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Viernes, 6 de agosto de 2004

URBANIDADES

Escupir al cielo

Yo lo he visto, más de una vez, mientras domestico la paciencia en el pasillo del Hospital Ramos Mejía que oficia de sala de espera. Vi cómo todo el mundo da vuelta la cabeza al paso de los borceguíes negros y los pies del detenido que se arrastra un poco en el medio, las manos visiblemente esposadas, los ojos al piso. ¿Será vergüenza propia o ajena? No creo que sea miedo, en los hospitales públicos las salas de espera suelen estar llenas de gente pobre, sin duda son mayoría, como son abrumadora mayoría los pobres en las cárceles de cualquier lugar del mundo. Ese modo de no ver parece más una concesión al pudor del que va esposado que otra cosa. Y también sé de la vergüenza de quienes han tenido que caminar así en público, y de las muchas dificultades que hay que atravesar para conseguir una visita al hospital. Cuántos golpes en la reja hay que dar con lo que se tiene a mano para que alguien escuche la urgencia. Cuánta gente presa murió en el pabellón porque el permiso para llegar al hospital se consiguió demasiado tarde. De médicos que se hayan negado a atender a esas personas no supe hasta esta semana, cuando lo confesó abiertamente el presidente del Consejo Médico de la provincia de Buenos Aires. Hay razones, dicen; ahora mismo continúa secuestrado el hijo de una pareja de médicos, y entonces cómo puede ser que haya que atender la salud de quienes atentan contra la vida, los que cometen crímenes aberrantes. Delincuentes, como una identidad estanca. Delincuentes, como decir morocho o de ojos verdes. Así nacieron o en eso se convirtieron, peor para ellos, su suerte quedó echada. La violencia circula con facilidad y esto no es nuevo. Anda de mano en mano, aun cuando no se empuñen armas. La repulsión por el otro, un otro que no se sabe qué hizo salvo porque el custodio lo comenta en sala de espera con el galeno, como si entre ellos hubiera una complicidad que habilita a poner la máscara necesaria a ese o esa que hay que recortar del resto, encerrar de por vida en el deseo de los más radicales, negarles la salida aunque hayan pasado los años que tenían que pasar en ese depósito de cuerpos que son las cárceles. Entre ellos y los otros es necesario abrir zanjas, que esa violencia que anida en los abismos en los que no se quiere mirar (ni tocar, ni oler, mucho menos revisar o asistir) sólo habilita nuevas estrategias para mejorar el salto que arrebate esos emblemas de pertenencia (¿autos? ¿dinero?). No escupan al cielo, doctores, que no hay muro que proteja de lo que indefectiblemente tiene que caer.

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