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Viernes, 20 de septiembre de 2002

TEATRO

Soñar cuesta bastante

Mónica Viñao es una directora teatral que recién ahora está ocupando el lugar que se merece. De trabajo incesante, delicado y potente –en el que aplica el método Suzuki, para sensibilizar la percepción corporal de los actores–, su último estreno es Ya no está de moda tener ilusiones, de Ariel Barchelón.

 Por Moira Soto

Ella habla con apasionada estima de las actrices y los actores que hacen a conciencia su trabajo, que se entrenan, que se entregan, que intuyen y ahondan sin descanso en sus personajes. Mónica Viñao, directora y maestra, está en las mejores condiciones para opinar sobre temas referidos a la representación teatral, merced a una formación intensiva y una carrera que incluye puestas que siempre se destacaron por su originalidad, eclecticismo, refinamiento. La mujer del abanico (1988) de Mishima; Carmen (1991) de Bizet, entre otros trabajos; y ya en el curso de este año Finlandia de Ricardo Monti, El mal de la paloma de Omar Aíta; Ninguna imagen, creación coreográfica propia sobre el Himno Nacional, son algunas demostraciones de la personal calidad de esta creadora a la que la prensa especializada –si bien le ha dedicado habitualmente críticas favorables– no ha dado el espacio que de verdad se merece. En estos días, Viñao acaba de estrenar Ya no está de moda tener ilusiones, de Ariel Barchelón, en El Camarín de las Musas –una sala precedida de un lindísimo bar-restaurante con precios accesibles–, Mario Bravo 960. El elenco está integrado por César Repetto, Verónica Schneck, Silvia Dietrich, Jorge Rod, Luis Solanas y Alejo Mango.
–En este momento de tanta productividad creativa y afluencia de público a las salas, ¿te parece que el teatro dispone de algún poder transformador?
–No sé si el arte tiene ese poder concreto y directo. Sí creo que dispone del espacio de la denuncia. Porque al reordenar la realidad y reflexionar sobre ella estás ya haciendo una transformación del material del que partís. El fenómeno actual del teatro en esta ciudad te está diciendo muchas cosas. ¿Cómo es posible que en este momento tan crítico, el teatro, y todo el universo artístico, de creación, esté tan productivo y con tanta respuesta del público? En primer lugar, creo que tenemos una sociedad autoconvocada, con una actitud muy vital, en busca de ideas. Y ahora una buena parte de lo que la gente va a ver es teatro de arte, de ideas. Un espacio donde la sociedad tiene posibilidad de pensarse a sí misma, algo imprescindible en estos momentos. Es una apuesta a continuar vivos, a humanizarnos. El teatro que apunta a repensar lo que nos pasa está llenando salas. Dentro de todo lo malo que nos pasa, ésta es una cosa buena.
–Vos justamente venís de tu reciente experiencia con Finlandia, una obra de alto nivel poético, con notable rendimiento del elenco, pero más bien hermética.
–Sí, y con un poder de convocatoria sorprendente. Porque a nivel del texto es una obra de mucha exigencia, pero de tal belleza que al pensar la puesta me dejé llevar por su camino estético. Con los actores estuvimos de acuerdo en permitir que el texto avanzara y armar algo que lo acompañe, porque había que escuchar. Estrenamos en medio del cacerolazo más grande, en La Trastienda, a dos cuadras de Plaza de Mayo. Tuvimos muy buenas críticas y esta respuesta tan buena del público, mucha gente joven, durante varios meses. Creo que lejos de todo oportunismo –es unareescritura de una pieza bastante anterior de Ricardo Monti–, uno de los factores de atracción fue la vigencia del texto. Ahora estoy empezando a trabajar una nueva obra de Ricardo: Hotel Columbus.
–Monti es un creador de personajes femeninos ricos, en un teatro local centrado, hasta épocas bastante recientes, y si exceptuamos a Griselda Gambaro, en protagonistas masculinos.
–Como directora mujer, frente a cualquier autor –contemporáneo, canónico, local, extranjero– me fijo especialmente en cómo están construidos los personajes femeninos. A mí, que también escribo, me resulta más sencillo acceder a lo femenino. Por eso admiro mucho a un escritor, una escritora que pueden construir personajes del otro sexo que resulten verdaderos. Yo puse en escena Asunción, de Ricardo Monti, y aparte de su belleza poética lo que más me conmovía era que lo decía este personaje era profundamente femenino. Soy supersensible a la misoginia, por supuesto, pero creo que muchas veces para los autores varones es muy complicado entendernos desde adentro. Pero es verdad: Ricardo no es nada machista. Mirá, hablando de misoginia, vi en estos días un documental de la National Geographic sobre el maltrato que reciben las mujeres en los países musulmanes: mutiladas, quemadas vivas por la simple sospecha de una falta. Aterrador. Bueno, en la Edad Media las mujeres eran torturadas y quemadas por brujas... Estoy trabajando ahora con una actriz, Deborah Blanco, que vivió años en Irán porque su marido es diplomático, y trajo un material sobre este tema. Probablemente hagamos un monólogo.
Entrenar, dirigir, afinar
–Es un lugar común de la entrevista periodística preguntar a las actrices, los actores, cuándo despuntó su vocación, no así a los directores...
–Es cierto: bueno, yo empecé dibujando, pintando, un recurso que me sirvió mucho después. Y accedí al teatro a través del vestuario y la escenografía. Tuve la posibilidad de hacer un curso de posgrado en Londres y estaba diseñando la escena y los trajes para una ópera, pero tuve una discusión muy fuerte con el régisseur que me decía que yo estaba invadiendo el territorio, y me fui. Me llamó uno de los tutores y me dijo: “Me parece que vos lo que necesitás es dirigir. Ahí empecé a pensarlo, volví a la Argentina y una de las veces que vino Eugenio Barba, me encontré con él y sus actores, les pregunté cómo tenía que hacer para dirigir y me respondieron: “Hacelo”. Me sentí con permiso, me largué. Hasta no hace mucho yo hacía los vestuarios de mis puestas. En este caso el vestuario es de Liliana Gutman, que también diseñó la ropa de Ya no está de moda tener ilusiones.
–¿Ella aportó la idea del color naranja para los visitantes del sueño del hombre?
–Sí, yo le había propuesto blanco-negro y Liliana me pidió ver un ensayo, y después me comentó: pienso en un azul mexicano o en un naranja. Y quedó el naranja, me encantó animarme a ese color, muy jugado, que además me llevó a pensar en determinada luz. Sobre todo me atrajo la forma en que se impone sobre el escenario, no lo pensé por el lado del budismo, no conscientemente al menos. Me dejé atrapar por su intensidad, su vibración.
–El naranja establece una neta diferencia del grupo respecto del protagonista, el hombre que sueña en un regreso al lugar de su infancia, y que está vestido normalmente, sobriamente, lo que marca los dos planos del relato.
–Absolutamente. Yo quería que fuese bizarro ese mundo en que el protagonista entra y sale, que lo atrapa y lo chupa... Su memoria, claro. Pensé mucho en la forma que opera la memoria, por fragmentación, y también en la forma y calidad de los sueños. Y los sueños me parecen que son como los fantasmas de Shakespeare, existen de adentro hacia fuera, son proyecciones de una interioridad. Entonces, el naranja para mí daba el toque onírico necesario, representando el pasado. Se entra en otra dimensión, en ese recuerdo fragmentado, tergiversado, superpuesto, exacerbado.
–Y a la vez siguiendo la lógica de los sueños, o más bien de la pesadilla en la que se cae como en una trampa y todos los intentos de escapar son vanos... Las asociaciones son quizás obvias: El ángel exterminador de Buñuel, El proceso de Kafka...
–Por supuesto... Y también esta sensación que a veces tiene el que sueña de ser el extraño en ese mundo y tratar de hacerlo razonar, de organizarlo. Las obras de Ariel Barchelón tienen este trasfondo, es un autor comprometido con su sociedad y su cultura.
–Por otra parte, están las revelaciones que el protagonista recibe en el sueño, la doble faz de sus padres.
–Esas revelaciones son del nivel de lo siniestro y afloran en el sueño: las cosas no son lo que parecen, el tema de la hipocresía lo trabajamos con mucho rigor con los actores. Creo que hay un punto en que si una no mira para atrás –a mí esta obra me obligó a volver mi mirada sobre mi propio pasado–, estás perdida, no sabés quién sos, no podés tener futuro.
–¿El protagonista es un negador que, sin embargo, no puede evitar la invasión de un pasado reprimido en sus sueños?
–Podría serlo. César Repetto, su intérprete, es una persona muy sensible que llegó tarde al proyecto, por un cambio, y tuvo que entrar en ese friso naranja y remar, se relacionó muy bien con esa complejidad. Una de las cosas que me dijo al principio –con esa cualidad maravillosa que tienen a veces los actores que los lleva a saber más que el autor y el director, ellos saben sin saber, lo tienen en el cuerpo– fue que el personaje había tenido la posibilidad de volar y la había perdido, tal vez negándose a ser quien verdaderamente era porque tuvo miedo. Y ahora vuelve en busca de ese tiempo perdido, pero es demasiado tarde.
–Vale destacar el uso del lenguaje que el autor aplica a algunos personajes del pasado, ligeramente anticuado, un tanto ceremonioso.
–En el proceso de ensayo, a los actores les resultaba difícil pronunciar ciertas palabras, no las sentían orgánicamente. Y yo insistí mucho en mantenerlas porque correspondía, definían a unos personajes, a una sociedad. Sí, “buena moza”, “qué contrariedad”, son cosas que ya no se escuchan. Además, esta suerte de afectación me parece que da un respiro humorístico al público. Dentro de la profundidad y gravedad del relato, otorga cierta liviandad en el mejor sentido.
–¿Cómo es el método Suzuki que siempre aparece asociado a tus trabajos?
–Es un método para actores, que también puede beneficiar a bailarines y cantantes. Integra el trabajo de la voz con el trabajo físico. La sensibilidad física significa que un actor puede estar en contacto con todo su cuerpo en todo momento arriba del escenario, pudiéndolo utilizar para su expresividad en su máximo rendimiento. Todo el cuerpo está alerta al menor estímulo. Algo que no sucede en la vida real: seguramente vos no sentís tu oreja derecha en este momento, salvo que te duela. A través de la respiración y de ejercicios combinados se coloca la voz, para que el actor conozca su registro, pueda darle coloratura y máscara para un personaje sin lesionarse las cuerdas. Tadashi Suzuki, que es japonés y está inmerso en su cultura, inventó este método observando a actores, cantantes de flamenco, mirando bailarines, es un admirador de Grotowski. Su objetivo era que el actor se apropiara de su instrumento, la voz y el cuerpo, para tener presencia aún sin moverse o teniendo un papel muy chico. Hay un concepto muy oriental: ver el mundo como una totalidad, darle el mismo valor al vacío que al lleno, trabajar la relación. En Ya no está de moda... esto de la no presencia, el vacío, el silencio, se ve claramente en los integrantes del friso naranja, que están todo el tiempo en escena, pero no siempre hablando o protagonizando. Sin embargo, ellos revalorizan permanentemente la situación del protagonista, el hombre que vuelve. Por otra parte, en los ensayos trabajé con muchos objetos –tazas, café, masitas, empanadas–, ensayé en mi casa, alrededor de una mesa. Y cuando pasamos al teatro, dije: “La mesa no”. Los actores estuvieron de acuerdo, y junto con la mesa volamos los demás objetos, quedaron virtualmente.
–Has trabajado en varias oportunidades con dos actrices tan diversas como talentosas y preparadas: Silvia Dietrich (El mal de la paloma) y Andrea Bonelli (Finlandia). ¿Las juntarías en una obra?
–Son totalmente distintas la rubia y la morocha, desde lo físico. Silvia tiene un aspecto más de walkiria y un estilo más pasional. A mí me parecen las dos igualmente bellas en su diversidad, mujeres que si llegan a un lugar se convierten en punto de fuga de las miradas. Son dos grandes trabajadoras y te diría que la pasión de Andrea es más oriental. Ambas son de un nivel de rigor altísimo, con un talento que les viene de fábrica. Siempre he pensado que me gustaría juntarlas. Disfruto mucho trabajando con ellas, son actrices que te mantienen despierta, siempre sobre el personaje, con necesidad de intercambio, ambas crecen después del estreno, van solas, no se repiten, me sorprenden de continuo. Ellas son así también en la vida, mujeres muy intensas. Silvia, al no tener una carrera televisiva y estar más concentrada en el teatro, ha desarrollado una gran imaginación, tiene un espectro de personajes más variado: ella hizo incluso a un hombre, a Hamlet, hace unos cuantos años. Andrea, con una carrera más diversificada, también podría hacer cualquier cosa que se proponga, acaso Hamlet diferente. Pero la elección de cada una es diferente, y también el tipo de máscara. Algo que tiene que ver con las respectivas personalidades, necesidades. Silvia es más animal, salvaje, poética; Andrea es más delicada, más intelectual, romántica, un estilo Dama de las Camelias. Las admiro mucho a las dos.

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