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Viernes, 12 de septiembre de 2003

LIBROS

La sombra de Emily

Paola Kaufman ganó, con su primera novela, “La hermana” –que en la Argentina acaba de publicar Sudamericana– el Premio Casa de las Américas. Es un retrato de Lavinia Dickinson, hermana de Emily, que requirió mucha investigación y tiempo. El tiempo Kaufman se lo robó a su otra profesión: es doctora en neurociencias e investigadora del Smith College.

Por Soledad Vallejos

Si hiciera falta, un juego de definiciones podría ensayar varias figuras para ir presentando a Paola Kaufmann, esa rubia de cabello bien, bien largo y ojos intensos que acaba de llegar cargada de colores en medio de una tarde de viento. Una categoría, por ejemplo, podría afirmar: “Doctora en neurociencias, radicada en Estados Unidos, investigadora del Smith College. Trabaja muchas horas”. Otra, abocada a una faceta un poco menos académica, tal vez se arriesgaría con un “escritora que vive de las ciencias y dedica cuantas horas puede a la literatura”. Digamos, finalmente, que una tercera podría hacer hincapié en la necesidad de la acción por la palabra: “pasa de la observación de laboratorio a los informes de investigación, de la observación de los textos ajenos a la producción de los propios”. Pero entonces Paola empieza a hablar de La hermana (Ed. Sudamericana), esa novela sobre una mujer, Lavinia Dickinson, la hermana de Emily, a quien nadie se había encargado de retratar más que como una ausencia, una omisión casi perpetua, alguien que ha pasado por este mundo como si nada o bien como prenda de discusión entre dos bandos interesados por otra cosa, y dice:
–En el medio está ella... lo que pasa es que en el medio no hay nada.
Y va quedando un poquito más claro: Paola Kaufmann, la cuentista (La noche descalza, mención del Fondo Nacional de las Artes en 1998; El campo de golf del diablo, primer premio del Fondo en 2000 recién editado en España, y otros tantos volúmenes y relatos premiados) que con su primera novela llegó a ganar el Premio Casa de las Américas este año, podría ser una fervorosa, sutil, entregada buscadora de fantasmas.

Fue pura curiosidad. Apenas comenzar a escribir, lo que la fue llevando, lo que la arrastraba hasta el escritorio cada mañana que las horas nocturnas del laboratorio le dejaban libres, era la curiosidad por un personaje que de buenas a primeras, mudada su alma de científica a un país y una ciudad que la recibían como extranjera en busca de un lugar donde desarrollarse profesionalmente, inundaba el ambiente. Paola recién aprendía a conocer los rincones de Northampton y la existencia, el recuerdo, las palabras y la fama excéntrica de Emily Dickinson (esa poeta cuyos textos recién vieron la luz tras su muerte, esa mujer convertida, hacia sus últimos años, en la loca del pueblo, por las particularidades de vestir pura y exclusivamente de blanco y no asomarse ni a la esquina) se colaban por todos los rincones. La explicación era sencilla: a pocos kilómetros, unos 10, de donde Paola se había instalado, se encontraba Amherst, el pueblito donde todo eso había pasado. Allí estaba la mansión de los Dickinson, la pequeña casa del hermano de Emily y su esposa, los lugares que iluminaban desde el otro lado de la ventana cuando Emily escribía líneas rupturistas para la época y absorbía vida de cartas y libros. Allí estaba todo eso, y allí fue Paola un día, a ver las casas de tantos relatos casuales, pero sin atreverse a entrar.
–Las vi, y me dio curiosidad. Empecé a buscar los libros con las cartas, después ensayos sobre la poesía de ella. Es una poesía bastante difícil, para la época era rarísima. Y Lavinia estaba siempre pegada. En todos lados, siempre estaba pegada a Emily Dickinson, pero resulta que nadie la tomó demasiado en serio. Hay ensayos que analizan la obra de Emily Dickinson y su relación con la madre, con el hermano, con la mujer del hermano, pero nunca aparecía la hermana. Y sin embargo, la hermana había estado siempre con ella.
Leyó dos, cinco, doce biografías de Emily; repasó su poesía; nuevamente volvió a los ensayos de terceros. Pero en algún momento Paola prefirió no mirar lo que hay bajo la luz, tan claro, tan transitado y comentado que había llegado a modelarse un rostro reconocible. Cuando el reflector lo bañó casi todo, Paola desvió la mirada y se dio cuenta de un detalle: había allí una isla, un rincón en penumbras. Apenas se veían los bordes de una presencia que brillaba, entre tantas palabras, por su ausencia. Reparó en el gran conflicto familiar que sobrevino, escándalo público mediante, con la publicación póstuma de los textos y un affaire extramarital de Austin, el hermano tan adorado, que terminó convirtiéndose en cuestión de honor para Lavinia, esa hermana que había sobrevivido a sus dos hermanos. Lavinia había estado antes y después. Había, en un momento, renunciado a su destino de muchacha casadera para permanecer en la mansión familiar, viendo cómo se extinguían lentamente sus padres y se casaba su hermano mayor. Con los años, también, fue viendo cómo Emily se entregaba cada vez con mayor pasión a garrapatear palabras encerrada en su habitación. Lavinia estuvo cuando murió su hermano; veló por la discreción total en el entierro de Emily (que nadie que no la conociera en vida pudiera verla muerta, que vistiera una mortaja blanca, que apenas unas flores la acompañaran en el final, que el cortejo fúnebre saliera por la puerta trasera de la casa, en lugar de imponerse desde la entrada). Se empecinó en ver publicados los miles de pequeños poemas desparramados por toda la casa, y también los que irrumpieron al abrir un arcón. Convencida de su rol de guardiana leal, Lavinia apenas se atrevió a juzgar aquello que iba apareciendo: lo más, y lo menos, que podía hacer era asegurarse de que vieran la luz, aunque para ello tuviera que involucrar a un tercero, a un extranjero, con la familia. Tal vez esa decisión, ese momento de renuncia en nombre de su hermana, terminó por desdibujarla.
–Hay muy poquitos testimonios de la época sobre ella. Además, es gracioso, porque la historia de Emily Dickinson la escriben dos grandes sobrevivientes: Martha Dickinson Bianchi y Millicent Todd. Martha, Mattie, era hija de Austin, el hermano de Emily y Lavinia, y ella se acuerda perfectamente de su tía, porque tenía cerca de 30 años cuando murió Lavinia, no era una nenita. Por el otro lado, Millicent es la hija de Mabel Todd, la mujer que edita los poemas de Emily a pedido de Lavinia. Eran dos mujeres que prácticamente tenían la misma edad, y dejan textos totalmente opuestos. Y la visión de Lavinia, que es la que jode tanto para publicar los poemas, es completamente diferente según cada libro: Todd dice que es una vieja mala, que arruinó a la madre a propósito (N de la R: cuando hizo el juicio para reclamarle que devolviera a los Dickinson la casa y la tierra que Austin, hombre grande embarcado en un adulterio –en realidad un ménage à trois entre él, ella y el marido de ella, según se susurraba en la época– le había prometido antes de morir, y que ella, Lavinia, se había visto obligada a ceder). Y Martha dice que es su tía adorada, que defendió a toda la familia, que estuvo siempre al servicio de la hermana, y que Mabel Todd la engañó para arrancarle la firma del terreno. Entonces, los únicos registros que hay son diametralmente opuestos. Y en el medio está ella, pero en ese medio, en realidad, no hay nada. Ahí es donde me empezó a picar mucho más fuerte la curiosidad, porque es un personaje que uno puede inventar. Me resultó atractivo tratar de observar esta historia, a esta mujer tan acartonada, tan estereotipada. Ver el lugar de esta pobre mujer desde lo cotidiano, porque ella era la que tenía que hacerle los mandados, llevar las cartas al correo. Ella era su nexo, su lazo con el mundo. Y ahí empezás a reconstruir. A mí, después de leer los quichicientos millones de biografías, me quedó una sensación de quién era ella, cómo era Emily, cómo era el hermano, cómo era el padre y cómo fueron pasando las cosas.
–En la novela hay un trabajo de lenguaje muy intenso. Vos decís, en el comienzo, que hay una base documental, que a partir de eso vos reconstruís y que los dos discursos se entremezclan, pero sin embargo el texto es muy homogéneo, hay un tono que lo recorre sin sobresaltos. ¿Te costó mucho eso?
–Es lo que más me costó esa prosa en particular, porque yo no escribo así. No es el lenguaje mío, el lenguaje que me sale, excepto por la primera persona, donde me siento muy cómoda. Pero esta novela, si uno no se la cree desde la prosa, no se la cree desde ningún lado. Ese lenguaje, ese dar la sensación de que hay documentos cuando, en realidad, no hay documentos porque no existen, son cosas que la construyen. Yo sí revisé documentos como testimonios, cartas y todo lo demás, pero la novela se basa sobre una especie de traducción de manuscritos de ella que no existen. Yo, en realidad, escribí eso para creerme lo que estaba haciendo. Es interesante porque existe una especie de juego mentira-verdad, verdad-mentira. Yo dejé ese aviso porque me pareció un poco gracioso, hasta un poco perverso. Pero a mí nadie me saca la idea de que las cosas fueron así. Ciertas escenas que inventé estoy segura de que ocurrieron. En algún punto, entré en el mismo juego.
Quieren otros juegos perversos que Lavinia sea, precisamente, nombrada como “la hermana de”, que su nombre no aparezca más que en el interior, que las reglas del mundo editorial aprieten las páginas de la novela con una faja que reza “una novela sobre Emily Dickinson”. Puede ser, sí, en el fondo, que se trate de eso, de una novela sobre la poeta, aunque la figura, por lo menos esta vez, sea Lavinia Dickinson, esa sombra omnipresente que sobrevoló las decisiones del reconocimiento. Es posible, inclusive, que la hermana del título sea, por esta vez, Emily y no Lavinia, y que por eso, en la novela, el fantasma que sobrevuela el protagonismo de la mujer desdibujada sea quien suele ser la estrella.
–¿No te bloqueó en ningún momento meterte con una figura tan fuerte como la de Emily Dickinson?
–No. Yo venía de afuera. Era una argentina que estaba en Estados Unidos y venía de afuera. Ni siquiera venía de la literatura. Eso te da una libertad tan grande, porque ni siquiera vengo del ensayo, ni de la crítica ni de letras. Yo vivo de la ciencia. Sin embargo, hice mi carrera, mi doctorado, pero no es que nunca antes escribí. Al contrario, desde que era chica que tengo un vínculo muy fuerte con la literatura, de leer muchísimo y escribir poemitas al principio, pero viene de hace rato. Y mientras estaba acá, en Argentina, haciendo la carrera, empecé un taller de cuentos con Abelardo Castillo, no para aprender a escribir porque eso es algo que no se puede enseñar, es algo que hacés o no hacés, pero sí para leer, por ejemplo. Quería aprender a leer, aprender a corregir con un poco más de método. Desde hace mucho tiempo que hago esto, ni siquiera es mi primer libro, porque antes publiqué cuentos. No es esa idea de que de trabajar en un laboratorio día y noche durante toda mi vida, de repente, truc, sale una novela. No. Es algo que está imbricado desde hace más tiempo, lo llevo junto desde hace muchísimo. Es una decisión. Es una parte de mi vida. Además, no podés ser tan perfeccionista que ni siquiera podés intentar. Escribir se trata de escribir. Lo que vas a hacer siempre es muy imperfecto, en especial comparado con lo que pensaste que ibas a hacer. Nunca la palabra que ponés es la que querés poner, o la forma de expresarte es la misma. Eso es un laburo. Escribir es eso: jugar y trabajar, y lidiar con la imperfección de uno. Supongo que, en el caso de esta novela, tuve una libertad, la libertad de venir de otro lado, de no conocerla demasiado en el sentido crítico del término, el ser extranjera y no tener ningún profesor que te diga nada. Estaba sola. Sola, lejos, y, esencialmente, hice lo que yo quise.
–Cuando enviaste la novela al premio, ¿lo hiciste convencida de que tenías posibilidades de ganar?
–La mandé pensando en el jurado, es un premio muy prestigioso por la calidad y por la forma de evaluación que tiene. Pero la mandé pensando... en nada. Llegué a enviarla media hora antes de que venciera el plazo, el último día. La dejé en mesa de entradas y me fui, me olvidé. Yo no me hacía ilusiones más allá de pensar "alguien la va a leer", "a lo mejor a alguien de la gente que evalúa le gusta". Con eso yo ya me quedaba más que feliz. Además era tan raro: una novela sobre una poeta norteamericana, mandada a Cuba, escrita por una argentina. Y ahora es un lío, un lío hermoso. Cambió todo de golpe.

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