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Viernes, 26 de junio de 2015

ELSA SáNCHEZ 1925-2015

La torita

 Por Marisa Avigliano

Cuatro nenas posan con su mamá y su papá, dos de ellas tienen una muñeca a upa. Hay pasto y vestidos veraniegos con volados en la foto en blanco y negro en la que ganan los colores claros. Una imagen privada que se repite pública cada vez que se habla de Elsa, la mamá del retrato, la mujer con collar de perlas y sonrisa embriagada, sutil pero embriagada. A la Elsa de la foto la dictadura la dejó posando sola –tampoco aparecen ya las dos muñecas, hijas y nietos en el juego de jugar a la mamá– cuando el terrorismo de Estado le arrancó a su familia. Su marido, sus cuatro hijas que tenían entre 18 y 24 años, dos de ellas embarazadas, y sus dos yernos fueron secuestradxs y asesinadxs. Aquella Elsa es Elsa Sánchez de Oesterheld, la viuda de Héctor, la mamá de Estela, Diana, Beatriz y Marina y la mujer que murió a los noventa años (ella diría novecientos) el sábado 20 de junio sin conocer a sus nietxs nacidos en cautiverio y robados. Sólo pudo criar a uno de los cuatro, a Martín (a Fernando lo criaron sus abuelos paternos), y fue Martín quien la despidió diciendo: “Me dejó la persona que me acompañó en el camino de reconstruir la memoria. Es el primer pariente que puedo enterrar y eso no es poco”.

Después del golpe de 1976 la familia de Elsa pasó a la clandestinidad y ella dejó de verlos, verlos nada, verlos nunca, hasta que un diario, una carta o la voz oscura de un mensajero desconocido le avisaban que los habían matado. Rabia a Héctor por acompañar la militancia de las chicas, rabia a la rabia. Los ojos de Elsa, sobrevivientes de la tragedia patria escrita con el aliento infame de los militares y sus cómplices, derraman confesiones. Dicen que una noche estaba sola en la casa de Beccar y que entró un tipo que le dijo “a tus hijas las vamos a matar a todas”, dicen que se quedó quieta un tiempo, que temía que Martín fuera el diez de la lista, dicen que la primera vez que pudo hablar de su familia fue en Bélgica cuando viajó con Martín, invitada por Amnesty International, y dicen también que durante años no entendía por qué los jóvenes se fanatizaban tanto con El Eternauta de Héctor. Otra vez la rabia. “Eramos robinsones en nuestra propia casa, sólo que el mar que nos rodeaba era un mar de muerte.”

Después los mismos ojos derramados la llevaron a ser parte de Abuelas, a escuchar de cerca a Néstor Kirchner y a recuperar la sonrisa embriagada mientras acompañaba la lucha de HIJOS. El dolor había traído de vuelta al “torito de Mataderos” como la llamaban sus abuelos en la infancia (en alusión al boxeador Justo Suárez) porque “todo lo arreglaba a las piñas”. El dolor que inauguró acequia en sus huesos cuando a los quince años murió su hermana tras una hepatitis hambrienta volvía a recorrer el cuerpo en sangre. Tropel de roles para una vida larga, fue la mecanógrafa de los primeros textos de Héctor, la madre bucólica, la empleada silenciosa y eficiente, la oligarca enojada que culpaba al peronismo, la víctima y la resistencia. Se fue en paz, dijo su nieto, será la paz que se encuentra cuando se sabe que lxs que siguen vivxs sabrán devolverles a los hijxs de sus hijas la identidad robada.

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