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Viernes, 1 de agosto de 2003

ESPECTáCULOS

Amores contrariados

A los 16, Malena Solda se subió a una “Montaña rusa” que marcó el despegue de su carrera. Hizo mucha TV y tuvo un debut soñado en teatro con La bestia en la luna. Actualmente sufre –y se luce– por causa de amores difíciles: es la Maite de “Soy gitano” que no puede formalizar con el Niño Amaya, y la Emilia de La zarza ardiendo.

Por Moira Soto

Maite Heredia estuvo en un tris de entregarse al rijoso patriarca Jordán para beneficiar al Niño Amaya, que se sigue metiendo en problemas, pero -cosas de la telenovela– la sangre no llegó al Río de la Plata. Ochenta años antes, en La zarza ardiendo, pieza de José González Castillo, que ahora se está representando en el Cervantes, la joven Emilia, de duelo por el reciente suicidio de su madre, empieza a reconocer la pasión que le inspira su padrastro. Malena Solda asume ambos roles –grabaciones diarias en Pol-ka, poner el cuerpo de jueves a domingo en el escenario– como una profesional cabal, pero se le trasparenta que su corazón pertenece a las tablas desde que siendo muy chica empezó a ir al teatro, antes de empezar a estudiar a los 9 con Hugo Midón.
El caso es que los cursos de teatro la llevaron imprevistamente a la “Montaña rusa” televisiva. Gente de Canal 13 la vio en una muestra de fin de año y le ofreció hacer un casting. Malena Solda entró entonces por una puerta que no estaba en sus planes y, hasta cierto punto, tuvo que adaptarse. Pero nunca se la creyó, respaldada por su formación previa. Siguió haciendo TV, participó gustosa en un par de breves experiencias teatrales en el off y, ya en el 2000, mientras actuaba en la tira “Buenos vecinos”, se le encendieron todas las luces: Manuel Callau le propuso hacer en teatro Una bestia en la luna, pieza que se convirtió durante dos años en un suceso artístico y comercial. En estos días, Solda acaba de firmar una carta de intención para protagonizar el año próximo Jesús, el heredero, novela de Sergio Vainman relacionada con viñedos, con exteriores en Mendoza, producida por Raúl Lecuona, en la formará de nuevo pareja con Joaquín Furriel.
Durante la entrevista, Malena suelta con frecuencia su risa de mezzosoprano. Pese al intenso ritmo de trabajo y la secuela de unas anginas que no la doblegaron, se la ve dichosa de hacer teatro. Dice que no le importa dormir menos, que sólo querría salir un poco más, divertirse, ver a sus amigas. Pero nada que se parezca a una queja, porque considera un privilegio estar hasta el 31 de agosto en el Cervantes, haciendo La zarza ardiendo con Antonio Grimau, Osvaldo Bonnet, Jorge Rivera López, Marcelo Mininno, Silvina Bosco y Patricia Moreno, bajo la dirección de Raúl Brambilla. “Siempre sentí el teatro como mi lugar de pertenencia. Cuando empecé con ‘Montaña rusa’, me enojaba un poco cuando me señalaban como actriz de la tele. ¿Cómo? Si yo llevaba ocho años estudiando teatro... Y aunque ahora valoro de otra forma mi experiencia en la televisión y no reniego de ella, tampoco es el lugar con el que más me identifico.”
–¿De modo que pasaste de las clases de teatro a la tele, sin escalas en ningún escenario?
–Salvo las muestras de fin de año, el día más esperado... Recuerdo una divina en el Cervantes precisamente: lo que fue caminar por esos pasillos... Estaban Maestro y Vainman, una productora del canal, y nos pidieron a Sebastián de Caro, Giselle Pesac y a mí que fuésemos a hacer el casting para “Montaña...”.
–¿Cómo sobrellevaste esa exigencia de estudiar teatro desde tan chica?
–No era una exigencia, la pasaba bárbaro, era el juego más divertido. Cuando empecé con Midón, ya conocía Narices, El imaginario... Y el primer día de prueba, llego y veo a los chicos jugando con esas canciones, imaginate. Me hacía muy feliz, corría por la calle para llegar antes.
–¿Te sorprendió totalmente que te llamaran para “Montaña rusa”?
–Sí, y me dio miedo. Si me hubieran dicho: quedaste para una obra de teatro o una película, me habría parecido perfecto. Pero esto era –pensaba yo en ese entonces– en contra de lo que quería hacer. Frente a mis dudas, a mi papá le pareció una oportunidad para al menos intentarlo. Una vez que acepté, me apoyaron un montón. Y la verdad es que necesitaba esa contención frente a toda esa cosa arrolladora que es la televisión, con ese ritmo, esos códigos tan diferentes de los que yo podía conocer.
–¿Qué aprendiste de la tele?
–Más que nada, a defenderme, a no dejar que me pasen por arriba. A aceptar a gente diferente de la que yo conocía, me saqué muchos prejuicios de encima. El vivir esas experiencias desde adentro me abrió mucho la cabeza. Y así como me volví más tolerante en algunos temas, en otros me reafirmé. Fue bueno entrar con esos años de formación, si no, creo que me perdía en la vorágine, que es tremenda. Mucha histeria, mucha presión... Lo que vino después fue más tranquilo. También aprendí que una trabaja para una empresa y que a veces sos una pieza más del engranaje: te pueden decir un día que sos maravillosa y que te van a querer toda la vida –cosa que yo me creía al comienzo–, y al siguiente informarte que se terminó con vos, que no servís.
–Tanto vértigo y, con frecuencia, guiones insustanciales, ¿permiten al menos desarrollar la capacidad de improvisación?
–Sí, te da una soltura, aprendés a resolver cosas muy rápidamente. Es un tema que tiene su complejidad: este año, en clases de teatro con Doris Petrone, veíamos partes mías que estaban bloqueadas, en parte por trabajar tanto en televisión, porque en muchos planos se fracciona el cuerpo. Me di cuenta de que tenía que trabajar profundamente para que se produjera un acuerdo total, no que la cabeza y la palabra digan una cosa, y las manos o el cuerpo, otra.
–El teatro para el que te preparaste tempranamente se hizo esperar un poco...
–Sí, pero fue hermoso cuando llegó. Mientras estaba en “Buenos vecinos”, hablamos con Manolo Callau para hacer La bestia en la luna. Yo estaba feliz, se cumplía el sueño de mi vida en las mejores condiciones: con los dos Manolos, Callau e Iedvabni. Y ahora volví a experimentar esas emociones, esa sensación de estar en lo mío el primer día que llegué al Cervantes. Puse un pie en el escenario y fue como que ya está, ya sé quién soy, adónde pertenezco, esto es lo que yo quiero. Se ordenó la energía para cada cosa, pese al agotamiento, con tantas horas de grabación para “Soy gitano” y después los ensayos de La zarza ardiendo. Resultó una buena combinación, sabiendo bien lo que podía esperar de los dos lugares. El desgaste fue mayor en la época de “Buenos vecinos”, en un momento iba de Bariloche a Buenos Aires y de ahí a Mar del Plata en la misma semana. Al cabo de tres meses decidí dedicarme al teatro, a disfrutar de lo quesiempre había deseado y ahora tenía con La bestia... Estaba tan convencida de estar en un buen proyecto, tan bien rodeada, que no necesitaba más.
–Y a comienzos de julio, frente al estreno de La zarza..., ¿sentiste que tenías que cumplir la promesa?
–Un día o dos antes de estrenar yo estaba muerta de terror, con una angustia tremenda, me parecía que tenía que probar que lo de La bestia... no había sido una cuestión de suerte. Bueno, también es cierto que el Cervantes te intimida un poquito.
–Casi al mismo tiempo que Julio Baccaro te alcanzaba la pieza de González Castillo, a comienzos de año, aparecías como una de las protagonistas de “Soy gitano”, novela superpoblada de machistas a ultranza.
–(Risas) Se buscó el culebrón sin atenuantes. Al principio creí que iba a ir más por el lado étnico, pero después vi que tenía que adaptarme a otra cosa.
–¿Se supone que ese trato hacia las mujeres corresponde al mundo gitano actual?
–Creo que la novela se queda corta. No se metieron de verdad con ese mundo porque es muy oscuro, muy denso. Las gitanas se casan y no salen de su casa, excepto para ir a trabajar con otras gitanas porque los maridos no lo hacen. Tienen muchos hijos. Ellos van por las noches a tablaos, cantan, beben, están con las payas, sus amantes, y las gitanas no pueden ni pisar esos sitios. Ellas se mueren de celos y me han contado de peleas terribles entre payas y gitanas. Esto es acá, porque en España parece que hay cierta apertura.
–¿Cómo fue el proceso de entrar a un lenguaje, una época, un mundo tan diversos y alejados de la telenovela, como los de La zarza ardiendo, aunque aquí también hay melodrama?
–Primero leí el original y me encantó su complejidad, su hondura, su espíritu crítico. Pero me pareció muy difícil de actuar. Oí esta línea: Se tira de bruces sobre el sillón y grita: ¡Mamita, mamita, ¿por qué te fuiste? Me preguntaba: ¿cómo se hace un melodrama de ley sobre la escena? Una de las cosas que más me gustan de Emilia, mi personaje, tan joven y además mujer en los años ‘20, es su lucha por descubrir y defender sus deseos por encima de lo que le imponen las reglas, los otros personajes. Al principio, en pleno duelo, no puede ver la causa de la muerte de su madre. Pero hace todo un camino y asume la verdad, sus propios sentimientos. Ella pone de manifiesto la hipocresía del médico. Pero también son muy interesantes los otros personajes: ese mucamo que ha sido testigo de tantas cosas, que sabe todo desde el vamos; ese médico autoritario y manejador, bajo las apariencias de buen amigo; las dos señoras que vienen de visita en busca de chismes detrás la máscara de la honorabilidad; el novio formal que trata de no salirse del estereotipo. Y el protagonista, con ese debate moral que lo viene carcomiendo desde hace tiempo...
–También tiene su peso la muerta, que es contada por los personajes. Esa viuda bella, rica y madura que se casa con el hombre más joven que quiere escalar posiciones. Quizás él la amó en algún momento, pero después se sintió atraído por la hija de ella. La mujer lo advierte y es muy sutil la idea que desarrolla el viudo: muerta de celos, pone a padrastro e hijastra en situaciones de acercamiento para obtener pruebas, confirmar sus sospechas, cuando en verdad, antes del suicidio, la pasión se ha mantenido latente.
–Sí, claro que hay mucha sutileza, y sobre todo sensibilidad para ver la situación de la mujer en esa época: la suicida aferrada al marido –que se le va de las manos– como único eje de interés; Emilia, la hija, que si se deja manipular por el doctor debería casarse con un joven convencional al que no ama sólo para guardar las formas, sin que se consideren los deseosde ella. Las imposiciones del novio que decide cómo ha de comportarse la chica...
–Vale la pena ver la reacción del público, tan pendiente, entregado. Incluso se oyen algunas exclamaciones contenidas frente a ciertas revelaciones.
–Sí, eso también lo sentimos los actores. En un principio temíamos que la gente se riese al final, que es trágico, incluso terrorífico, con esa presencia de la madre que siente la hija, ya un poco paranoica. Pero no, porque el público viene siguiendo la pieza atentamente, se la cree y se ríe en los momentos adecuados, como en las incursiones de esas dos arpías. Me parece que la gente también se impresiona con esa escenografía imponente de Marcelo Pont Vergés, tan art déco, en blanco y negro, casi como un mausoleo. Yo misma, cuando la vi por primera vez, me sentí impactada: así eran esas mansiones, desproporcionadas, fuera de toda escala humana. Me encanta que vaya tanta gente a ver una pieza de un autor argentino no tan representado, pero de mucha calidad literaria y conceptual, de mucha profundidad para comprender la condición humana.

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