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Viernes, 8 de febrero de 2002

TENDENCIAS

Se acabó la edad del pavo

Los shojo son historietas japonesas para niñas adolescentes. Aunque la palabrita quiere decir virgen, el contenido puede incluir el incesto, la androginia, el travestismo, los amores de chico a chico y de chica a chica, claro que en clave romántica o al menos confusa. Hasta que diciembre borró todas las sonrisas, incluso las dibujadas, se vendían en nuestro país acerca de 30 mil ejemplares de Lazer, 5 mil de Cardcaptor Sakura, y 10 mil de Evangelion, módicos ejemplos del género. (Si esta nota no le interesa pásesela a esa hija con carita de falsa inocencia o a ese hijo bobalicón que quiere entender algo de Eros.)

 Por Soledad Vallejos

Los que alguna vez han visto uno de reojo dicen que están llenos de golpes, patadas y sangre de todos los colores. O que la sexualidad, oh mon dieu, sobrevuela peligrosamente las historias, y eso en los pocos casos en que no la tematiza de manera directa. Que a veces no se sabe si los personajes son chicos, chicas, o qué; que todas las relaciones entre ellos pueden alcanzar niveles increíbles de confusión. Y que ni eso ni el restante delirio pueden pasar inadvertidos.
Bueno, no faltan a la verdad. Es más: tienen toda la razón del mundo.
En favor de esa gente hay que admitir que podrían decir muchas cosas más, a cual más terrible, si supieran que son altísimas las posibilidades de que hayan visto un shojo. Esto es, una rama específica, dentro de la amplia gama de historietas y animaciones japonesas, destinada casi con exclusividad a niñitas que entran en la pubertad o andan en plena adolescencia. Porque ésa es una de las cuestiones: la fiebre por las fantasías orientales que en Occidente consume a niños, niñas y no tanto desde hace ya unos años, no es originada por una rama tradicionalmente rupturista, excéntrica o lisérgica de esa industria. Mucho menos, por un sector destinado al público adulto. En realidad, toda esa industria es así, sólo que de este lado del mundo pareciera esperarse otra cosa de toda serie (animada o no) con figuras más o menos estilizadas (y más si tienen esos ojos grandes, redondeados que la gestalt emparenta con la ternura de las formas aniñadas), o por lo menos no parecieran esperarse esas historias que dejan el inconsciente, las represiones y las fantasías a flor de piel para jugar más que libremente con ellos. Porque una cosa sí parece clara: si los Teletubbies hubieran nacido en Japón, Edipo hubiera sido tan transgresor como Oaky con dolor de muelas. Pero ya sabemos cómo le fue al nene de Goldsilver. Y, hasta que los terremotos de diciembre empezaron a sacudir a Argentina también sabemos cómo les estaban yendo en nuestro país a las revistas de mangas (las historietas japonesas) y todo su merchandising asociado.

Dibujando sociedades
Digamos que si cierto relato o formato está tan difundido como para ser casi la mitad de todo lo que se publica, tener lectores de edades bastante variadas, y abarcar temas tan disímiles como los deportes, la vida cotidiana en la escuela, la ciencia ficción, la historia, lo militar, el horror, la música y juegos tradicionales como el mah-jong (una suerte de dominó de lo más encantador), algo de reflejo más o menos colectivo, más o menos acertado, ha de tener. Pues, entonces, es el caso. Siete años atrás, las estadísticas aseguraban que el 40 por ciento de las publicaciones vendidas (y esto incluye a los diarios) en Japón eran mangas, un dato que da cierta idea de las magnitudes de algo que sí satisface ampliamente los requisitos para ser considerado un fenómeno. Se venden 125 millones demangas por mes. Tomando como punto de partida tradiciones colectivas (juegos, profesiones), o conflictos existenciales que varían con las edades (los romances adolescentes, las aventuras sexuales extramaritales), las factorías de historietas van armando tomitos tan compactos y variados como las guías telefónicas: semanalmente, el mercado se renueva con volúmenes que en unas 350 páginas compendian entregas de muchas, muchísimas historietas diferentes, que luego continuarán apareciendo o no. La modalidad de publicación es clásica de principios del siglo XX: la comercialización a manera de folletín múltiple permite, por un lado, poner al alcance del público distintos productos, y, por otro, hacer pequeños sondeos sobre la recepción de esas historias. A la manera de las novelas decimonónicas, el gusto o disgusto del correo de lectores tiene tanta influencia como para frustrar la continuación de una historieta, cambiar su curso o elevarla al próximo escalón, el volumen compilatorio propio, algo así como una consagración. Y Japón, a decir verdad, debe ser casi el único país del mundo en el que la televisión se ve obligada a disputarle público a las historietas. A nuestras costas, llega sólo una pequeña (y no siempre representativa) parte de todo eso, pero esa muestra es lo suficientemente contundente como para despertar el fanatismo, mover un mercado que hasta hace algunos años no existía y generar más demanda de animé (los dibujos animados que en algunos casos complementan, o inician, la historieta). Por lo menos hasta noviembre del año pasado, por ejemplo, en medio de un mercado alicaído y pobretón, la editorial Ivrea (que había empezado un tiempo atrás como un emprendimiento de fanáticos y terminó convirtiéndose en una empresa próspera que negocia derechos directamente con las editoriales japonesas, se encarga de las traducciones y está por importar sus volúmenes) vendía cerca de 30 mil ejemplares de Lazer (una revista sobre distintas mangas y animés), 5 mil de Cardcaptor Sakura (el hit de la temporada), y 10 mil de Evangelion. Nada despreciable para ejemplares cuyos precios oscilaban entre los 3 y los 5 pesos. Y a eso había que agregarle el aluvión de merchandising. Como sea, definitivamente la tradición oriental tiene poco y nada que ver con la occidental: férreamente alejadas del código y la historia judeocristiana, con una moral sexual que hace de la ambigüedad moneda corriente, y argumentos que van de lo frívolo a lo metafísico con una inocencia brillante, algunas de estas historietas han logrado instalarse –aparentemente lejos del exotismo– entre un público de clase media y clase media alta (niños, adolescentes y adultos) de un país que no brilla, precisamente, por su desprejuicio cultural.

Chicas, chicos, chicas-
chicos y chicos-chicas
Se supone que, en un país cuyo lenguaje no conoce la distinción de género en los sustantivos, el manga se caracteriza por su fuerte definición de los géneros. De hecho, la existencia de dos subramas fuertes está planteada desde los títulos de las publicaciones: están las shonen y las shojo. Las shonen se dirigen a un público masculino, son revistas que compilan historietas como Dragon Ball: protagonista masculino, enfrentamientos físicos (muchos) y escenas que privilegian los detalles de espacialidad y temporalidad (casi esenciales para atender al impacto de movimientos físicos, la velocidad y la acción. “Shojo” significa niña, y trae aparejada una carga de inocencia, delicadeza y dulzura (además de ser el equivalente en lunfardo japonés para virgen), por lo que se supone que las historietas shojo, estén llenas de historias de chica-encuentra-chico, de felicidad rosada tras mares de lágrimas bobas, de florcitas y ojos brillantes. Esas dos funciones, entonces, mostrarían al manga como modelador de comportamientos sociales: los niños aprenden sobre sexo y cuerpos femeninos, las niñas a ser encantadoras. Pero las producciones de los últimos años, las que fueron llegando a Occidente mucho tiempo después de los viejos éxitos de Kimba, Meteoro y Mazinger, hablan (y a los gritos) de otra cosa. Si en Dragon ball (la primera parte de la saga, antes de queel pequeño guerrero creciera y la historia se volviera pura lucha) el viejo maestro erotómano era capaz de saltarle encima a una chica para tocarla, algunas historias shojo proveen escenas menos evidentemente escandalosas (ese salto del viejo maestro logró que la justicia cordobesa, alardeando de su poco sentido del humor, catalogara a la serie como “pornografía infantil” en 1999) y bastante más complejas.
Cardcaptor Sakura basa su argumento en la clásica (para los mangas) figura de la niña mágica (la misma, por ejemplo, que explotaba Sailor moon): revolviendo la biblioteca de su padre, Sakura descubre un libro mágico vacío, cuyo guardián (Kerberus, un animalito de peluche que da los toques cómicos al asunto) le encomienda una misión. Las cartas mágicas que escaparon de ese libro deben ser recuperadas y vueltas a su lugar; caso contrario, “una gran catástrofe caerá sobre el mundo”. A lo largo de los volúmenes, la niña debe ir aprendiendo y desarrollando poderes mágicos para conjurar esas cartas, que no son otra cosa que fuerzas cósmicas (viento, trueno, espada, espejo, luz, oscuridad). Pero el asunto, como suele suceder, es el mientras. La madre de Sakura murió cuando ella era pequeña. Cuando toda la historia de las cartas comienza, pasa el tiempo peleando con su hermano mayor (un adolescente capaz de hablar con los fantasmas), adorando a su padre (un profesor universitario que jamás volvió a formar pareja y cocina como los dioses) y tomando el té con Tomoyo, su mejor amiga, una niña rica que está enamorada de ella. La aparente simplicidad de la historia empieza a complicarse con tramas absolutamente secundarias mucho más interesantes que la central: casi de casualidad, Sakura descubre que la madre de su mejor amiga era la prima de su madre, que la amaba y que detesta al padre de la niña por habérsela “robado” (un parentesco que agrega, además, el tabú del incesto). Otra: Sakura está deslumbrada por el mejor amigo de su hermano, un muchacho que no sólo es guapo, inteligente y encantador, sino que además pareciera corresponderle cada tanto. Es que este tipo de relación, de una niña de 10 años con alguien más cerca de los 20, es bastante usual en las historietas: en un episodio, la protagonista descubre que una niña de su misma clase está comprometida con uno de los profesores; y sin ir más lejos, el principal rival que tiene Sakura para conseguir el amor de Yukito es Li, uno de sus compañeros de curso. Y si bien se trata del rescate de un amor básicamente romántico, nadie dijo que fuera platónico. A lo largo de los distintos volúmenes (hasta el momento, han aparecido cerca de siete), los enredos amorosos entre estos personajes se suceden con el fondo de figuras y conflictos menos importantes en términos de la historia principal pero que sirven eficazmente para dar toques igualmente ambiguos o rupturistas: la manera masculina en que la madre de Tomoyo (trajecito sastre impecable, cabellos cortos perfectamente peinados, el gesto seco) ejerce el poder incluye, por ejemplo, un grupito de guardaespaldas... mujeres; el padre de Sakura parece la encarnación del hombre perfecto soñado por cualquier feminista dura de los 70; hay niñas que terminan revelándose niños; el objeto de amor de Sakura, Yukito, en realidad está perdidamente enamorado del hermano de la protagonista. Todo está permitido, sin perjuicio de castigo, y eso probablemente se deba a que este manga es un producto de Clamp, un grupito de cuatro chicas (se dice que viven juntas, casi como en una comuna) capaces de quebrar cualquier record de venta y de trocar lo previsible en maravilloso con sólo sentarse a escribir. De hecho, esta serie, la más conocida por aquí, no les llega ni a los talones a otras que han lanzado, como X (que combina esoterismo, fin del mundo, metafísica y angustias existenciales, todo en un shojo), Rg Veda (una reinterpretación muy particular del Rig-Veda, uno de los cuatro libros sagrados de la mitología hindú), o Tokyo Babylon (una crónica de la sociedad japonesa cargada de esoterismo, con algo de tragedia perfecta, de la mano de un médium que resuelve casos raros; por cable puede verse una serie que se basó en este manga). No por nada su nombre se asocia a una renovación de los contenidos del shojo manga.Hay que aclarar, sin embargo, que esto de las chicas-chicos y los chicoschicas no es novedad de este manga. Ya los fanáticos de Sailor Moon habían puesto el grito en el cielo cuando descubrieron que el doblaje de la serie animada desdibujaba la relación lésbica de dos de las guerreras, Sailor Urano y Sailor Neptuno. Es que, para ser emitidos en América latina, los animés son “suavizados”: en el doblaje algunos personajes (masculinos) gays directamente tienen voz femenina, para resultar menos inquietantes, y lo mismo a la inversa; hubo (hay) unos cuantos casos de escenas directamente mutiladas (es muy habitual en el animé de Ranma 1/2). El yaoi (relaciones lésbicas) y el hentai (relaciones homosexuales masculinas) no tienen ningún lugar en las series televisivas. Así las cosas, si no fuera por las revistas y la información que circula en Internet, bueno, unas cuantas contradicciones no quedarían aclaradas. En Occidente, parece, la androginia no puede ser gloriosa más que en campañas publicitarias y las chicas y los chicos no suelen estar confundidos. En el afán por potabilizar productos originalmente pensados para adolescentes y adultos para que puedan ser consumidos por audiencias infantiles (algo que favorece, por otro lado, la expansión del merchandising), las tijeras bienintencionadas dan por tierra con escenas de un humor absurdísimo, y en ocasiones cínico.

Despertares
No sólo de conflictos púberes vive el shojo. Si los 10 años de Sakura no pueden dormir pensando en cómo evitar el fin del mundo sin descuidar su apariencia para que Yukito la crea adorable, otros manga tematizan el despertar sexual en sí mismo poniendo en evidencia aspectos comunes de las sociedades siglo XXI. Por ejemplo, el fenómeno de las lolitas. En Japón, así como existe una categoría estética específica para nombrar la fascinación (no necesariamente femenina) hacia los muchachos de entre 13 y 16 años (bishounen, es el término), también hay un reconocimiento explícito, y no punitorio, hacia la explotación de las jovencitas en plena ebullición corporal. Suerte de híbrido entre Popstars y los concursos de Pancho Dotto, suelen realizarse programas de concursos para adolescentes que mueren por ser “idols”: chicas que cantan como excusa para mostrar lo lindas que son. Durante no más de dos meses, graban algún disco, se sacan muchas fotos, aparecen en revistas que las amontonan en sus páginas y venden millones de ejemplares. Son reconocidas por la calle y ellas y sus familias aceptan gozosas la popularidad económica que reporta esta exhibición. Pasado el cuarto de hora, regresan a sus colegios y sus amigos con la satisfacción del dinero en el banco y el reconocimiento de su belleza. Las idols, entonces, reflejan un par de cosas: las lolitas y la fascinación que pueden despertar se reconocen abiertamente, pero también se asume a nivel social que sólo es un fenómeno pasajero. Mientras dure su frescura, serán ensalsadas; apenas pase la fecha de vencimiento, se abre la puerta a nuevas idols. I’S, un manga que califica entre las comedias románticas de secundario y que apareció hacia diciembre en el país, toma gran parte de este universo, y añade cierto tratamiento de cuán difíciles pueden ser las relaciones entre chicos y chicas durante la adolescencia. Con 16 años, Iori aceptó ser fotografiada para una “revista de noticias” pensando que podría hablar de sus deseos de ser actriz y del club de teatro del colegio. Pero todas esas expectativas se desvanecieron cuando vio que usaron sólo sus poses en ropa interior, y agregaron textos como “esta dulce y tímida chica se transforma cuando sube al escenario” al lado de un plano de su cola. El asunto es que la aparición de esta revista y la posibilidad de que alguien del colegio la vea la trastornan. Su desesperación se convierte en lágrimas cuando los muchachotes de otros cursos la acosan. Y ahí es donde interviene Ichitaka, un compañero de clase tan enamorado de ella que no sabe cómo reaccionar cada vez que la tiene cerca. De hecho, su timidez extrema puede tomar toda la apariencia de un rechazo absoluto, como cree ella. En I’S, el temor adolescente alrechazo pone en escena todo el pánico de la edad, sin descuidar unos cuantos toques de humor y erotismo. El no sabe demostrar lo que le pasa, ella no logra convivir con las consecuencias de haberse mostrado, sus compañeras de colegio la envidian, y sus compañeros la hostigan constantemente. Obviamente, no es un manga infantil, pero tampoco adulto: originalmente, está destinado a alumnos del secundario, con lo cual se convierte, a la vez en espejo, en una suerte de guía, y en vehículo de catarsis. Y las cartas de lectores de estos libritos parecen dar la razón. “Yo quisiera saber si alguien me quiere responder el porqué cuando un flaco está con una es tierno, amable, dulce, parece inteligente; pero cuando está con un amigo se pone estúpido, chiquilín y se le desaparecen las pocas neuronas que parecían tener cuando estábamos a solas”, escribió una lectora argentina de Fushigi Yûgi: “Esto es realmente preocupante, no sólo para mí, sino para mis amigas y compañeras que tenemos el mismo problema”. Otra lectora contó un sueño erótico con dos personajes de un manga. En el mismo correo, un lector parecía desesperado por encontrar una respuesta: “¿Cómo podríamos evitar todo el maldito coqueterío (sic) histérico –de ambas partes– y ser más honestos con nuestros sentimientos? Para mí, uno se enamora de una persona, no de un trofeo”. Y la última, de un chico de 18 años: “Por lo menos en mi caso, lo que por ahí nos atrae del shojo es que nos hace dar cuenta de que no somos nosotros solamente los que damos lástima, que los personajes del shojo (que conozco) siempre están llenos de problemas, ah, y nos demuestran cómo piensan las mujeres”.

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