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Viernes, 28 de febrero de 2003

PERFILES

Flora peregrinando

“Peregrinación de una paria” es la biografía –en realidad, diario de viaje y esbozo de ensayo político– de Flora Tristán, una sindicalista y socialista utópica (a la sazón, abuela de Paul Gauguin) que en el siglo XIX se convirtió en una de los primeros referentes feministas.

 Por Soledad Vallejos

Mi vida es el título con el que la Editorial del Nuevo Extremo está por lanzar (para el Día de la Mujer) una selección de los dos tomos de Peregrinación de una paria, esa suerte de diario de viaje y esbozo de ensayo político que permite contemplar de cerca cómo una chica desafortunada comenzó a convertirse en la protofeminista, pionera del sindicalismo y del socialismo utópico radical que terminó siendo Flora Tristán. Lívida y frágil hasta la exasperación como buena heroína romántica, pero bastante alejada de los nacionalismos conservadores que en la primera mitad del siglo XIX hacían de la defensa del campesino-niño su razón de ser (una estrategia que, a fin de cuentas, revelaba el trasfondo aristocrático de toda la movida), Flora había comenzado a sospechar que algo en el mundo conocido andaba mal desde hacía unos años. En Francia, su país natal, era la réproba que, embarazada de su tercer hijo en tres años de matrimonio, había abandonado a su marido llevándose a los niños. Ni siquiera su madre, que la había obligado a casarse con un litógrafo de mala calaña e ínfima renta, la había apoyado en su separación (el divorcio, poco oportunamente, había sido abolido con el regreso de la monarquía a Francia). Hija bastarda porque demasiados escollos legales se habían interpuesto entre sus padres y la legalización de su nacimiento, tampoco le correspondía herencia alguna. Y, la verdad, estaba algo cansada de ser tratada como una marginal en cuanto salía a la luz su estado civil (una cosa difícil de ocultar, convengamos, llevando dos niños de la mano). Flora, en 1833, partía a Perú, en busca de que el reconocimiento de la familia de su padre (un criollo con linaje tan elegante como para remontarse a Moctezuma) le valiera dos de las cosas que más necesitaba una mujer separada en la Europa de principios del siglo XIX: el aval de un apellido respetable y una fortuna para hacer su vida con tranquilidad. Allí comienza Peregrinación... (publicado por primera vez en 1837, cuatro años después del viaje), las páginas en las que, cuidadosa y a veces engorrosamente, teje una estrategia de avanzada para construir, sobre ella, una resistencia muy moderna: reapropiarse del estigma para reivindicarlo como marca legítima de identidad y luchar desde esa nueva forma. Curiosamente, la descendiente de dos promonárquicos católicos a ultranza (su madre había aclamado con fervor la restauración de las viejas casas reales, y su padre murió como enemigo de las plebeyas aspiraciones de Napoleón) tuvo la astucia para comprender que asumir con convicción su condición de paria le permitía plantarse en otro terreno, el de la exclusión, y, con ello, sumar fuerzas para trastocar la marginalidad en algún tipo de justicia. Y, a decir verdad, la chica se abocó a esa lucha desde todos los frentes.

Yo, la peor de todas
Esas pequeñas modificaciones que van operando, casi con disimulo, los viajes sobre los viajeros tuvieron un impacto, cómo decirlo, inmenso, indisimulable, feroz, sobre Flora. Si al partir ya detestaba lo que encontraba de esclavitud en el mandato del matrimonio (“hacer todos esos sacrificios y afrontar todos esos peligros porque estaba unida a un ser vil que me reclamaba como su esclava”) y sufría por haber tenido que dejar en Europa a sus hijos (el mayor, con su ex marido; Aline, la niña que luego sería madre de Paul Gauguin, en una especie de internado) para poder viajar sin resquemores, cuando regresó tenía otros ojos. Y es que el espíritu etnográfico que la había acompañado durante el periplo había aniquilado en cada puerto lo que quedaba en ella de ingenuidad: pueblos que sobrevivían gracias al tráfico de esclavos (comandado por un cura católico... casado con una esclava a la que despreciaba), conventos que las mujeres despechadas no podían abandonar a voluntad, viudas sometidas a las familias de sus maridos, las reglas de las relaciones sociales en las ciudades americanas (tan parecidas, claro, a los salones europeos). Feminismo y algo muy parecido al socialismo empezaba a surgir en esa mujer que, al pisar nuevamente París, en enero de 1835, con una renta asegurada (no toda la que le hubiera correspondido en realidad, pero sí la suficiente para llevar una vida holgada), empezó a frecuentar los círculos literarios y artísticos. Todavía un poco dolida por los rechazos que despertaba en cualquier reunión su status de “mujer sola”, publicó en poco tiempo Necesidad de dar una buena recepción a las extranjeras, un libélulo netamente utópico que apenas firmó como “Srta. F.T.”, en el que proponía crear una asociación para alojar y dar protección a las mujeres solas. No era lo más común y esperado en la Francia que se debatía entre restauraciones aristocráticas y contrarrevoluciones burguesas, a decir verdad, y su idea pasó sin pena ni gloria, pero Flora estaba empezando a encontrar su espacio (aun cuando rogara un trabajo alegando que “encontrará en mí una fuerza poco común a mi sexo, un deseo de hacer el bien, y un reconocimiento profundo a todos los que me permitan ser útil”). En plena conformación de los primeros movimientos obreros, cayó rendida tras escuchar una conferencia que Owen, el padre del socialismo utópico, dio en París. Y entonces la figura de Flora, que poco antes había empezado a debatir acaloradamente en las reuniones socialistas parisinas, se empezó a instalar en la arena pública: en 1837, la revista de Louis Blanc publicó su petición para que el divorcio volviera a ser legal; un año después, otro diario se hizo eco de su reclamo para abolir la pena de muerte; las revistas literarias más elitistas le cedieron páginas enteras; Saint-Beuve (impulsor de una de las corrientes que terminó con la sangrienta revolución de 1848) no dudaba en presentarle muestras de profundo respeto. Fue en esa época cuando, además de Peregrinación, publicó Méphis o el proletario, su única novela, y con tanta suerte que el intento de asesinato que sufrió de parte de Chazal, su ex marido (le disparó al pecho en plena calle) no sólo terminó por convertir cualquier cosa que escribiera en un éxito comercial, sino que, además, derivó en un juicio en el que, finalmente, consiguió la anulación del matrimonio (cómo iba a seguir casada con un señor que, por intentar matarla, debía cumplir una condena de 20 años de trabajos forzados) y, con ello, limpiar su reputación ante los demás.

Paseos
“Dedicado a las clases obreras”, rezaba la primera página de Paseos por Londres, el ensayo que, en 1840 (!), tomaba un viaje de Flora a Inglaterra (en el que llegó a colarse, disfrazada de hombre, en la Cámara de los Comunes) como base para una profecía devastadora: el mundo de la Revolución Industrial, sus máquinas y horarios agotadores auguraba un futuro oscuro para el resto de los países. Las poblaciones fabriles inglesas no eran más que un pequeño laboratorio de lo que luego se extendería por Europa, un modelo de desarrollo que sacrificaba al obrero en bien del beneficio económico. Y Flora quería, desesperadamente, evitar ese futuro, a tal punto que dos años después pagó de su bolsillo una edición económica de Paseos... para que la mayor cantidad posible de proletarios tuviera la posibilidad de conocer su discurso revolucionario, el mismo que volcó febrilmente en Unión obrera, un librito (cuya publicación desaconsejaban escritores y editores amigos) que se dirigía explícitamente a los y las trabajadoras de los talleres. Bregaba Flora por la defensa del derecho a la salud, a la educación, al trabajo, pero, sobre todo, por evitar la propagación de una estructura de dominación que llevaba al proletario a ser siervo del empresario, y a la mujer a ser “la proletaria del proletario”. La acción, eso le importaba, más que la construcción teórica. “Obreros y obreras, escúchenme -escribió–. Ha llegado el día en que debemos actuar, y es a ustedes, y solamente a ustedes, que corresponde actuar en interés de vuestra propia causa. ¡Depende de ustedes la vida o la muerte!, la muerte horrible que asesina a cada instante: la miseria y el hambre. Vuestra acción no debe ser la revuelta a mano armada, el enfrentamiento en la plaza pública, el incendio ni el pillaje. No, porque la destrucción, en lugar de remediar vuestros males, no hará más que empeorarlos. No tenéis más que una acción posible, legal, legítima, que los avale ante Dios y los hombres: es la unión universal de los obreros y las obreras”. La Unión Obrera, finalmente, terminó conformándose, pero es poco lo que se reconoce a Flora en su nacimiento.
Pocos años después, tras escribir Recorrida por Francia (un relevamiento detallado y actualizado de la situación obrera de todo el país que se publicó más que póstumamente... en 1973) y sostener un largo enfrentamiento con George Sand (más cercana a un socialismo conservador), siguió agitando las aguas en cuanta convención socialista y reunión de obreros encontrara. Bastante más que una “vieja curiosa” que probablemente “jamás se haya asomado a la cocina”, como solía definirla su nieto Paul Gauguin, Flora era, más bien, esa mujer que un buen día se encontró “sola, completamente sola, entre dos inmensidades: el agua y el cielo”, y decidió ver qué podía hacer.

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