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Viernes, 31 de marzo de 2006

VIOLENCIAS

Infierno grande

El hijo del intendente y un puntero político dueño del local donde todavía funciona una unidad básica son los acusados de secuestrar, violar y matar a una adolescente en Campo Viera, Misiones, que ahora irán a juicio. Cinco años pasaron desde entonces sin que el caso haya salpicado a las autoridades municipales y en los que las amenazas a la familia se multiplicaron. Este pueblo chico parece quedar lejos incluso de la capital de Misiones.

Sobre 2001, el caso María Soledad Morales se había reducido a una página escabrosa para buena parte de la sociedad argentina, a lo sumo anécdota de la impunidad feudal que albergan algunas provincias. En el imaginario de Campo Viera, un pueblo de Misiones que en febrero último celebró el logro de haberse mantenido vivo durante setenta años, la adolescente catamarqueña apenas era una imagen difusa en uniforme escolar, un escándalo de los noventa menemistas. Hasta la desaparición de Silvia Andrea González, una estudiante de 15 años, el 11 de octubre de 2001, y el hallazgo de su cadáver, siete días después, en un descampado. Había sido secuestrada, violada y asfixiada con una bolsa plástica en una unidad básica del PJ, durante una fiesta vinculada con hijos y hombres del poder político local, una semana antes de las elecciones legislativas. “Finalmente, como Catamarca, como Santiago del Estero con los crímenes de La Dársena, Campo Viera tuvo su caso María Soledad”, reflexiona el abogado Claudio Quevedo, que representa a los padres de Silvia Andrea desde 2002, cuando ningún letrado de Oberá “quería tocar esa brasa caliente”. Hoy aguarda una fecha que defina el inicio del debate oral y público. “Silvia fue una víctima más del grupo de conocidos personajes del pueblo que realizaban orgías con adolescentes ‘preparadas’ con alcohol y drogas en algunos bares del lugar. Hoy creemos que otras chicas padecieron la misma situación, pero fueron acalladas por miedo o comprándoles el silencio a ellas y a sus familias.”

La jueza de Instrucción de Oberá Alba Kunzmann de Gauchat acaba de elevar la causa por privación ilegítima de la libertad, violación con acceso carnal y homicidio al Tribunal Penal de esa ciudad, y ahora los camaristas deben fijar la fecha del juicio. En la causa están procesados Hugo Dante “Willy” Ríos, hijo del intendente de Campo Viera, Juan Carlos Ríos; Marciano Benítez, puntero político de Ríos y dueño del local donde funcionaba una unidad básica y donde habrían ocurrido la violación y el asesinato, y Fabiana Canteros, acusada de “entregar” a la adolescente. Estos dos últimos habían comenzado a ser juzgados en 2003, pero el debate se suspendió luego que una nueva testigo, Norma Ríos, sobrina de Natividad Riveros, la dueña del bar y prostíbulo donde llevaron a Silvia Andrea, declarara haber visto a la chica el día de su desaparición en compañía de Fabiana Canteros, su hermana, Marina, y el hijo del intendente entrando al local “a eso de las 14.30. Al rato salieron las chicas y luego el muchacho. La González quedó adentro” hasta las 20, cuando vio que la subían medio desvanecida a un auto “y se fueron. La verdad es que si a ella la soltaban, se caía”. Un año después, en declaraciones al diario El Territorio, Norma relató que “días antes del juicio, el intendente Juan Carlos Ríos me mandó a llamar. Fui con una de mis hijas y me preguntó si iba a declarar. Le respondí que sí y me preguntó qué. Como no le conté, me dijo que su hijo no tenía nada que ver, que no conocía ni a mi tía ni a Silvia Andrea. Luego me ofreció 2500 pesos, muebles para mi casa y hasta un sueldo sin trabajar para que no hablara. ‘Pongo las manos en el fuego por mi hijo’, dijo, y le repliqué ‘no se vaya a quemar’. Después me fui”.

Al cabo de cuatro años, las irregularidades acumuladas en extensos tramos de la instrucción policial, las represalias contra algunos trabajadores municipales que se solidarizaron con la familia de la adolescente y la presión sobre “testigos que antes de ir a declarar a Oberá debían pasar por la intendencia”, revela Quevedo, motivaron la presentación de un informe ante la Oficina Antiimpunidad dependiente del Ministerio de Justicia, solicitando apoyo, “porque existió un manejo de la investigación tendiente a borrar indicios y desviarla hacia unas pocas personas. La responsabilidad principal recae sobre la cúpula de la comisaría, no sólo como encubridora sino como partícipe de ese crimen”.

Las marchas de los sabados

Cuentan que el vértigo de la búsqueda las fue acercando en alguna esquina, al principio, para compartir rumores o silencios graves. Les dolía ver el peregrinaje de esa pareja de agricultores por el colegio de su hija, el mostrador de la comisaría o los umbrales de algunos conocidos. Insisten en que las enojaba el empecinamiento policial en mantener esa desaparición como una fuga de hogar: “Si en este pueblo nos conocemos todos”. Y creen que el fastidio estalló en indignación cuando hallaron el cadáver descompuesto en un camino vecinal.

“Al principio comenzamos a reunirnos para ‘decir’. Hablarnos, aclararnos en voz alta esa mezcla de tristeza, indignación y repugnancia que nos envolvían hasta asfixiarnos a nosotras también”, recuerda la docente Raquel Basso, una de las impulsoras del grupo de apoyo a la familia González, “porque no quisimos soportar tanto impune en el centro de un pueblo que no da la cara”. Junto con Reina González, tía de Silvia, y Teresa Espíndola, descubrieron que “cuando algunas hablamos, los otros no pueden callar o mirar hacia otro lado. Entonces decidimos marchar todos los sábados desde 2001 hasta hoy: nos juntábamos cinco locas, como les decían a las Madres de Plaza de Mayo, pero no nos torcieron el brazo. Al principio era una situación delirante, porque pasaban como si fuésemos invisibles, nos llevaban por delante. Pero a través de los años aprendieron a mirar”.

Según Basso, las marchas se fueron cargando de gestos inesperados y amenazantes, sobre todo cuando la Cámara de Apelaciones revocó la resolución de la jueza de mantener el arresto del comisario de Campo Viera, Miguel Silvera, el oficial Cristian Morel, y los sargentos Zayas, Miquetán y González, por considerar que no existen elementos suficientes para que continuaran detenidos. “Los apañaron en el propio ámbito policial y suponemos que la falta de pruebas que aduce la Cámara se debe a la escasa colaboración que prestó la comisaría local. Además, la falta de respuesta del gobierno provincial a nuestros reclamos pudo ser motivada por la intervención del ex jefe de la Unidad Regional II de Oberá, el comisario Rubén Bonifato”, actual asesor provincial de seguridad. “El amedrentó al grupo de vecinos que acompañan en las marchas de silencio cuando se esperaba la visita de la hermana Martha Pelloni aduciendo que ‘sería un estorbo para la investigación’. En todo ese tiempo hubo amenazas y aprietes a testigos y a los que acompañamos la lucha.”

Reina González se arma de valor entre maldiciones “al poder político, a la pobreza, porque para los pobres no hay justicia, y a este pueblo de mierda, que nunca nos va a proteger de la venganza” que pudiera caerles a ella y a sus compañeras, más teniendo en cuenta que “la mayoría de los imputados está en libertad y las persecuciones del intendente, que nos dejan en carne viva, siguen vigentes”. Reina perdió su empleo como empleada municipal tras la suspensión y posterior cesantía que sufrió junto con María Luisa Ríos, otra compañera que se atrevió a marchar los sábados. “Hubo que soportar que la esposa del entonces comisario Miguel Angel Silvera –vinculado al hecho– amenazara a Raquel Basso y a Teresa Espíndola diciéndoles que pagarán con las vidas de sus hijos.”

No es el fantasma del miedo lo que agita a este grupo de mujeres, sino el odio del que pudieran ser objeto, “porque a diferencia del caso María Soledad o los crímenes de La Dársena, que lograron voltear la estructura de los poderes políticos, estos ecos del asesinato de Silvia Andrea nunca traspasaron los límites del pueblo”, lamenta Reina. “Quién te dice que no tengamos que irnos de aquí”, piensa en voz alta Raquel, si en definitiva, replica, nunca les respondieron las cartas enviadas a los legisladores del Concejo Deliberante ni los pedidos de ayuda que llegaron a algunos despachos del gobierno nacional.

Cuando se les sugiere la posibilidad de observarse a sí mismas como el punto de inflexión que torció el círculo de abusos contra jóvenes de ese pueblo, prefieren anteponer la emergencia de un discurso que exija “el surgimiento de la verdad en algún momento, porque aquí se trató de un crimen político con encubrimiento, con una carga extra por la sugerencia solapada y permanente del poder provincial para que no se nacionalice el tema”, sostiene Basso, y recuerda que sólo el titular de Cáritas Posadas, el sacerdote Juan Carlos Belgrano, tuvo alguna vez “la deferencia de alentarnos para que no bajemos los brazos. Justo él, que venía de confesar en un programa de televisión que había sido uno de los chicos abusados por un profesor en un colegio católico donde estudiaba, en San Isidro. Qué nos quedaba por esperar a nosotras, personas humildes, del crimen de una chica pobre”.

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