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Viernes, 10 de enero de 2003

ANTICIPO

Sufrir es un sentimiento

Este mes saldrá “La máquina de sufrir” (Sudamericana Mujer), de Liliana Escliar. desde los más groseros hasta los más sutiles, enhebrados con humor, pero también con una buena cuota de sufrimiento.

 Por Luis Bruschtein

Por Liliana Escliar

Sufrimiento
amplio espectro
Cuenta la leyenda que cuando Fleming se fue de vacaciones dejó el laboratorio hecho un asco y al volver se encontró con que todos los portaobjetos, las pipetas y hasta las mesadas de mármol se habían llenado de hongos. Gracias a eso, dicen, descubrió la penicilina. Y gracias a eso, también, su mujer pudo enunciar la ley del alcance del sufrimiento femenino.
Estimulada por vapores de la lavandina, mientras limpiaba la mugre verdosa del laboratorio y las dos horas de descanso que había logrado en las vacaciones se le escurrían bajo el trapo rejilla, la señora Fleming pensó que el sufrimiento es como los antibióticos: cubre un amplio espectro de posibilidades y recién se hace evidente cuando todo está podrido.
Por su descubrimiento, Alexander Fleming recibió el Premio Nobel y el título de caballero de la reina. La mujer de Sir Fleming, en cambio, pasó a la historia como la sucia que no lavaba las pipetas.
La anécdota no hace sino confirmar la omnipresencia del sufrimiento femenino, el hecho de que todas sufrimos por todo y todo nos hace sufrir. Como dice el poeta: El padecimiento femenino tiene razones que la razón desconoce.

Sufrimos porque nos faltan los motivos para sufrir, o porque nos sobran.
Sufrimos por nosotras y por los otros.
En silencio o a los gritos, quietitas o convulsas, debajo de un zócalo o en medio de la murga, solas o acompañadas y sin embargo solas... las mujeres manifestamos nuestro dolor según nuestra personalidad y nuestro estilo.
Lo importante es entender que: El sufrimiento es el resultado de un arte cultivado a lo largo de toda nuestra vida.

El sufrimiento es una forma
de saber quiénes somos
Las mujeres sufrimos todo el tiempo.
Sufrimos cuando sufrimos pero sufrimos muchísimo más cuando no sufrimos. Si dejáramos de sufrir seríamos como un enano que un día, de golpe, deja de ser bajito. El pigmeo seguramente se para todos los días de su vida frente al espejo y se pregunta “por qué a mí”, pero si una mañana se despertara con un metro de más y los pies fríos fuera de la cama, sufriría. O por lo menos tendría una crisis de identidad.
El padecimiento es a las mujeres lo que el sobrepeso a los gordos, la barba a la mujer barbuda o lo blanquito a los albinos. El exceso que define.
Somos mujeres porque sufrimos. Cuando los hombres se quejan de nosotras y dicen “no la entiendo, es diferente” no tienen idea de hasta qué punto están en lo cierto.

Las causas del sufrimiento
Las mujeres sufrimos por causas endógenas, exógenas y mixtas, en distintas proporciones.
Como su nombre lo indica, las causas endógenas del sufrimiento son aquellas que se originan en el interior de nosotras. Aquellas por las que no podemos echarle la culpa a nadie.
Claro que siempre podemos ensañarnos con la genética, nuestros ancestros, los alimentos transgénicos, el agujero de ozono, alguna divinidad en particular o con la vida en general.
Después de todo, si no hubiéramos nacido, esto no nos pasaba.
Entre las endógenas, los años cumplidos nos molestan un 14 por ciento, los kilos acumulados otro 14 por ciento y el cuerpo en general, un 16 por ciento.

Causas endógenas
El cuerpo de un varón adulto está compuesto en más de un 50 por ciento de agua y de otras cosas, a saber:
Músculos: 43 por ciento.
Grasa: 14 por ciento.
Hueso y médula: 14 por ciento.
Vísceras: 12 por ciento.
Tejido conjuntivo y piel: 9 por ciento.
Sangre: 8 por ciento.
Las mujeres tenemos un 16 por ciento de lo mismo que ellos (vísceras, huesos, grasa y demás cuestiones) y el 84 por ciento restante es todo penas. Y como el cuerpo en general, aquel 16 por ciento, también es de penar, podemos decir entonces que las mujeres somos ciento por ciento penas.
Para nosotras, el cuerpo es es espacio cada vez más enorme en el que se inscriben, como en un mapa, todas nuestras desgracias: cada kilo que engordamos, cada colesterol que aumenta, cada várice que se derrama.
Y eso es sólo en general.
Un tour ligero de sur a norte por las particularidades diría, por ejemplo, que después de los 40 los pies se ensanchan. Y no uno o dos centímetros, sino dos y hasta tres números. Se ensanchan tanto que tenemos que salir a la calle con snorkel, para disimular el uso de las patas de rana.
La excursión por las partes acamparía en las rodillas –una de las articulaciones más molestas junto con las muñecas, los codos, los tobillos, la cadera y los hombros– y contaría que no sólo nos paralizan sino que, además, lo hacen con tanto escombro y chirridos que cada vez que nos ponemos en marcha parecemos una momia mecánica.
El viaje apenas se detendría en el vientre porque después de los 30 la digestión es una zona en permanente conflicto. Para recorrerla hay que rogar que el hígado no se declare en huelga, eludir la burocracia estomacal y los piquetes de los intestinos.
Finalmente, el contingente escalaría las ruinas del busto desmoronado, treparía por el cuello anquilosado, sortearía la flora dentadural descansaría en los présbites ojos y haría cumbre en la cabeza.
Dicen que Dios está en todas partes y el diablo en los detalles.
El deterioro, este cuerpo roto, caído, endurecido, arrugado y estropeado se vive y se percibe en cada rincón del cuerpo. Sin embargo, tal vez por gradual e inexorable, se soporta más que los detalles. El verdadero problema del cuerpo –y por algo dice que de ésos se encarga el diablo– está en los detalles.

Causas exógenas
Las causas exógenas se originan en el exterior de nosotras, y son nuestro disgusto cotidiano. Son las infinitas razones por las que los demás (todos los que se relacionan con nosotras) nos hacen sufrir.
La pasamos mal por ellos. Pero no todos los “ellos” nos hacen sufrir igual. Entre las causas exógenas del sufrimiento los hombres cargan con un 26 por ciento, los hijos con apenas un 5 por ciento y las otras relaciones (laborales, amistosas, fraternales... ni filiales ni sexuales) un 6 por ciento.
Nosotras y los otros
Sufrimos porque nadie nos entiende y ni siquiera podemos discutirlo.
Porque cada vez que una mujer dice “nadie nos entiende”, todos los hombres se dan por aludidos y se ofenden. Y. se sabe, no hay nada más difícil que hablar con un hombre ofendido.
El dice que reprochamos, nosotras contestamos que fue un comentario al pasar.
El dice “comentario las pelotas”, nosotras le pedimos que no grite.
El grita “no estoy gritando”, nosotras lloramos.
El pide “no llores”, lloramos más fuerte.
El se enoja y nosotras dejamos de llorar.
“Ves que te enojás por nada?”, confirmamos.
El dice algo entre dientes, y da un portazo. Es lo que decíamos, nadie nos entiende.
Tan incomprendidas somos que, si se votara la frase más dicha por un hombre a una mujer, la ganadora sería: “¿Se puede saber qué te pasa, ahora?”.
Dicho así, ligeramente gritado y con énfasis en el ahora. Claro que algunos hombres, más verborrágicos, suelen explayarse y logran verdaderas piezas retóricas.

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