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Viernes, 26 de marzo de 2010

Tierra ganada

Santa Rosa, Chile: un barrio que resistió a los embates de Pinochet y al horror del terremoto y que, si bien lucha día a día contra la pobreza y la indiferencia, demuestra que es cierto aquello de que la unión hace la fuerza.

 Por Silvia Marchant

Gabriel Pineda fue una de las víctimas del terremoto registrado en Chile hace casi un mes. Ella vive en Santa Rosa de Lima, a 40 minutos de la capital chilena, donde el 50 por ciento de las viviendas está arruinado por el sismo. Es un barrio postergado de casas de madera, calles angostas y al que no entra el colectivo. Todo lo que existe en el lugar, como la escuela, la sede de la Junta Vecinal y el espacio donde los chicos practican deportes fue logrado por la lucha de hombres y mujeres batallando a contracorriente en tiempos de dictadura. Por eso, aunque la tierra se mueva, nada hará que Gabriela y los demás habitantes se vayan del lugar al que arribaron luego de una larga lucha contra la dictadura de Augusto Pinochet, en la que muchos de sus compañeros y compañeras fueron secuestrados, torturados y desaparecidos.

La noche del terremoto, Gabriela dormía. El movimiento de la casa la despertó y sólo atinó a bajar las escaleras de madera con su familia. La estructura de la casa de Gabriela se arruinó. Sin embargo todavía sigue viviendo allí. Por las noches, ella y su familia duermen vestidos, esperando que amanezca rápido. Durante la semana en la que ocurrió el sismo, decidió quedarse en su hogar al cuidado de su nieta y una hija pequeña. Por eso, la despidieron. “Mi patrona dijo que no le sirvo porque yo privilegié a mi familia y no al trabajo. Y me echó. Siempre los que sufrimos más somos los pobres. Hay mucha gente en el barrio que se quedó sin empleo.” Pese a la pobreza en la que viven y a las pérdidas que el sismo les ocasionó, en Santa Rosa de Lima recolectaron ropa y alimentos y los enviaron a la región del Bío Bío y del Maule, las zonas más afectadas por el terremoto. Gabriela resalta que “el barrio donde ella vive es una tierra ganada durante la dictadura de Pinochet” (1973 a 1990). Una lucha en la que ella participó. Por eso, para la mujer de 51 años, ni un sismo ni cualquier otro obstáculo harán que se vaya del lugar que le costó tanto sufrimiento y tanta tortura y desaparición de compañeros y compañeras.

TIEMPOS DE RESISTENCIA

En septiembre de 1983, diez años después del golpe registrado en Chile, un grupo de personas que no tenía vivienda tomó una serie de predios, en total unas 22 cuadras, en la comuna La Granja, cercana a la capital chilena, y lo denominaron Campamento Cardenal Raúl Silva Enrique. Allí instalaron sus casas precarias de nylon, madera y chapas. De a poco limpiaron el lugar, delinearon las calles e improvisaron baños. Cuando los carabineros (fuerza policial chilena), obedeciendo las órdenes de Pinochet, llegaron a la zona para desalojarlos, mujeres y hombres lucharon a la par. “Muchos fueron asesinados esa noche”, afirma Gabriela. Por aquel entonces, ella tenía 22 años y se enteró de la ocupación a través de un cuñado, justo cuando su hermana la había echado de su casa junto con su marido e hijo. Para ella fue la posibilidad de tener un techo propio.

“Mi marido no quería ir. Le dije ‘si querés me seguís, si no, no’. Llegamos a la noche. Eramos muchos. Las mujeres nos quedamos cuidando el terreno. Y los hombres se enfrentaron a los carabineros. Fue impactante. Mataron a muchos esa noche. Recuerdo que había un canal de agua cerca y ahí tiraban a los muertos. Después los recogían como si fueran perros. Total, como eran pobres... Al final les ganamos pelea. Es que luchamos mucho, pues. Eramos como 5 mil personas, el campamento más grande que ha habido acá en Chile.”

Gabriela siempre fue simpatizante del Partido Socialista, aunque se afilió recién hace tres años por temor a figurar en las listas que elaboró la dictadura, en las cuales ya estaba gran parte de su familia. La organización del campamento estaba a cargo de militantes de partidos de izquierda. Por eso, los militares a menudo realizaban operativos de allanamientos en el campamento, buscando compañeros y compañeras. “A muchos se los llevaron. Algunos volvían heridos producto de las terribles torturas. Otros nunca volvieron.” Gabriela se salvó de uno de esos operativos porque como en el lugar no tenían agua, se fue a la casa de una cuñada a lavar la ropa. Y su marido trabajaba de noche. Al día siguiente, cuando ella volvió a la casa, estaba todo dado vuelta. “Se habían llevado unos cuchillos del trabajo de mi esposo, que era carnicero, y los palos con los que hacíamos la guardia por la noche en el campamento. Tengo una tía que era funcionaria en el Ministerio de Hacienda del gobierno de Salvador Allende y justo en el golpe se subió escondida con su familia a un barco y pudo llegar a Alemania. Cuando los milicos la fueron a buscar a la casa, no encontraron nada.”

En el campamento permanecieron casi unos tres años, sin luz, sin agua, sin baño, viviendo a la intemperie, debajo de nylons. Luego, Pinochet ordenó trasladar a las familias a diferentes predios. Gabriela fue llevada al Barrio Santa Rosa de Lima, donde ahora vive junto a 360 familias, en el Departamento de San Bernardo. “Llegué con una pura pieza, sin techo, con puro nylon. Pero ahora doy gracias por tener lo que tengo.” A los dos años de haber llegado al barrio, un 7 de noviembre, mataron a su marido y fue la primera muerte del campamento. Viuda y con su hijo tuvo que seguir dando batalla. “Muchas vecinas sufrieron más, perdieron a sus maridos allá en la lucha del campamento. Y llegaron solas acá. Por eso la gente que ahora vende sus terrenos me da una pena terrible, porque cuánto sacrificio nos costó tener estas tierras”, cuenta.

TRABAJAR EN COMUNIDAD

Una de las vecinas, Carola Correa, tenía apenas doce años cuando llegó al campamento con su familia. Cuando arribaron sólo vio una hilera de mediaguas. Había muchas mujeres solas que “llegaban arrastrando a los maridos porque muchos no querían saber nada de vivir allí. Porque era vivir sin nada. Era no tener un baño ni agua potable. Lo que más se veía era a mujeres haciendo todo. Los hombres trabajaban afuera y traían el peso para la comida”.

En uno de los inviernos, Carola recuerda a su hermana toda vestida de blanco. Fue la primera que se casó en el campamento y ahí mismo le hicieron la fiesta. “Si ni teníamos baños para los invitados”, cuenta y señala que levantaron una carpa que funcionó como un baño improvisado. Esta niña de 12 años no tenía escuela dónde ir porque sencillamente no había en el barrio. Ella vivía con su familia bajo maderas y nylons. Y observaba el trabajo comunitario entre vecinos y vecinas que cavaban pozos para poner los postes e instalar la luz, entre otros avances que se realizaron en el lugar hasta que se tuvieron que ir al barrio Santa Rosa de Lima, donde formó su familia.

“Hay mucha gente que ya falleció de los que llegaron acá. Pero están sus hijos y sus nietos.” Lo que persiste es la estigmatización por vivir en el barrio, que para la mayoría de la gente sigue siendo “el campamento”, aunque ya no lo sea, describe Carola.

Tanto Carola como Gabriela crearon una organización de género en el barrio a la que llamaron Manos Mágicas. Desde allí, brindan a la comunidad talleres para concientizar sobre la violencia hacia la mujer y aseguran que el maltrato hacia la población femenina “es lo que más existe”. Se ocupan también de informar a través de cursos de formación en las escuelas sobre la violencia en el noviazgo.

Gabriela es presidenta de la Junta Vecinal del barrio, y desde ese lugar continúa su lucha. “El gobierno de Michelle Bachelet (que culminó el 11 de marzo pasado) nos aprobó la realización de proyectos que incluyen el mejoramiento de la sede de la Junta y la creación de un jardín infantil. Así que el nuevo gobierno de Sebastián Piñera no puede mirar para otro lado”, asegura.

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ARRIBA, EL CAMPAMENTO EN 1983.

EN EL MEDIO, GABRIELA PINEDA.

ABAJO Y DE PERFIL: CAROLA CORREA.
 
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