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Viernes, 4 de julio de 2003

TALK SHOW

La Madre no es una Sirena

 Por Moira Soto

Podría ser la fantasía recurrente de alguna teóloga feminista: Dios Padre, Dios Hijo, el Espíritu Santo y Satanás se rompen los cuernos en una reunión cumbre, convocada por el primero dispuesto a mandar al demonio, perdón, a aniquilar a los humanos que lo tienen hasta el gorro (que no usa). Sucede en una incitante pieza teatral de reciente estreno, Trifulca en lo de Dios, firmada por el austríaco Félix Mitterer (de quien se vio hace un par de años La mujer del auto, con un memorable protagónico de Ana María Castel), dirigida por Alberto Grätzer e interpretada por Sergio Ferreiro (un Dios Padre chinchudo como corresponde a la tradición judeocristiana), Eduardo Iacono (Satanás irónico con aire de yuppi maduro), Elsa Juri (el Espíritu en versión pajarraco cargante y desubicado), Liliana Núñez (a cargo de varias viñetas femeninas antes de aparecer como la Madre que reclama sus derechos en nombre de su género, y le hace pisar el palito al mismísimo omnipotente Dios), y Alejandro Mauri (con una efigie de Jesucristo de estampita, como esas que te siguen mirando cuando caminás por la calle desde la vidriera de alguna santería, pero ésta habla y actúa, subrayando un little to much su vertiente doliente, quejumbrosa, lloriqueante).
En algún punto, esta desinhibida comedia teológica dialoga con Las variaciones Goldberg, de Tabori, que se ofrecen en el San Martín, sólo que Mitterer se atreve directamente con los iconos supremos del catolicismo (entre los que se incluye al Demonio, también Hijo de Dios, como recuerda nostalgioso este ángel caído). Tenemos, pues, en el escenario a un viejo Dios, hacedor del universo y sus criaturas, enojados desde hace milenios; a un Jesús deprimido porque su sacrificio (el calvario, la cruz, ya sabe) fue inútil; a un Demonio canchero que arregla ventas de armas por el celular y añora los tiempos (a Dios) “en que sólo éramos vos y yo”; a un Espíritu no muy Santo, rompebolas y camorrero que se burla de los lamentos de Jesús (“otra vez fanfarroneando con tu modestia, me tenés harto...”) y finalmente a María “que no es Virgen, ya que se informa que fue violada por soldados romanos, de ahí su embarazo”, reencarnación de la Diosa Madre que Dios Padre decidió abolir en favor del patriarcado absoluto...
María, que provoca el fastidio del Dios cascarrabias con su aparición, que reivindica las ideas misericordiosas del Hijo y le hecha en cara al Padre la invención de Eva, la primera mujer que debió cargar con la culpa del pecado original (“después quemaste a las mujeres como brujas millones de veces”). Y cuando se plantea la exclusión sistemática de la mujer de toda forma de poder (“la Iglesia se olvidó pronto de las discípulas”) y el Demonio acusa a todas las madres de haber educado desde siempre a buenos soldados destructores, ella le aclara que las mujeres debieron cumplir reglas patriarcales: “Yo no digo que nosotras seamos mejores, pero el mundo sería diferente si no nos hubieran excluido de todas las decisiones”...
Cuando Satanás memora las tentaciones a Cristo, éste retruca: “No me interesaba lo que me ofrecías” “A tus sucesores, sí”, le asesta Luzbel. “Ellos no rechazaron mi oferta de poder, riqueza, gloria. En tu nombre sojuzgaron, explotaron y exterminaron a muchos pueblos. Encendieron hogueras y quemaron a quienes no pensaban como ellos.” A unas cuadras de donde se representa Trifulca en lo de Dios (La Ranchería, México 1152, sábados a las 21), se ofrece una delicada pieza literaria que remite a otras mitologías: en Anfitrión (Venezuela 3340, domingos a las 19) se puede disfrutar Paraísos olvidados, un texto de Lampedusa finamente puesto en escena por Luciano Cáceres, con acertadas interpretaciones de Sergio Surraco y Rodolfo Roca. La reunión ocurre aquí entre dos humanos, sicilianos para más datos: un joven y aristocrático periodista, y un viejo profesor de literatura griega (casi tan atrabiliario como Dios Padre). El joven es el relator de este encuentro al principio ríspido porque al profesor le cuesta bajar a tierra, confiarse. Es que él ha probado otras relaciones extraordinarias en un verano maravilloso, cuando su físico se asemejaba al de una estatua griega y era posible, al navegar por el Mediterráneo, que una seductora pero no devoradora sirena se subiera a la barca con su pelo mojado, pechos redondos y unas escamas azul plateado que empezaban más debajo de lo habitual en estos seres en un principio alados, luego marinos.

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