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Viernes, 7 de septiembre de 2007

SOCIEDAD

La puerta tan deseada

A más de seis meses del incendio en Villa Cartón y de la muerte de Norma Franco por la voladura de las carpas que se armaron para alojar a quienes quedaron sin vivienda por las llamas, la familia de esa joven da cuenta de un desamparo al que ninguna puerta puede poner límites. Porque ninguna puerta les pertenece.

 Por Veronica Engler

Es regordeta y cada vez que sonríe deja ver alguno de los cinco dientitos que forman su incipiente dentadura. Balbucea impetuosamente, como intentando hablar, y se agarra de donde puede para ensayar sus primeros pasos. Aúpa su muñequita de tela y le da unas palmaditas en la espalda como para que se duerma, copiando el gesto amoroso que su abuela y sus tías le prodigan habitualmente.

Luz cumplió su primer año la semana pasada, justo un día antes del que hubiera sido el cumpleaños número veinticinco de su mamá, Norma Franco, que murió a fines de febrero, cuando un temporal hizo volar por los aires las carpas instaladas en el Parque Roca del barrio porteño de Villa Soldati. Ese campamento precario había sido armado para dar albergue a las víctimas del incendio ocurrido un par de semanas antes en la llamada Villa Cartón (Asentamiento AU7).

El dia que murió su hija, Luciana Pereira sufrió quebraduras multiples. Seis meses después y con su nieta a cargo, no pudo completar la rehabilitación. Foto: Arnaldo Pampillón

Aquella madrugada fatal del 26 de febrero, la mamá de Norma, Luciana Pereira (45), también resultó herida junto a una veintena de personas que estaban a la espera de una vivienda digna donde alojarse, promesa del gobierno porteño, hoy todavía incumplida. A seis meses del accidente, Luciana, sus hijas –Noelia y Julia– y su nieta, siguen peregrinando por la ciudad de Buenos Aires en busca de un lugar donde poder recalar, un hogar que al menos las resguarde por un tiempo y que las ayude a reponerse de la terrible pérdida que sufrieron.

“Mi hija tenía mucho por delante, mucha ilusión, era una chica muy alegre”, recuerda Luciana. “Estudiaba bioquímica en Paraguay, y quería seguir.” Norma había llegado desde Asunción, en donde vivía con su familia paterna, al poco tiempo de haber quedado embarazada de Luz. Vino porque pensaba que aquí estaría mejor para criar a su hija, cerca de su mamá –que estaba instalada en la Argentina desde hacía una década– y de sus hermanas. Mientras vivió en Villa Cartón, como no podía trabajar por el embarazo primero, y luego por el cuidado de la beba, Norma solía hacer empanadas en su casa para vender y poder ayudar con algo de dinero a la economía familiar.

Lo último que se acuerda Luciana antes de la tragedia en el Parque Roca es que esa noche había llegado casi a las once de la noche del trabajo y Norma la estaba esperando en la puerta del asentamiento para que no entrara sola, porque les resultaba peligroso. Luego cenaron y charlaron y Luciana le comentó, cansada, que si al otro día no les daban la vivienda prometida, se iban a buscar un hotel o algo para alquilar. El calor en las carpas superpobladas y las filas interminables que tenían que hacer bajo el sol para obtener una ración de comida eran insoportables.

Sobre la avenida Perito Moreno, en el barrio de Pompeya, circulan camiones todo el tiempo. En las casillas no hay numeración, porque de hecho las viviendas son casi inexistentes. Entre galpones, fábricas semi abandonadas y descampados está el complejo habitacional en el que aterrizó en mayo Luciana, junto a su prole, luego del calvario que siguió al incendio de su casa.

Después de pasar por el campamento montado en el Parque Roca –que el diputado nacional Miguel Bonasso calificó como “un campo de concentración”–, del que salió expulsada con una hija muerta y con fracturas por todo el cuerpo, pasó un par de semanas en la Clínica Loiácono (en el barrio de Belgrano), que era la que le correspondía por su obra social (del Personal de Maestranza). De ahí fue echada cuando todavía ni siquiera estaba en condiciones de caminar. El administrador del establecimiento sanitario le dijo a su hija Julia que se la tenía que llevar, sin importarle que no tuviera lugar adónde ir, “sé no es mi problema, esto no es un hotel, tenés que llevártela”, le espetó como toda respuesta. Luciana, en camisón y descalza, esperó por horas en la entrada de la clínica hasta que alguien del Programa de Asistencia a la Víctima –que depende de la Subsecretaría de Derechos Humanos de la ciudad– le consiguió una habitación en un hotel de Constitución. Claro que nadie tuvo en cuenta su estado de salud. El cuarto en el que vivió casi dos meses recluida –porque no se permitían visitas– estaba en un segundo piso al que, obviamente, se accedía por escalera.

“Vino el señor Miguel Angel Rodríguez (asesor del arquitecto Claudio Freidín, presidente del Instituto de Vivienda de la ciudad, allanado el mes pasado por orden del juez porteño Andrés Gallardo, en busca de documentación por la causa de Villa Cartón) y me dijo que me iba a entregar una vivienda, que se iba a encargar personalmente de esto. Estuvimos esperando hasta que un día nos dijeron que nos teníamos que mudar del hotel y nos trajeron acá, pero esto también es una vivienda transitoria.” Por las idas y vueltas, Noelia (9) recién pudo empezar su cuarto grado en mayo. Cada día Luciana o Julia (26) se turnan para llevarla y traerla de la escuela, que queda a 16 cuadras de la casa. El trayecto lo tienen que hacer caminando porque no hay ningún colectivo que las acerque.

La casita en la que viven es una especie de loft humilde (la cocina comedor y el baño están abajo y el dormitorio en el entrepiso), los únicos muebles en el comedor son dos sillas, una mesita de madera y una cama que puede funcionar como sillón. Sobre una pared está empotrada una estufa grande, que permite imaginar la potencia suficiente como para calentar un ambiente con el techo tan alto. Sin embargo, no hay gas natural en este condominio del gobierno porteño, por lo que el aparato queda para el decorado. Por otra parte, cuesta imaginar con qué material inteligente fue construido el termotanque de la casa, ya que cada vez que se enciende se empieza a derretir, por lo que hay que reducir su uso al mínimo indispensable.

Luciana no sabe hasta cuándo podrá quedarse en este lugar ni a dónde irá el día que le digan que tiene que desalojarlo. La única ayuda económica que pudo obtener en estos seis meses es un subsidio de 1200 pesos –dividido en cuatro cuotas de 300 pesos– que le sirve para pagar parte de un préstamo que había pedido al Banco Santander Río para comprar el terreno en donde construyó su casa consumida por el fuego en febrero. Al quedar internada luego del accidente, sus empleadores dejaron de depositarle el sueldo (600 pesos) en su cuenta bancaria y le llevaban el dinero a su casa. Por eso el banco no pudo descontar el dinero de las cuotas del préstamo que había pedido (1600 pesos) y empezaron a aplicarle intereses. La deuda creció y ni siquiera podrá terminar de saldarla con el subsidio que le da el gobierno.

Este fin de semana se cumplirán seis meses desde la muerte de Norma, Luciana tendrá que volver a trabajar –en un local de un hipermercado de la ciudad–, porque finaliza su licencia laboral, aunque todavía no ha recuperado totalmente la movilidad en el lado izquierdo de su cuerpo.

Después de ver cómo el fuego dejaba su hogar hecho cenizas, Luciana les dijo a sus hijas que estaba contenta porque se habían salvado, “la cosa material va y viene”, reflexionó entonces, mientras intentaba rearmar una vida cotidiana junto a su familia. “Pero después pasaron cosas que me duelen, que nunca me voy a olvidar, perder a mi hija es terrible.”

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