagonismo.” Mujeres rebeldes, difíciles de asir, ¿cómo es esto de que no hay líder?, ¿es que cada vez que se les hace una nota hay que hablar con las tres al mismo tiempo? Tenían que ser mujeres. Una gorda, otra negra, otra flaca (y trabajando de noche a pesar de sus dos nietos). ¿Lo habrán hecho a propósito? “Nos juntamos por ganas de cantar, porque nos coincidían los horarios y porque empezamos a disfrutar lo que hacíamos. Nunca pensamos en armar el crisol de razas, el crisol de razas existe”, dice Cristina, ella lo vio, igual que sus compañeras. Sin embargo, acota Viviana, la benjamina de 42, alguien más vio que la mezcla daba resultado y decidieron tomar una cosita de acá y otra de acullá para repetir una fórmula mejorada. “Te juro, una vez estaba en casa, con la tele prendida y de pronto me acerco porque creí que estaban pasando nuestra video de Hartas, pero resulta que ¡era un video de Bandana! Hasta el disco tenía una artística parecida, bah, igual. ¿Vos crees que es casualidad?” De ninguna manera, contesta Cristina, las casualidades no existen. ¿Y eso las enoja? “Mmmmm”, se toma su tiempo Déborah y después contesta haciendo gala de infinita corrección política: “No, nos enorgullece”.

Por muchas cosas que intenten copiarles, Las Blacanblús llenan el espacio de música de tal manera y con tanto placer –eso se nota– que no ha habido otras iguales, no ha habido. Y eso lo saben los músicos de toda laya y sobre todo los amantes de los ritmos de origen negro. Pappo Napolitano, sin ir más lejos. ¿Pero no era misógino, Pappo? “Noooooo”, grita el coro de voces y lo pinta como ese muchacho de barrio enamoradísimo de su novia y amigo de sus amigas, como ella. Aunque aquí tampoco todas son rosas, aun cuando se piante el lagrimón por la ausencia del amigo. Y es que todavía está fresco un episodio que describe demasiado bien el problema de la “estética”, sobre todo para las chicas que se escapan del molde. “Pappo siempre nos llamaba para hacer voces, incluso más de una vez nos cedió su escenario para que hiciéramos uno o dos temas con sus músicos. En el último disco hicimos los coros del tema “Rock y fiebre”, pero al momento de grabar el video pusieron a unas barbies de minifalda y les montaron nuestras voces. ¡Y lo peor es que ni siquiera se animaron a avisarnos!”, cuenta Cristina. Y Viviana agrega: “Para colmo veníamos de tocar en el sur, con la lengua afuera porque sabíamos que había que grabar el video. Y llegamos y nos dijeron que ya estaba”. De todos modos, Viviana hace un esfuerzo importante por encontrar razones que no sean de peso: “A lo mejor es porque no estábamos”. Pero Déborah y Cristina no la ayudan. Es más, la última le dijo a Pappo en cuanto se lo cruzó en un festival de blues: “¿Sabés lo que vamos a hacer? Te vamos a invitar a tocar pero cuando hagamos el video, en la parte del solo, ponemos un rubio flaco,musculoso y de pelo largo para que te doble”. Rápidamente, el Carpo le echó la culpa a alguien. Pero con esa escupidita fue imposible apagar el fuego de Las Blacanblús.

Si el acupunturista ayuda a Cristina Dall, compositora de casi todos los temas (que en Suena en mí, último y largamente esperado disco, se abren del blues y caminan por el funk, el soul, gospel y hasta ritmos latinos), y los médicos dan con la píldora adecuada para que la ansiedad suelte a Déborah Dixon y Viviana Scaliza, el show de hoy será mucho mejor que el que sucedió hace 15 días. En estas cuestiones, segundas partes siempre son mejores. Digamos que en este modo que tienen de renacer de su propia constancia, ellas ya no tienen que decir tan seguido que querer que algo suene bien no es histeria –palabra favorita de los técnicos, dicen– sino profesionalismo. Y que Las Blacanblús es una marca registrada más allá de su imagen díscola y un poco rebeldona –al menos para el mercado–. Para eso han contado con ayudas fundamentales, como la de Linda Sanjurjo, organizadora de todo lo que tiene que ver con la puesta en escena de la banda, y sus músicos, Pablo Dall y Leo Leonardi. Y también con su propia disciplina, que pone límites a esa ansiedad por intercambiar palabras, preludio de tantas reuniones de mujeres, que a veces las lleva por las ramas como a enredaderas y otras les ha servido de nido para albergar a un grupo, el de ellas, que regala música y la multiplica. Y después dicen que las mujeres no pueden trabajar juntas.

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