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Viernes, 15 de febrero de 2008

ARTE

La fiesta en el museo

Curada por Adriana Lauría, la muestra Liliana Maresca, Transmutaciones es un homenaje necesario a esta artista única que supo tanto plasmar como cuestionar el tiempo en que le tocó vivir y morir a través de obras tan diversas que parecen estar separadas por siglos unas de otras. Fue el Museo Castagnino de Rosario el primero que cedió sus salas para este recorrido, pero se espera que este año la muestra llegue a Buenos Aires.

 Por María Mansilla

Desde Rosario

Dios los cría y el viento los amontona”, susurra el señor de chaleco azul que mira el video que se proyecta en la antesala de la muestra Liliana Maresca, Transmutaciones. El hombre —uno de los pocos en esta ciudad que no está pendiente del partido Central-Boca— hace su reflexión mientras, desde la pared, Batato Barea agita su peluca negra y recita la palabra “concha” más o menos cien veces por minuto. En la proyección, también aparecen León Ferrari y otros tantos amigos de la homenajeada. Son igual de desinhibidos e inconformistas que ella, dispuestos en su momento a “recuperar la fiesta y llevarla a todas partes”, como resume Adriana Lauría, la curadora de este evento.

Es verdad que el viento los amontona. Por eso esta retrospectiva viene a realizarse acá, en el Museo Castagnino+macro, el único que cuenta entre su colección permanente no con una sino con dos obras de esta artista. Considerado el centro de arte contemporáneo más importante del país, despeja sus paredes a los nuevos lenguajes y a los artistas emergentes. Aquí las visitas no se llaman visitas sino recorridos, y las guías no son guías sino educadoras de museo, “porque no repetimos como loro sino que participamos con los saberes de la gente”, aclaran.

La encargada de este recorrido dominguero del que participa Las12 se llama Evelina Pereyra. Con la misma sensibilidad con la que se refiere a la obra Evelina, comenta, discreta, sólo los detalles obligados de la vida personal de la autora. Maresca nació en 1951 y murió joven, en 1994, a poco de inaugurarse Frenesí, su última muestra grande, una que soñó desde la cama, cuando ya estaba muy enferma. Fue cuando supo que vivía con VIH que se embarcó en el viaje espiritual que parte de su producción refleja, como la que experimenta con la transmutación y elevación de la materia.

MARESCA X 35

El recorrido comienza de atrás para adelante. Vemos primero los cuadros, las “Mascaritas” que dibujó desde la cama —con las caritas de sus amigos, de su hija, de su gato—, para llegar en un rato a la sala donde se exhiben las primeras piezas que se animó a mostrar. Imágenes serie DSC. Ella pintó, dibujó, hurgó basurales para incluir en sus obras, creó a partir de ramitas encontradas en San Marcos Sierra y Villa Gesell. Hizo esculturas, instalaciones, performances, fotoperformances. En esta muestra se exhiben 35 piezas, hoy atesoradas por su hija Almendra. De los últimos tiempos son, también, las obras que tejen su autobiografía: están hechas con juguetes de Almendra, recuerdos de viajes, materiales encontrados en casas de amigos. Por algo los críticos hablan de su “nomadismo estilístico”.

Ahora vemos a Liliana Maresca desnuda, echada sobre fotos gigantes de los personajes (más nefastos) de las últimas décadas —Videla, María Julia Alsogaray, Menem, Clinton—. Por su fuerza, es la obra que usaron los diarios locales para informar sobre la muestra. Pertenece a la serie “Imagen pública-altas esferas”.

“Una de las lecturas posibles es que lo que parece obsceno, a primera vista, es el cuerpo de mujer desnudo, su prostitución, y no la obscenidad de los personajes que están detrás”, explica nuestra anfitriona del Castagnino+macro. Esta foto pertenece a una instalación que se realizó en el Centro Cultural Recoleta. Por allí, también había pegada una foto de Carlos Monzón; de ella goteaba un líquido rojo, como la sangre que derramó su mujer, Alicia Muñiz, al ser asesinada por el boxeador. La muestra se hizo con fotos de archivo de este diario y procuraba, a su modo, reflexionar además sobre la imagen que los medios construyen sobre ciertos personajes. Luego, con las ampliaciones, armó una nueva instalación: plantó los paneles entre los escombros de la Reserva Ecológica. La foto de Maresca desnuda la había hecho Marcos López.

López estaba recién llegado de Santa Fe, y era uno de los tantos amigos que se instalaban en la casa que Maresca tenía en San Telmo, en la calle Estados Unidos al 800. Por entonces, juntos salieron por la ciudad y realizaron una serie de fotoperformances. En una de ellas, Maresca viste de lo más chic y, sosteniendo una máscara, posa frente al Museo Nacional de Bellas Artes.

Maresca emplea distintos tipos de máscaras para escenificar una actitud social a la que se refería despectivamente con el dicho popular “ser careta”, empleado para designar comportamientos circunspectos, sensatos pero falsos, movidos por los prejuicios de lo que se debe ser y hacer —nos explican—. En la misma época pero acentuando la severidad del vestuario, frente a la Casa Rosada protagoniza una serie en la que simula tomarse fotos turísticas, pero al mismo tiempo fuerza fronteras acercándose cada vez más a la puerta principal custodiada por un granadero.

En el medio de otra sala hay un carro de cartonero grande, cargado de cosas que cargan los cartoneros, y todo pintado de blanco. Es la reproducción hecha por este museo para que no se pierda una obra que refleja lo visionaria que fue la artista. En plena hiperinflación del año 1989, Maresca llegó hasta el Albergue Warnes, y consiguió que dos botelleros le dieran sus carros. A uno de ellos lo exhibió así como estaba. Al otro lo pintó de blanco haciendo de él un monumento, elevándolo a la categoría de obra. También los reprodujo en miniatura y les dio el color del oro y de la plata para mostrar cómo de los desechos, a través del trabajo, se convierten en dinero, en comida. Transmutan.

TODO DESTINO

Después vemos más fotos, registro de otras instalaciones. “Wotan-vulcano”, se refiere a la guerra del Golfo; “Ouroboros”, a la soberbia intelectual. “Espacio disponible” ironiza sobre la fascinación de algunos de sus colegas con el incipiente mercado del arte local.

Es en “Espacio disponible” —corolario de otro trabajo llamado “Maresca se entrega todo destino”— donde pinta un cartel de esos que se abren en dos y se apoyan en el piso, como los típicos carteles publicitarios de las inmobiliarias, como los que ofrecen productos. Pero ella misma, la artista, quien se ofrece: imprime, incluso, el número de teléfono de su casa. Luego, con algunas de las personas que por curiosidad lo discan, se sentará a tomar un café y a discutir sobre el asunto. 1992 maresca I 013 a

Llegamos a otra etapa. La de “Lavarte” —realizada en un Laverap—, “La kermesse” y “La conquista”. Es que Liliana Maresca también tuvo la pasta necesaria para promover creaciones colectivas, armar hermosas cofradías de intercambios de experiencias a comienzos de los 80. “Se trataba de una forma de recuperar la cohesión social y el trabajo en cooperación, después de tantos años de dictadura en los cuales el hecho mismo de reunirse era subversivo”, describe Lauría en un ensayo incluido en el catálogo editado por Malba-Fundación Constantini.

Estamos sobre el tramo final de la muestra, es decir, el tramo inicial de su carrera. El de sus primeras producciones, sobre las que Adriana Lauría dice que “la libertad se vuelve insolencia”. Predominan las esculturas que honran lo andrógino, lo fálico, el ser ideal en el que lo masculino y lo femenino se funden.

La muestra llegaría a Buenos Aires el mes próximo. Su exhibición en Rosario está provocando, a la manera de Maresca, curiosas consecuencias. El Museo Castagnino está ubicado en pleno Parque Independencia. Resulta que un grupo de mujeres que siempre sale a caminar por esa zona se quejó ante las autoridades culturales porque los sábados a la mañana el museo estaba cerrado, y ellas tenían ganas de ver Transmutaciones todas juntas. A su pedido, no sólo empiezan a abrir los sábados a la mañana para recibir a grupos como éste, sino que luego de hacer el recorrido las acompañan a atravesar, a pie, el aristocrático Bulevar Oroño hasta llegar a su otra sede, la de arte contemporáneo. Y llevar la fiesta a todas partes.

La tejedora

Por Marta Dillon

Como perfume de magnolia, así se imaginó Liliana Maresca su presencia en el mundo cuando su cuerpo se mezclara con la tierra, se convirtiera en alimento, perdiera la chance de alumbrar con su belleza. Ni cualquier perfume, ni cualquier flor. Un aroma ácido, corrosivo, nada complaciente. Una flor imposible de cortar porque fuera de su rama tarda un suspiro en desarmarse en pesados pétalos sin forma. Así era ella, o al menos, eso que imaginó quedó de ella: el remedo de una flor espinosa, tan atractiva que era capaz de conseguir que a su alrededor se tejieran redes aun cuando ya empezaba a desintegrarse en la crisálida de su cama. Y así era fácil quedar atrapada, llegaba una a desear ser un punto en su trama porque de cada nudo algo se podía aprender y cada hebra se extendía como un camino hacia otras relaciones, otros lenguajes, mundos que aun cercanos se delataban otros bajo sus sutiles maniobras. Ahora, en cambio, es fácil extrañarla. Extrañar el modo en que obligaba a cada cual a dejar su cueva para poner voluntades en común, para ayudarla a potenciar su voz que no temía decir a boca de jarro, que denunciaba al modo de otras épocas y se reía con el placer de quien sabe que la risa también puede tirar del hilito de “las caretas”. Cuando la conocí traía en sus manos un perrito con un ojo en el culo. Una obra pequeña que ella acunaba como si no hubiera más que la mascota, como si ese detalle fuera sólo eso, un detalle. El salón al que llevaba esa obra se modificó, justamente, en un abrir y cerrar de ojos. Después de esa primera vez ella cumplió con la rutina de poner en contacto; algunas de las personas que más quiero y admiro las conocí a través de ella. Era como si a sabiendas de que su ausencia sería inminente buscara manos tendidas para tapar ese agujero. Pero eso es algo que sólo creo a veces, la mayoría entiendo que la muerte no embellece ni da sentido, que la potencia de la diversidad de su obra poco tiene que ver con que se haya ido y mucho con el tiempo que estuvo, cantando a los cuatro vientos en alguna salida por el Abasto que “por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos te tenés que divertir”. Y mucho más con su obra, que por fin se recupera, se restaura, se exhibe, se roba a esa esencia finita que la destinaba a desaparecer. Ahí está su perfume de magnolia, ácido, incómodo a veces, asido con firmeza a su arte; a su rama.

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