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Viernes, 29 de julio de 2005

URBANIDADES

La hora de las damas

 Por Marta Dillon


Fue después de que se convirtiera en un hecho la candidatura de Moria Casán para diputada por un partido ignoto que sorprendí a un colega buscando desesperadamente alguien que escriba sobre “la cantidad de mujeres” que había en estos días en la arena política, no sólo como candidatas sino además encabezando listas y, por supuesto, encarnando “la madre de todas las batallas” (¿por qué será que la madre siempre alude al origen del despelote y la paternidad siempre auspicia creaciones originales?), es decir, la división del PJ bonaerense. “Es una tapa, una tapa para vos”, me dijo el querido colega en referencia a este suplemento. Me quedé pensando, debo decir, si no se me había pasado algo por alto, si no debería haber prestado más atención al asunto. Pero primó la sensación de que no había nada nuevo bajo el cielo argentino y que, al contrario, en estas futuras –y demasiado lejanas para tanto fervor de campaña– elecciones hemos perdido a una más que ganar a otras. Quiero decir, Margarita Stollbizer se quedó en el camino, empujada a la banquina por los mismos que alguna vez quisieron impulsar su figura como contrapeso de Elisa Carrió (Freddy Storani, por ejemplo, que le soltó la mano a último momento), y en su lugar se instaló “un senador especial”, como dicen los afiches blancos y rojos refiriéndose a Luis Brandoni y su serie del prime time de Canal 13. Tampoco vamos a llorar por la pérdida de Stollbizer de las listas radicales, pero bien vale la mención por el tufillo discriminatorio que se desprende de una decisión que parece cruzar cuestiones de rating con cuestiones de género. Con menos suerte, en su caso, que Moria Casán, a quien esas coordenadas se le dan perfecto, ya que tiene rating, tiene atributos adquiridos (hay que hacer rendir tanta inversión) y encima anuncia que se va a dedicar a las mujeres como siempre lo ha hecho: Si querés llorar, llorá.

Por lo demás, es cierto, las damas fuertes de la política nacional se disputan la provincia de Buenos Aires –como bien dice María O’Donnell en el prefacio de su libro El Aparato, Aguilar, es en ese distrito donde se concentra casi la mitad del electorado merced a la reforma electoral que eliminó la figura del colegio electoral y consagró la elección directa del presidente–. Ni siquiera esto es nuevo en el mismo escenario. Ya en 1997 “poner a la dama” fue un ejercicio probado cuando compitieron Hilda “Chiche” Duhalde –especie de extensión del brazo de su marido, aunque un brazo derecho tan operativo que parece biónico– y Graciela Fernández Meijide, delfín del entonces influyente Carlos “Chacho” Alvarez. Los muchachos se disputaban el terreno mientras ellas ponían la cara, todo un estilo femenino. Y cada una tenía su estereotipo bien aprendido para prometer mejoras en ese barro con el que se amasa la gobernabilidad. La Meijide, con sus ojeras bien cargadas y su falta de experiencia, parecía llegar para “limpiar” a la vieja política. Chiche y su ejército de manzaneras encarnaba a “la que da”, la madre nutricia, la gallina de alas anchas para albergar a su pueblo.

Ocho años pasaron desde entonces y hoy la disputa parece haberse actualizado. Cristina Fernández de Kirchner, Hilda González de Duhalde –ya crecida, eso sí–, patéticamente caricaturizadas no hace mucho en un gran diario argentino con delantales de cocina y enfrentadas como espadachines pero munidas de palos de amasar, siguen apareciendo como extensiones de un mismo brazo, otras formas de decir el mismo apellido.Aunque una reivindique su matrimonio (Duhalde) y la otra diga entredientes que ella es la auténtica poseedora del “estilo K” (para después hacer todo su último discurso, el martes, hablándole a EL y tratándolo de usted). Como antaño, el matrimonio político parece funcionar cual el noble, alianzas estratégicas que anexan territorio o bien lo afianzan. Pero en definitiva fue una alianza de este tipo la que fundó el peronismo, ¿o acaso hubiera habido un Perón como el que sobrevive al tiempo sin Evita?

Puestas a disputar la herencia de la Capitana, ni Cristina ni Chiche –más que nunca los apellidos huelgan– parecen calzar la horma. Y no es la liturgia lo que falta, ni siquiera la puesta en escena con cámaras sobre grúas lo que sobra. En todo caso, se padece la ausencia de esa emoción de estar haciendo camino, de inaugurar una nueva representación –la de los descamisados entonces– que podía tanto soltarse el pelo como encarnar el sueño de los tapados de visón. Cierto encanto primordial de aquellas chicas de la “gloriosa JP” que no sólo querían hacer política sino que vivían en carne propia una revolución cultural y privada que las llevaba de la calle Corrientes a las villas miseria, para después hacer el amor como si se fuera a acabar el mundo, porque en definitiva el mundo se estaba acabando. Lástima que fue desde dentro de ese mismo movimiento que se clausuró, incluso en el relato, toda inquietud supuestamente privada, sea referida a los hijos, la casa o el amor.

Ni una ni la otra de las damas peronistas, por mucho que se disputen la herencia de Eva Duarte, están a tono con las circunstancias. Ni una ni la otra parecen dispuestas a abrir las puertas a nuevos actores/actrices de la política. Ni siquiera a las mujeres, que aun participando activamente de lo público siguen sorprendiendo cuando dos o (no muchos) más nombres en femenino se imponen en las listas.

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