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Viernes, 29 de noviembre de 2002

PERSONAJES

La geisha según la geisha

Mineko Iwasaki fue la fuente de información de Arthur Golden para escribir “Memorias de una geisha”. Pero no quedó conforme con la imagen que ese escritor norteamericano dio de las geishas. Entonces escribió su propia versión: “La vida de una geisha. La verdadera historia”.

Por Anatxu Zabalbeascoa *

Una geisha no es una prostituta. Este equívoco ha confundido durante siglos incluso a estudiosos de la cultura japonesa, debido al secretismo que legendariamente ha rodeado esta profesión. Entre reinas y criadas, diosas y esclavas, el trabajo de las geishas consiste en complacer a sus clientes. Para ello se visten y se maquillan hasta enmascararse y disfrazarse. Sirven el sake o abren una puerta con movimientos de cadencia lenta ensayados durante años. Se yerguen o inclinan, miran o bajan la mirada, sonríen o callan con la precisión y la belleza de una obra de arte. Pueden tocar instrumentos de cuerda, como el koto (una especie de laúd grande) o el shamisen. Saben cantar, aprenden caligrafía y memorizan sofisticadas coreografías cuyos títulos solamente (La contemplación de las flores de cerezo o Las flores de cerezo por la noche) ya resultarían difíciles de recordar. Hasta que devuelven el alto precio de su formación, viven en casas llamadas okiyas y trabajan en los restaurantes y salones que hay en los karyukai, barrios cerrados cuyo nombre significa “el mundo de la flor y el sauce”. Ese es el objetivo de las geishas: ser hermosas como una flor y flexibles como un sauce. Su finalidad es complacer a las personas que las contratan, pero ese fin no incluye el absoluto los favores sexuales. Han sido, durante cientos de años, mujeres de vida paradójica, cuyo ideal de belleza se remonta al siglo XI y cuya ambición de independencia adelantó el siglo XXI. Hoy son una especie en peligro de extinción.
El elitismo y los altos precios que cobran las geishas por sus servicios han salvado a esta profesión de convertirse en algo banal y folklórico, pero esa misma exclusividad ha contribuido a que el mundo de las geishas sea todavía un terreno oscuro. Para aclararlo, Mineko Iwasaki ha querido contar su historia. Nacida en 1949 con el nombre de Masako Tanaka, llegó a una okiya cuando todavía no había cumplido cuatro años. Su decisión de convertirse en geisha tenía tanto que ver con la fascinación por un mundo rodeado de belleza (su padre era un adinerado sastre de kimonos de lujo) como una voluntad de saldar una deuda moral familiar: su hermana Yaeko había abandonado la okiya sin terminar de pagar la inversión realizada en su formación. A pesar de que se inició muy temprano, o tal vez por ello, llegó a ser la geisha más famosa de Kioto durante los ‘60 y los ‘70, hasta que decidió retirarse, algo apesadumbrada por la falta de libertad, justo antes de cumplir los 30 años. Esta mujer, para recibir la exquisita formación que la atraía y la asustaba a la vez, perdió su nombre familiar cuando aceptó ser adoptada para convertirse en la heredera de la okiya Iwasaki, a los 10 años. Durante los 15 años que ejerció como geisha, destapó en varias ocasiones el oscuro velo que se cernía sobre su oficio. Realizó anuncios publicitarios y se prestó a colaborar en un documental sobre el tema. Por eso no sorprende que cuando el novelista norteamericano Arthur Golden se documentaba para escribir el que se convertiría en best seller mundial, Memorias de una geisha, fuese Iwasaki, precisamente, la que le abriese las puertas de muchos de los secretos de ese universo.
Golden noveló la información añadiendo escenas ajenas al mundo habitual de las geishas. Además reveló la identidad de su fuente de información, y Mineko Iwasaki lo denunció por difamación. Mientras esperaba la sentencia, Iwasaki decidió contar su historia. El resultado es Vida de una geisha. La verdadera historia, que Rande Brown, una historiadora de la cultura japonesa, le ayudó a escribir.
¿Qué es lo que necesitaba aclarar? Hace tres siglos que se acuñó la palabra geisha y 125 años que se reguló la profesión. ¿Por qué entonces estas mujeres siguen siendo un misterio? Mineko Iwasaki asegura que no existe voluntad de secretismo. “El mundo de las geishas está apartado del resto de la sociedad por razones culturales y económicas. No todo el mundo puede ser cliente. Para ser geisha se necesitan aptitudes, perseverancia y una formación muy estricta; para ser cliente, dinero y educación. Esa vida apartada ha generado desconocimiento y ha convertido la profesión de las geishas en algo oscuro”, aclara. La voluntad de complacer y de agradar, y el hecho de que, hasta hace poco, muy pocas mujeres tuviesen independencia económica para contratar la compañía de una geisha, agrandó la confusión entre los servicios prestados por estas mujeres y los realizados por prostitutas, hasta el punto de que la palabra geisha se asimiló como sinónimo de meretriz. “Las geishas viven en un mundo recluido y ni siquiera saben que existen equívocos en torno a su profesión. En los últimos años, con el auge del turismo, ha habido gente ajena a nuestro mundo que ha creado falsas imágenes. Por eso me decidí a hablar”, apunta. La razón de esta confusión radica en que en Japón las prostitutas vivían tradicionalmente recluidas en una zona determinada llamada “distrito del placer”, y las geishas en otro barrio llamado “del entretenimiento”. Además, las cortesanas profesionales se preparaban y aprendían danzas, aunque no con la precisión y el arte de una geisha. Cuando en 1873 el gobierno japonés prohibió la reclusión de las prostitutas, muchas se quedaron sin trabajo y comenzaron a llamarse a sí mismas geishas. Iwasaki insiste en que “una geisha gana tanto dinero que la idea de prostituirse por dinero resulta ridícula. Su objetivo es lograr una comunicación perfecta con el cliente. Ayudarlo a relajarse, a sentirse a gusto, a ser feliz. Los clientes, hombres y mujeres –he ahí otro gran equívoco– llegan hasta el mundo de las geishas para evadirse o desahogarse. A veces hablan y otras contemplan. Pero el arte que despliega una geisha no tiene absolutamente nada que ver con el sexo. Nuestra profesión se parecería más a la de un sacerdote”.
En su afán por complacer, una geisha debe decidir entre actuar o escuchar. Debe documentarse para mantener conversaciones con clientes de diversas culturas. Mineko asistió a su primera gran cena cuando tenía 15 años. La había contratado un grupo de occidentales. Le preguntaron si le gustaba el cine y a qué actores conocía. Dijo que prefería a James Dean. Un hombre canoso quiso saber entonces si conocía a algún director. Ella confesó sin ruborizarse que sólo recordaba a uno: Elia Kazan. “Menos mal –le dijo entonces su cliente–, yo soy Elia Kazan.”
El instinto es tan importante como la formación, que es además algo que no tiene fin. Una profesional no deja nunca de asistir a la escuela de baile y compagina la preparación con las actuaciones. Pero, como apuntaba Iwasaki, no todo el mundo puede aspirar a ser geisha. La formación es muy compleja, costosa y paradójica. Se necesitan las cualidades físicas de un atleta y la sensibilidad de un artista. Es imposible que una mujer occidental se convierta en geisha y, por supuesto, también es imposible que lo haga un hombre, aunque Iwasaki recuerda la figura de los taikomochi, una profesión que sólo se dio en Tokio y que terminó por desaparecer por falta de clientes, en la que los hombres eran los que entretenían y prestaban sus servicios.
En su libro de memorias, Iwasaki juzga con dureza la actitud del príncipe Carlos de Inglaterra y la de su madre, la reina Isabel II, a los que conoció en el mejor restaurante del distrito Gion Kobu, el único karyukai autorizado para recibir visitas de Estado. “Una de las bondades del karyukai es que en nuestras celebraciones todos somos iguales. Se eliminan las distinciones y las jerarquías”, explica. En 1970, cuando se celebraba la Exposición Universal de Osaka, el príncipe Carlos requirió los servicios de Mineko. Durante la cena quiso ver su abanico, el más valioso de la colección de la geisha. Cuando lo tuvo entre las manos, sacó una pluma y estampó su autógrafo. Iwasaki le regaló el abanico. “Atribuyo tu torpeza a la impetuosidad de la gente joven. No se me ocurre otra excusa para semejante falta de tacto.”
Veinte años después de abandonar la profesión, Mineko Iwasaki asegura que no le ha sido difícil acostumbrarse a vivir con menos dinero. La propia existencia de contrastes que rodea a las geishas sirve de preparación para afrontar las diversas fases por las que la vida de un individuo puede llegar a pasar. Las geishas dan órdenes y obedecen. Visten ropas delicadas y deben limpiar las letrinas. “Esa es una obligación que constituye un gran honor: cuidar la parte más íntima de las personas.” Esas contrastadas obligaciones y derechos no constituyen la única paradoja de su mundo. El propio ideal de belleza, de tez cubierta de blanco y rasgos pintados, de peinados elevados con los que es casi imposible vivir, se remonta a las pinturas del siglo XI, mientras que el mundo femenino de la okiya, en el que se alentaba la independencia económica de las mujeres y se permitía la maternidad de las geishas solteras, avanzaba muchos de los ideales perseguidos por el feminismo. “El ideal de belleza de una geisha no ha quedado anticuado porque la belleza no tiene edad”, corrobora Mineko.
“Me retiré joven porque carecía de ciertas libertades, como tiempo libre, pero lo hice fundamentalmente por mis circunstancias vitales: había pagado todas mis deudas y ya no quedaban familiares a mi cargo. Quise probar otro tipo de existencia. Por eso puedo decir que la de geisha es una vida sacrificada, pero hermosa, como la de muchos artistas. Cuando hoy veo a una, siento nostalgia y admiración por la belleza que despliega. De proveedora he pasado a convertirme en consumidora, y de vez en cuando visito una okiya para contemplar a una geisha.”


* El País/Página/12

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