las12

Viernes, 19 de septiembre de 2003

EXPERIENCIAS

EL OTRO SEXO ORAL

Palabras sucias, malas, irreproducibles. Onomatopeyas, jadeos y suspiros. ¿Eso es todo lo que se puede escuchar durante el sexo? ¿Por qué cuesta tanto articular palabras que abundan en la mente y pugnan por salir cuando la sangre acude ahí donde se la llama? Homenaje al sentido más menospreciado del sexo: el oído.

Por Marta Dillon

No es sólo la humedad de la punta de una lengua hurgando en los laberintos de la oreja lo que puede dar un tirón en la entrepierna, como si desde allí colgara una plomada que obliga a apretar los muslos y es capaz de erguir en tótem cada pelo sobre la piel. Por ese orificio a veces menospreciado del oído penetran, insistentes, unas cuantas letras como canto rodado cayendo al vacío de un aljibe y encuentran su eco bien abajo, allí donde las caricias son el lugar común del sexo. A veces ni siquiera son letras, sonidos nada más que parecen emerger de otro abismo, del abismo del otro (la otra) que es posible ser cuando el abandono lo permite y no hay más brújula que saciar una sed morosa, que prefiere la sal antes que el agua porque sabe que en el alivio está el fin y volver a empezar es una aventura incierta (a menos que se tengan 20 años, claro). Unas pocas palabras, casi siempre las mismas –a juzgar por la experiencia, los testimonios, lo leído–, que huyen del decoro y abominan de lo correcto so pena de perder su eficacia de estilete, de punzón, de zanahoria en las narices del deseo. Esas que se dicen cuando el sudor es un vestido y un ruido como de focas chapaleando en la orilla se desprende de los cuerpos que se frotan. Más, más, sí, así, así, dame, dámelo todo, no te quedes con nada. Lenguaje rudimentario las más de las veces, capaz de enervar la piel y las neuronas, cuando se amplia e inventa escenas que no suceden pero que sí, porque para qué discriminar entre lo que se imagina y lo concreto. Qué bien lo saben los que tientan a las palabras en escritos indecentes. “Pon encima las dos manitos, Georgette. ¿No ves que hay espacio para tus dos palmas y aun así su glande purpúreo asoma y nos mira a todos por encima?”, decía Vávara, la princesa rusa de las Memorias que en la edición de Tusquets son compiladas y anotadas por un aristócrata también ruso y exiliado en Inglaterra durante la guerra de Crimea. Esa señorita de la invención, directora de las mejores escenas, sabía del poder de las palabras cuando ordenan y describen. “Todo está ahí, a la vista, pero cuando decís leche, cuando decís concha, su presencia se amplía porque se incorpora otro sentido, el oído”, como dice la sexóloga Adriana Arias. “Los jadeos de amor son pequeños chillidos que se parecen al grito de una garza, de una paloma, de un pavo real. En el libro hindú Koka Sastra, del siglo XII, el poeta Kokkoka recoge estos sonidos –sut, dut, fut, sigue, no me mates– y les da el nombre genérico de sitkrta”, cuenta la socióloga Cristina Fridman. Choques de nubes, troncos huecos, agua deslizándose por una jarra, se esmera el hindú encontrando palabras que no suelen ser tan románticas en el momento del fragor pero que alientan. Porque en definitiva “el lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro”, dice Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso. ¡Ah, sí, las palabras, las cochinas palabras que ruborizan a los santos, prenden estrellas bermellón en las mejillas como huellas de pellizcos! Pero una cosa es el papel y otra la mecánica de los cuerpos que cuando se encastran parecen perder el discurso y la retórica en favor de las onomatopeyas, los monosílabos, los ayes y los suspiros. Son unos pocos afortunados los que dominan el relato cuando el sexo impone su ritmo. Parece que el vocabulario y la imaginación sufrieran de anorexia compulsiva –decime, decime lo que te gusta–. No hace falta más que hacer la prueba, preguntar a quienes están alrededor y recibir ese silencio solemne de quien busca en la memoria y no encuentra. O no quiere confesar. Y sin embargo las palabras se cuelan como agua por la hendija de un dique, como arena en las casas de verano. Tan bellas en su lugar, tan molestas fuera de contexto.


¡Un guionista a la derecha!
Si tuviera pelo, Víctor Maytland se lo arrancaría cada vez que filma. Él, el director de películas porno nacionales por antonomasia, apenas puede encontrar a alguien que diga algo más que ay, ay, ay durante las sudorosas jornadas de filmación. Y eso no sería tan malo si no fuera que el bonustrack de sus películas es, justamente, ese tono tan criollo de actores y actrices lejos de pollas, chuminos, chochos y cipotes que nada tienen que ver con nuestro ser nacional. “Supongo que es la inhibición natural, porque hay más gente, las cámaras. Coger no los avergüenza, pero hablar es distinto. Les tengo que hacer los guiones y aun así, si no se sueltan, el efecto es el contrario.” ¿Y de dónde surgen esos guiones? Bueno, Víctor es también editor de una revista de relatos eróticos que, en su inmensa mayoría, son escritos por los mismos lectores. “Lo que puedo decir después de todos estos años es que por regla general los hombres se anticipan a lo que va a venir, describen lo que van a hacer, y ellas, piden.” Los muchachos prometen, desgarros, mareos, roturas de todo tipo –sobre todo de las partes posteriores–, saciedades lácteas, estrellitas de colores. Todo dicho en buen lunfardo y nombrando a las cosas por su nombre, el más crudo posible. Y ellas dicen dale, vení, llename, más y más. Pozos sin fondo que vuelven a abrirse apenas ellos creen que los han tapado. Eso es, al menos, en los relatos. Es lo que los actores dicen que podrían hacer en las charlas previas “off the record”. “Después se quedan mudos, es una cosa increíble. Aunque te das cuenta de que los que son más zafados en la conversación también tienden a soltarse, sobre todo los más grandes. Los pendejos suelen ser un problema, están al palo pero son mudos.”
Héctor es todo un profesional, actor porno desde hace casi el mismo tiempo que Víctor es director –más de diez años–. Se refiere a sí mismo como participante del grupo de los “más viejitos”, pero eso no le quita sino que le otorga. “Todo depende de la persona, la situación y el tipo de relacionamiento. Yo tengo que tener dos o tres personalidades, para adaptarme. Si estoy con alguien que le gusta la cosa así más de piel, de cariño, me adapto, y si es más zarpado también. Yo, dentro del arco heterosexual, soy muy amplio.” Pero claro que también tiene sus preferencias, a él le gusta “apretar el acelerador”, porque además es lo que le da resultado. “Me he dado cuenta en esta vida que las mujeres, todas, tienen un potencial impresionante si uno sabe ayudarlas para que se desinhiban. Entonces las palabras que prefiero son las que exaltan ese potencial: les digo hembra, yegua, las pongo frente al espejo y les muestro cómo se abren, el culo que tienen. Las trato de reinas y también de terribles putas. Me gusta ser chancho pero sin humillar, a mí el maltrato y lo sado-maso al estilo europeo no me va.” Con 45 confesados a regañadientes, Héctor se florea como un clásico latin lover, sólo que a juzgar por las películas, cumple.


Dámela toda, papito
Jazmín no habla de ella sino de lo que le contaron. Algo que le pasó a una amiga. Dice que una vez estando tres chicas feministas de vacaciones en San Bernardo se pusieron a conversar sobre cierto sentimiento amargo que les dejaba lo que sentían como una contradicción. “¿Qué hago con mi feminismo si a mí lo que me gusta decirle es ‘quiero que me hagas tu puta, papá’? Y lo peor es que lo digo y capaz que estoy en cuatro.” Las demás asintieron silenciosas hasta la siguiente confesión: “¿Y yo qué? A mí me gustaría que me aten, no me gusta tomar la iniciativa, prefiero ser sumisa. Y sin embargo sí, soy feminista”. ¿A qué conclusión llegaron las chicas? “Una es militante pero no boluda, al fin y al cabo lo que una quiere es exactamente lo que quiere”, dice Jazmín. Y Cristina Fridman habilita: “Es interesante pensar en esta ecuación: que permitamos que un material inaceptable penetre en nuestra mente a través de las palabras y del oído cuando la compensación sea máxima. Por ejemplo el caso del deseo sexual que erotiza la diferencia de poder. En general, seguimos comprando que el sexo no tenga nada que ver con la amistad y que sí, el verdadero sexo, el abrumador, sea más afín al oído. De allí tanto el insulto y provocación. Hombres lobos, vampiros, bestias y héroes”.
Sí, digámoslo de una vez, el arquetipo de la puta, la gran gozadora, es el que más ranquea a la hora de endulzar el oído de chicas y chicos. Ellasporque cuando se ponen en ese rol están inmediatamente habilitadas para hacer cualquier cosa. Y ellos... por lo mismo. “Poner en palabras es ampliar las posibilidades, porque lo hacés real, posible. En el momento en que la enuncias esa palabra es real. Entonces si soy puta puedo abrirme de gambas, agarrar, chupar, hacer lo que quiero, total...”, dice Adriana Arias. Lo que seguro es cierto es que en muchos casos –casi todos– lo mejor es dejar la ideología en el mismo lugar que los pudores –lejos– que si no se pueden llegar a escuchar gritos de guerra como el que enfrió completamente a Jimena cuando apenas tenía 22 y empezaba su carrera con un compañero de la Universidad de La Plata: “¡Así cogemos los comunistas!”, gritó él a modo de broche final. Ella supo desde entonces que todo bien con los hombres de izquierda, en las asambleas. Su huida fue tan veloz que olvidó una media que él todavía intenta devolver.


¡Aio, silver!
Ya lo dijo Maytland, que algo sabe de sexo, ellos prometen. Reventar al amante cual naranja, cual queso, partir en cuatro, entrar por todos los agujeros posibles. Morderte toda (o todo), especialmente las partes pudendas. La mayoría de los consultados –hombres de diversas edades, profesiones y preferencias sexuales, arremolinados cual niños bajo una piñata a la sola mención del tema de esta nota y susurrando palabras soeces con mirada torva– confiesan que les gusta decir lo que van a hacer, paso a paso, aunque no lo hagan, al menos no tal cual lo dicen, que si no sería una carnicería. Qué importa, la cuestión es imaginarse fuertes y dominantes, aunque ahora y cada vez más es posible el intercambio de roles, decir ahora te toca a vos, ya vas a ver. Y por breves instantes resulta posible. Lo dice una sexóloga, Arias: “La penetración de la mujer al varón ya no es una cosa rara”, en definitiva ellos también tienen su punto G. Aunque sin duda la retaguardia es una obsesión de los muchachos. Uno de ellos, gráfico y treintañero, admite que siempre dice que se la va a hacer. ¿Y siempre lo logra? “No siempre, pero he andado por muchos caminos de tierra.” Es una lucha, se podría decir y volver al texto de Kokkota que citaba Fridman: “Una lucha en la que los dos amantes están ciegos de pasión y se propician golpes amorosos con la mano cerrada o abierta, sobre la espalda o el corazón, en la región púbica, entre los pechos, que son las zonas destinadas al amor y se pronuncian gritos”. Los varones, vibrantes guerreros, son muy duchos en proferir gritos de guerra, algunos más felices que los de aquel comunista, pero hay que decir que se tienen en muy alta estima. ¿Qué chica no ha soportado la clásica pregunta sobre la cantidad de orgasmos que él le arrancó cuando una todavía está jadeante del esfuerzo de haber conseguido uno? Y todavía piensan que pueden saber cuáles son los fingidos. Vaya esta perlita como prueba: Gladys conoce a Pancito en Formosa, los dos trabajadores sociales en sus prácticos de fin de carrera. Él tiene familia en la provincia roja y en los fondos de la casa de su madre, bajo un techo de chapa y con 45 grados a la sombra –no de la chapa– comienzan ambos su tarea. Ella acaba en tiempo acorde al clima, él sigue afanándose sobre ella cual jinete. Acabá, Pancito, dale, dame tu leche, y él nada. La fricción ya empezaba a convertirse en papel de lija cuando ella intenta de nuevo convocarlo al final. Él tiene otra idea, ponete arriba, le dice. Gladys se niega, no da más, implora. Pancito, sobrador, insiste: “Dale, si te vuelve loca”.


Mentime que me encanta
Un clásico de los textos en la cama es tentar al compañero/a a confesar sus fantasías. “Y esto puede ser muy erótico y muy estimulante cuando no se cuela ningún criterio de realidad, porque pasa que hay quienes preguntan y después creen que es cierto. Y ahí todo se transforma en algo horrendo, es como caerte desde lo más alto de un poste”, dice la psicóloga clínica María Luisa Lerer. Y no, si después de decir en un momento de fragor lo tentador que resulta ese frío que se escapa de las obras enconstrucción en contraste con lo calientes que deben estar los bíceps de los obreros el otro/a se atreve a hacer una escena de celos, todo está perdido. “Yo insisto en no confesarlo todo, no hay que cometer sincericidio, porque todavía existen los que piensan barrabasadas como que se puede mirar por los ojos de otro y que eso es lo ideal. Lo mejor es reservarse algunas cosas, porque aun cuando muchas cosas han cambiado hay mucha dificultad para hablar, para comprometer algo más cerebral. Sobre todo porque, parece mentira, pero ellos siguen queriendo que les digan que la tienen grande y ellas que las aman”, concluye. Beatriz Musachio es, junto con su marido, Daniel, la cara femenina de la pareja swinger más conocida del ambiente. Y más allá. A ella –además de las charlas y murmullos que se escuchan entre mucha gente que tiene sexo– le encanta que los hombres le mientan, le prometan más de lo que pueden cumplir, pero, dice, en el momento de las promesas hay que “agregar bocadillos que los estimulen a no aflojar antes de llegar a la meta. Si no, no tiene gracia”. Entonces, si él pregunta si alguna vez se vio una más grande que la suya, sólo queda reprimir la carcajada y decir no, de ninguna manera. Martina, 37, artesana, escuchó no hace mucho –es decir, después de casi 20 años de vida sexual– a un caballero que en el momento del cigarrillo, muy concentrado, preguntó: “¿Alguna vez la pasaste tan bien como ahora?” “Y bué, ¿querés que te haga un sanguchito?”, dijo ella, cambiando rápidamente el tópico. A modo de consejo, siempre es más fácil decir lo que le pasa a una/o que andar aventurando conjeturas. ¿O hay alguna mujer que se anime a preguntar si hubo otra más bella o, incluso, hasta más guarra?, ¿eh?

Se dice verga, no pilín
Adriana Arias cuenta que en su consultorio es notable lo que cuesta llamar a las cosas por su nombre. Y eso, en el consultorio de una sexóloga, puede ser grave. “Después del silencio inicial, los balbuceos siguientes y la media lengua, en general apelan al diminutivo. Que le apoyo el pitín en su cosita, que le doy besitos en las tetitas, que la colita... como si el diminutivo los alejara de alguna zona de peligro. Entonces yo tengo que empezar a hablar en un lenguaje más guarro, les explico que es imposible que alguien se caliente diciendo pilín, no señora, hay que decir ‘quiero que me metas la pija’, porque el valor de las palabras es grande cuando se las usa. No es que sea así en todos los casos, pero cuando veo gente que no puede abrir la boca, en general es porque ahí hay algo retenido”. Javiera, economista, 32, es de esas que creen que la palabra es una llave. “No sé con qué tiene que ver, tal vez con escuchar mi propia voz, porque a veces repito la misma palabra, digo pija, pija, muchas veces. O culo, o cualquier cosa que me caliente en ese momento.” Pero la de Javiera no suele ser la regla, son más las/los que se confiesan mudas, salvo cuando el desenfreno viene ayudado por alguna sustancia –hablamos de alcohol, por cierto–. Entonces sí, las palabritas sucias se escapan. Según Lerer, esto tiene que ver también con la experiencia, que suele venir con la edad. Beatriz Musachio lo dice así: “Sí que fue un aprendizaje decir lo que una quiere en la cama. No me resultó nada fácil porque era vergonzosa, tímida e introvertida. Tengo un gran amante, mi marido, que me ayuda a liberar mis deseos ocultos, mis fantasías y toda la sexualidad que escondía y me costaba liberar”. Ahora ella no distingue si su audacia se despliega mejor cuando escribe en su revista swinger Entre Nosotros. “Soy, sencillamente, audaz.” Dice Adriana Arias que en Brasil se quejan de que a las argentinas hay que hablarles antes y después del sexo. Pero durante, se quedan calladas como piedras. “Es que hablar –explica Fridman– es como firmar un carnet de identificación. Volcamos nuestra historia, nuestro posicionamiento social, nuestro vocabulario, el juego del desafío. A veces puede ser peligroso hacerlo después de la seducción. Lo importante es cómo se dicen las cosas, no el contenido.” Algo en lo que sin duda acuerda Javiera.

¿Acabamos?
“Una vez tuve un novio que era un gran contador de historias, era buenísimo porque él me describía escenas, yo me las imaginaba y también le contaba. En general escenas lésbicas, a veces podía estar yo, pero la mayoría de las veces éramos como voyeurs, mirando desde de afuera. Lo que pasa es que un momento me empezó a parecer que era demasiado artificio toda esa historia para poder tener sexo”, recuerda Javiera, ya entregada a su memoria. Martina también conoció a alguien así, que solía contarle historias increíbles en lugares increíbles, pero tenía un solo problema. En el momento en que estaba a punto de derramarse lo que fuera que estaban haciendo los personajes de su cuento lo hacían “una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez”, al mismo ritmo en que él agilizaba el ritmo. Lo cual conseguía enfriar a Martina completamente. Sí, él tenía la cortesía de preguntar si ella estaba lista para el momento cúlmine, pero era una pregunta retórica, porque él ya no podía desengancharse del tren del una y otra vez. Es que las mismas palabras que pueden encender fuegos artificiales a veces mojan la pólvora, sobre todo esas que suenan a frase hecha, convertida en célebre cuando se la comparte con las amigas. Jazmín se acuerda de ese joven –ella tiene 27– que mientras ella cabalgaba sobre él le dijo “haceme tu esclavo”, sin que hubiera ninguna otra señal para tamaño pedido. O del momento siguiente, cuando se levantó para ir a bañarse y él al ver que todavía tenía los zapatos puestos la increpó: “¿Qué hacés así vestida? Con esas botas me das miedo”. El tema es que las botas eran sencillos botines de gamuza olvidados en su lugar. Sin duda hay momentos en los que es mejor callar. O mentir. ¿Qué contestarle si no al muchacho que se levantó de la cama un minuto y treinta segundos después de haber empezado a agitarse y pregunta si está todo bien? Que no, obviamente. Pero las palabras se agotan cuando él se jacta: “Bueno, la lentitud nunca fue mi mayor virtud”. Obviamente, eso es algo que le pasó a una amiga.

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